Víctor de Currea-Lugo | 25 de mayo de 2022
¿Suena exagerado poner en un mismo renglón pandemia, guerra y hambre? No es un problema estético ni una narrativa. Es una realidad. Es más, hay regiones del mundo como el Sahel o el cuerno de África donde estas tres plagas ya están, como jinetes del apocalipsis, desde hace muchos años.
Hoy se está acabando una pandemia tras de la cual el ser humano siguió siendo el mismo, es más: los ricos salieron más fortalecidos, los pobres más pobres y los charlatanes crecieron en sus discursos gracias a las teorías de la conspiración, los terraplanistas y los antivacunas. No llegó el fin del capitalismo, ni tampoco creció la convicción de que la ciencia da elementos liberadores.
Llegamos a una guerra entre imperios, otra guerra proxy que demostró la doble moral de Europa, el fin del periodismo y el triunfo de la propaganda. Una guerra que, a diferencia de las otras que han desangrado el mundo desde 1945, tiene tantos elementos económicos que, ya por esto, es una guerra mundial.
De esta guerra tampoco aprenderemos: el movimiento pacifista casi desapareció, el simplismo para entender los conflictos se impuso, los crímenes de guerra siguen sufriéndose como desde los tiempos de la prehistoria y muchos quieren que, sin reflexión alguna, tomemos partido.
Esta última guerra no se mide solo en muertos, su impacto económico se mide en toneladas de comida que dejan de producirse, que dejan de salir al mercado, que ahora su transporte es más costoso o que, simplemente, los pobres del mundo no pueden comprar porque los precios están disparados.
En el 510 y en el 2000 también
Las enfermedades epidémicas no son nuevas, de hecho, el ébola, la tuberculosis y la malaria matan cientos de miles de personas sin que eso a nadie preocupe, y menos a las trasnacionales farmacéuticas. El día en que el dengue llegue a Europa tendremos un tratamiento efectivo, antes no.
Claro que las farmacéuticas hacen negocios, obvio, no son organizaciones caritativas, pero el problema es que solemos concluir que como Bayer es una trasnacional, entonces la Aspirina no sirve, sino que es parte de un complot mundial para controlarnos. La gente en África, por lo menos lo que he visto en Etiopía, Sudán y Sahara Occidental, no defiende las medicinas tradicionales porque sean eficaces sino, principalmente, porque no tienen otras opciones.
La guerra tampoco es nueva; hoy además se libra en sitios tan desconocidos, como el sur de Tailandia o el occidente de Birmania, y dejan civiles asesinados que no cuentan. El flujo de refugiados de Ruanda, Darfur, Siria e Irak tiene un problema ante los ojos de Europa, son árabes y negros, pero fundamentalmente pobres. Por eso los refugiados de África bien pueden seguir muriendo en las aguas del Mediterráneo tratando de llegar a Europa, a diferencia de los refugiados de Ucrania, los que por supuesto merecen toda la solidaridad.
Esas guerras han tenido causas económicas y sociales, entre las que sobresalen la inequidad y la exclusión. Es decir, hay (y había) posibilidades de prevenirlas y de gestionar los conflictos subyacentes de otra manera, como la misma guerra actual en Ucrania, pero no hubo voluntad política de hacerlo. Y no, no son simplemente desavenencias culturales que se curan con abrazos.
Y el hambre nos acostumbramos a verla materializada en niños famélicos de Somalia o de Etiopía, negros e indígenas, pero ante todo pobres. Y no porque el mundo no pueda alimentarlos, sino porque simplemente no quiere. Lo demás son palabras. Y la solución no está en volvernos veganos sino en construir justicia social para todos. Para todos, no solo para los de mi tribu, como ahora se impone.
El hambre que viene
Empecemos por decir que hay gente que habla del hambre y lo confunde con el apetito. La guerra entre Rusia y Ucrania, para entendernos, es como una guerra a muerte entre los dos mercados de alimentos del barrio. Un 27% del trigo mundial, 23% de la cebada, 16% del maíz y 10% de la semilla de girasol se produce en Rusia o en Ucrania. Según algunos medios, 800 millones de personas se alimentan de lo que producen estos dos países. El 80% de granos de Egipto y el 70% de Congo venían de una zona ahora en guerra.
A la sombra de la desnutrición mundial que ya existía y que se agravó con la pandemia se suma la siguiente lista de hechos reales: el bloqueo de barcos comerciales, el freno en la producción y comercialización de fertilizantes y su consecuente aumento de precios, y la detención de la producción de alimentos. Todo esto, para ser más preciso, empacado en el cambio climático que algunos niegan.
¿Pudo haberse tomado medidas para evitar tal dependencia del sistema alimentario? Sí, era simple: producir. También se llama soberanía alimentaria, pero las élites del mundo y hasta de los países pobres (ya alguien me corregirá que se dice: empobrecidos) optaron por modelos de libre mercado haciendo aún más frágiles sus mercados locales, al punto que, para vergüenza de muchos, Colombia importa maíz de Estados Unidos.
Ahora en la guerra también se dispararon los precios del gas y del petróleo, con lo cual los costos de transporte, almacenamiento y comercialización también suben y se reflejan en el precio final al consumidor. Se calcula que ya la cosa venía mal, con un aumento del 34% de los precios de 2021 a 2022. Y, desde que empezó la guerra, según Oxfam hay alimentos cuyo precio se ha incrementado hasta en un 20%.
Por eso, el aceite de girasol triplicó su precio en España, la soja en Argentina anda en aprietos por el aumento del precio de los insumos para su producción, y en Alemania se ha disparado hasta el precio del pan. A nivel mundial y según la ONU, el riesgo de dificultades alimentarias campea sobre 1,7 mil millones de personas; más del 20% de la población mundial.
Buscando respuestas
Ante esa tríada de la pandemia, la guerra y el hambre deberíamos responder. ¿Por qué no reaccionamos? La respuesta humanitaria es ahora mucho más limitada, aunque profundamente valiosa, sobre todo para quien no tiene un pan en la mesa y, muchas veces, ni una mesa. Con la crisis, los alimentos para las ONG son más costosos y están menos disponibles.
La producción local está cruzada por la disponibilidad de fertilizantes, la gran mayoría producidos por Rusia, Bielorrusia y Ucrania. Por supuesto, los pequeños productores son los más vulnerables y de estos los que viven en países que apostaron por modelos neoliberales. En el mismo informe de Oxfam, 263 millones de personas se verán empujadas a la pobreza en 2022, por la combinación entre coletazos de la pandemia y la guerra.
Esa producción local podría responder si tuviera infraestructura y tierras disponibles, políticas agrarias y mercados nacionales. Eso no existe, por ejemplo, en Venezuela porque nadie quiso, de verdad, cumplir con la promesa de “sembrar el petróleo”. Tampoco en Colombia donde a las élites miserables les dio miedo modernizar el campo y hacerlo productivo. Para eso les hubiera bastado cumplir el primer punto del Acuerdo de Paz, pero allá son tan premodernos que le tienen miedo hasta al capitalismo.
Así mismo podríamos encontrar razones y errores de cada país, desde la fallida Política Agraria Común (PAC) de la Unión Europea, hasta la política india de exportar comida a pesar de la hambruna en su sociedad. El problema es que el mal ya está hecho y desde hace mucho. No es simplemente culpa de Putin ni de las sanciones contra Rusia, es el resultado de muchas variables, la mayoría propias del capitalismo.