Trump, Putin y otras incertidumbres

Víctor de Currea-Lugo | 19 de enero de 2017

Los pueblos y las épocas producen sus propios líderes. Es difícil imaginar a Marx viviendo en la antigua Roma o saber la suerte de Carlomagno en el siglo XX. Las épocas determinan a unos líderes que a su vez determinan sus épocas. El comienzo del siglo XXI no se puede explicar sin George Bush hijo, Barack Obama, Vladimir Putin, Recep Tayyip Erdoğan, Deng Xiaoping, Nicolás Sarkozy, Tony Blair, Ariel Sharón y, por supuesto, Donald Trump.

Suele decirse que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen, pero esto no aplica para las minorías. El mundo, según la lista anterior, sigue esencialmente en manos de unos pocos: los miembros permanentes del Consejo de Seguridad (Estados Unidos, Francia, Rusia, China y Reino Unido), de algunas potencias como Alemania, y, a nivel regional, por potencias como Turquía, India o Sudáfrica.

Nótese que la lista presentada refleja la realidad de quienes gobiernan el mundo y no el deseo de quienes quisiéramos; gobiernan varones, blancos, del hemisferio norte. Los líderes africanos como Robert Gabriel Mugabe, de Zimbabwe u Omar Ahmad al Bashir, de Sudán, desafortunadamente no ofrecen una forma de gobernar diferente a la de los blancos que ellos critican. En los casos de Ángela Merkel o la ascendente Marine Le Pen, el balance es el mismo: no por ser mujeres tienen una perspectiva diferente para manejar el poder.

El legado de Obama

Hace ocho años el mundo creyó en la promesa de Obama: “sí podemos”. Sus promesas a nivel de política interior hablaban de la integración de minorías, como los inmigrantes y los homosexuales, y de una mayor protección social para los pobres, como fue la propuesta de un sistema integral de salud. A nivel de política exterior hubo tantas esperanzas, que como espaldarazo recibió el Premio Nobel de Paz.

Pero la realidad es terca: la cárcel de Guantánamo, que es todo un homenaje a la ilegalidad internacional y la islamofobia, no fue cerrada a pesar de que Obama prometió hacerlo en el primer año de gobierno. Igualmente, hay otros indicadores de su gestión internacional: Obama envió más tropas a Afganistán que el mismo George Bush, no se opuso a la política israelí en Palestina y al contrario, al final de su mandato firmó una ayuda militar para los próximos 10 años por 38.000 millones de dólares; dio bandazos frente a las revueltas árabes, y permaneció impávido frente a la crisis de Siria.

Tal vez su único logro relevante fue la negociación con Irán, relacionada con su carrera nuclear. Las posiciones pro-palestinas de última hora recuerdan la pataleta de Clinton que en sus últimos días de gobierno firmó el estatuto de la Corte Penal Internacional; acciones que no tienen ningún impacto real, más allá de cierto simbolismo.

La tarea de Obama era relativamente sencilla: hacerlo mejor que George Bush y todo indica que no pudo. Esos fracasos internos y externos del gobierno Obama explican en parte, y solo en parte, el triunfo de Donald Trump, la política exterior de Putin, la permanencia de Al-Assad en el poder, el fracaso de las revueltas árabes y el envalentonamiento de Israel. El Obama que gobernó no fue el joven abogado negro defensor de los derechos civiles, sino, como manda el sistema, el presidente de los Estados Unidos. Por eso, más allá de algunos matices, Obama hizo su tarea dentro de los límites que el sistema le impuso y que él aceptó con beneplácito.

Las pistas de Trump

Donald Trump no es un pseudo antisistémico multimillonario que decide salvar los valores de los Estados Unidos, sino, más exactamente, el reflejo de una época.

No puede catalogarse de antisistémico (como algunos lo proponen) a alguien que durante toda su vida se ha codeado con los poderosos y se ha aprovechado, precisamente, de cada rendija propia del sistema capitalista para amasar una fortuna. Trump refleja exactamente un sistema que hace culto al empresario egoísta e individualista, que usa las leyes del mercado o las leyes del Estado según conveniencia.

Y los valores que dice defender echan mano de los miedos y los odios más atávicos de la “América profunda”, teniendo como paradigma el varón, blanco, heterosexual, cristiano, nacido en los Estados Unidos, defensor del capitalismo y desconocedor del mundo exterior. Frente a este prototipo de estadounidense se construye un enemigo que, contra cualquier lógica, conjuga en un mismo ser al inmigrante, árabe, hispano, musulmán, mujer, pobre, indígena y homosexual.

Los asesores hasta ahora escogidos por Trump para acompañarlo en su gobierno, son la expresión de esa lógica política. La ignorancia y los prejuicios, más las oportunidades de mercado que prioriza como buen empresario que es, lo llevan a preferir las relaciones con Israel que al acuerdo con Irán, y a Putin antes que a los demócratas. Serían motivo de risa las decisiones de Trump si no fuera porque tiene el poder personal e intransferible de apretar el botón para desatar una guerra nuclear. Y de una persona así, voluntariosa e irreflexiva, se podría esperar cualquier cosa.

Ya en la sociedad estadounidense se observa un estallido de racismo y xenofobia. Los medios locales reportan persecución en centros educativos y en sitios públicos contra miembros de minorías. Contra toda evidencia a favor de la presencia de inmigrantes, la consigna de “hacer a Estados Unidos grande nuevamente” alimenta el rechazo y la intolerancia.

