Víctor de Currea-Lugo | 14 de febrero de 2022
Las palabras tienen la magia, entre otras cosas, de crear realidades sociales y a partir de ellas nos movemos, es el caso de la nocion de «talento humano» para hablar de los trabajadores del sector salud. Por ejemplo, los grados militares generan una referencia de poder tanto en quien los menciona como en quien los recibe, no es lo mismo hablarle a un sargento que a un coronel. No estoy diciendo que una cosa sea mejor que la otra o haciendo un juicio de valor, sino una descripción de una constante histórica que nos ha acompañado.
Cualquiera es un doctor
En el caso colombiano, existe lo que nosotros conocemos como “la doctoritis” y es el afán de llamar doctor a muchas personas, así no lo sean. En muchas otras latitudes solamente se le llama doctor al médico o a la persona que tiene un diploma de doctorado.
Los tiempos recientes también nos han enseñado a nombrar muchas cosas, por ejemplo, la figura de la sociedad civil que, aunque fue mencionada por Hegel hace muchos años, cobró una vigencia mayor a partir de los años 80 del siglo pasado, precisamente cuando se dieron las políticas neoliberales.
Lo curioso es que, sin negar la importancia de esa definición, la noción de “sociedad civil” termina colocando en un mismo saco a los ricos y a los pobres, como si no hubiera una diferencia de clases. Eso se ahonda con el fin de la Unión Soviética y la construcción de una sociedad aparentemente homogénea, sin contradicciones socioeconómicas internas, narrativa que también es parte del neoliberalismo.
La posmodernidad, por su parte, abre muchas otras discusiones que serían imposibles de abordar aquí. Pero entre esas podemos mencionar que nos deja una idea de que las cosas son lo que se menciona y no lo que sucede. A partir de allí se impone la subjetividad como un paradigma indiscutible y el llamado “sitio de enunciación” con lo cual se relativiza de manera absoluta la realidad. En el caso que nos asiste, si somos talento humano en salud o trabajadores, se juntan tanto las narrativas posmodernas, el lenguaje neoliberal como la colombianidad y, en ese marco, inventamos nuevas categorías.
Por ejemplo, a la luz de la ley 100 de 1993, la que privatiza la salud en Colombia, ya no hay más directores de hospitales sino gerentes, no hay pacientes sino clientes, no hay hospitales sino IPS (Instituciones Prestadoras de Servicios de salud). Y esto no es una cosa menor porque así se inaugura una figura desde la cual el mercado prima sobre el derecho en la salud. En general, en el país ya no hay pobres sino “sisbenizados” o “menos favorecidos”, ni tampoco hay rebusque sino emprendimientos.
La fuerte alineación militar de la formación médica hace que el residente de tercer año grite al de segundo, el de segundo año al del primero, este al interno que, a veces, se desquita con los pacientes.
Pero además de eso hay una gran reticencia a aceptar que el neoliberalismo acabó por completo con profesiones llamadas precisamente liberales, como es la medicina, y que ahora ya no se trata del médico que iba con su curioso y típico maletín, sino de especialistas que están vendiendo su fuerza de trabajo a grandes empresas de salud. Ya no se trata, entonces, de profesionales liberales sino de empleados.
De trabajadores con derechos a profesionales sin garantías
Esos empleados cumplen un horario y están sometidos a unas formas de contratación impensables para sociedades desarrolladas en las que un obrero o un trabajador de un taller de mecánica trabaja ocho horas al día y no más. Mientras que los especialistas de bata blanca en nuestro país tienen horarios que son determinados por sus patrones y con mínimas condiciones laborales, un electricista en Suecia tiene prestaciones y garantías salariales que le permiten una vida digna.
El personal que ofrece los servicios de salud en Colombia se ve afectado por todas esas contradicciones que son más que semánticas. Esa renuncia a una forma más objetiva de ver la realidad, renunciando a subjetividades e interpretaciones poco realistas, es una paradoja en un gremio que debe mirar la vida y la muerte, fenómenos bastante objetivos. No gratuitamente hay un auge de los antivacunas entre el personal de salud. Coloquemos todos los elementos que hemos mencionado, pero ahora juntos.
Primero, hay parte del gremio médico que se resiste a ser reconocido como un trabajador que recibe un salario, que es explotado, que no tiene garantías sociales, porque no puede aceptar que está en las mismas condiciones que la señora del aseo o que el camillero del servicio.
Segundo, una larga tradición militarista en la que el grado de doctor, como el de coronel, tiene una larga significancia y en la que, como a los militares retirados, les cuesta mucho renunciar a sus grados porque están enajenados en su ideal de profesionales liberales, lo que es más grave porque ya no lo son.
Tercero, una ley 100 de 1993 que convierte a los directores de los hospitales en gerentes, que vuelve a las personas unos clientes que se relacionan con el servicio a través de sus aportes; por eso, más de 20 años después seguimos con planes de servicios diferenciados según la capacidad de pago y no de acuerdo con las necesidades del paciente.
Y cuarto, unas narrativas y un culto al discurso en el que parece que somos lo que se nombra y no lo que somos, como si el cambio en la palabra significara necesariamente un cambio en la realidad. Es cierto que el lenguaje puede crear ciertas realidades sociales, pero no puede per se transformar la realidad ni debería servir para encubrirla.
La falacia del talento
Con todo esto junto, pomposamente comenzamos a llamarnos “talento humano en salud”, porque nos afana desde lo existencial ser trabajadores. No es suficiente con que tengamos las mismas condiciones que un mecánico y un obrero (o incluso peores si vemos las horas de trabajo continuo), pero no podemos renunciar a que nos digan doctor; necesitamos que nos mencionen de una manera especial, como si el que está pegando en este mismo momento ladrillos o como el que va manejando un autobús sobre las calles colombianas no tuviera ningún talento.
Eso nos permite alejarnos de esa idea de trabajador, cuando en realidad lo que sucede es que nos están empleando unas empresas de salud para producir unas ganancias que salen, en parte, de la explotación de la fuerza de trabajo, lo que el viejo Karl Marx llamaba plusvalía.
Por eso también preferimos llamarnos asociación médica y no sindicato, porque nos permite alejarnos de la realidad de ser explotados y de los cocteles que otrora nos ofrecían las farmacéuticas.
El orgullo de ser del gremio médico no es solamente colombiano, es algo que se ha arrastrado por siglos y se observa en muchas partes del mundo. Sin embargo, cuando uno se relaciona con médicos de otros países ve que en Colombia esto es más acentuado, con relaciones laborales más verticales, no solo porque el sector salud lo sea, sino también porque la sociedad colombiana es clasista y estratificada.
Es muy difícil renunciar a esos pequeños prestigios cosméticos en los que nos amparamos para no reconocer la crisis real que tenemos. Por eso nos aferramos a que nos llamen “talento humano en salud”, porque suena más bonito y así no nos miramos en el espejo de la condición de trabajador explotado.
Como una invitación al realismo deberíamos llamarnos “trabajadores de la salud”, ya sé que la palabra obrero resulta ofensiva para muchos, pero sin duda hay que reivindicar que trabajamos, que nos pagan por un trabajo, que tenemos un contrato laboral y una regulación que debería estar basada en el código del trabajo, lo que no es poca cosa.
Deberíamos renunciar a ciertos eufemismos y reconocer que somos sujetos de derechos y que nos afectan de una u otra manera las convenciones nacionales e internacionales que tengan en una figura de lo laboral y de trabajador y, a partir de allí, es que podemos defender nuestros derechos, que no son otra cosa que derechos laborales de trabajadores, así se molesten algunos colegas (no les digo compañeros porque no falta el que se ofenda).