El ejemplo de Trump invade la política mundial, da un nuevo aire a la xenofobia europea representada en figuras como Marine Le Pen, al nacionalismo exacerbado como en Turquía y Filipinas, a la islamofobia en Europa y al rechazo a los inmigrantes en todo el mundo.

Putin, el grande

El avance ruso sobre Osetia del Sur, además de ser un fruto de la fortaleza de los rusos es también producto de una debilidad de los Estados Unidos. Esa misma debilidad explica, en parte, la decisión rusa de invadir Ucrania y de apoyar el gobierno de Siria. Putin no inaugura una política expansionista para Rusia, sino que revive el legado de Pedro el Grande y Catalina la Grande, de los zares, y de Stalin y de Lenin en su proyecto soviético.

Putin evaluó la capacidad de Obama de pasar del dicho al hecho, cuando el gobierno estadounidense fijó como línea roja el uso de armas químicas en Siria para, entonces sí, actuar. En agosto de 2013, el régimen sirio de Bashar Al-Assad usó armas químicas y el gobierno de Obama perdió una guerra diplomática en la que Putin se convirtió en el gestor de una salida en la que nada cambió.

A comienzos de 2014 Putin anexó la península de Crimea en Ucrania y alimentó unas revueltas que dieron origen a un conflicto armado de mayor intensidad en el oriente de Ucrania. Estados Unidos se limitó a congelar cuentas bancarias de unos pocos rusos; ese mensaje, débil y limitado, afianzó la política expansionista de Putin en Ucrania.

A comienzos de 2014, Putin anexó la península de Crimea en Ucrania y alimentó unas revueltas que dieron origen a un conflicto armado

Ucrania ofrece, desde la base militar de Sebastopol en Crimea, una salida rusa al mar Negro, así como la base militar de Tartus en Latakia (Siria) ofrece una salida rusa al mar Mediterráneo. A esto se debe sumar que la política exterior de Putin no repara tanto en las fronteras rusas como lo que él llama las “zonas de influencia”.

Putin ha logrado bloquear las críticas internacionales al conflicto checheno, ocupó Osetia del Sur, desactivó la campaña contra Siria, ha hecho causa común con China ante varias agendas internacionales, invadió Crimea, y aplaudió el triunfo de Trump. Es difícil saber si una alianza Trump-Putin es más benéfica que perjudicial para la paz mundial. Ambos son, ante todo, hombres de negocios.

Erdogan y otros personajes

La zona más conflictiva del mundo sigue siendo Oriente Medio. Allí también las decisiones políticas dependen de ciertos líderes, como el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdoğan, él enfrentó en 2016 un fallido golpe militar que fue respondido con una terrible persecución en la que, curiosamente, fueron destituidos más profesores que militares, varios medios de comunicación fueron cerrados y se ahondó en un proceso de islamización que ya se venía observando. La Turquía de Erdoğan puso a un lado su deseo de ser parte de una Unión Europea, ahora terriblemente debilitada, para convertirse más exactamente en un foco de poder regional, con cierta nostalgia por lo que fue el imperio otomano.

Turquía es un país con el 96 % de población musulmana, miembro de la OTAN, jugador importante durante las revueltas árabes, actor militar en las guerras de Irak y Siria. La complejidad turca incluye un conflicto armado con los kurdos, reiteradas acusaciones de comprarle petróleo al Estado Islámico y un abrupto cambio de gobierno, en el que se pasó de un modelo parlamentario a un modelo presidencialista, en el que Erdoğan se erige como un nuevo Ataturk, un nuevo padre de los turcos.

Por su parte, Bashar Al-Assad, presidente de Siria, logró pasar de “chico malo” cuestionado por todos a alternativa frente al avance del Estado Islámico, fruto de una conjugación de estrategias políticas, militares y mediáticas; Al-Assad se ha atornillado al poder gracias al apoyo de poderes regionales como Irán y mundiales como Rusia. Su gran “éxito” fue invisibilizar las agendas de la oposición siria y presentar esta guerra, única y exclusivamente, como fruto de una conspiración internacional.

Finalmente, vale mencionar a Benjamín Netanyahu, líder del Partido Likud de Israel y primer ministro durante los años 1990. Fue elegido nuevamente ministro en 2009, 2013 y 2015. Fue crítico del proceso de paz de Oslo (entre palestinos e israelíes), partidario del neoliberalismo económico que ha afectado a la población israelí, instigador de la guerra contra Irán, impulsor de que Israel sea reconocido como un “Estado Judío” por parte de los palestinos, responsable político de las incursiones militares en Gaza que han dejado miles de muertos, y ferviente defensor de la política de asentamientos judíos en territorio palestino.

Las personas y los pueblos

Al revisar los nombres de los líderes que tendrán gran parte del poder mundial en 2017, no deja de preocupar el gran giro hacia la extrema derecha, el desconocimiento a los derechos humanos, el aumento de la amenaza militar para la resolución de los conflictos y el retroceso en los derechos de las minorías. No se trata simplemente de que cambien los nombres de los que encabezan los titulares, sino que haya un giro en la cultura política de los pueblos, de tal manera que el cambio climático, la inmigración, las guerras y la pobreza sean prioritarios en la agenda mundial.

 

Publicado en: Revista Diner, Trump, Putin y otras incertidumbre