Me precio de, sin ser musulmán, de participar de fiestas y tradiciones es esa comunidad, a través de conocidos en diferentes partes del mundo.
Desde 2003 he compartido y trabajado muchas veces en varios entornos musulmanes, donde nunca nadie ha tratado de convertirme a su fe, cosa que siempre he reconocido y agradecido públicamente.
Dicho de otra manera, mi condición de ateo no ha reñido nunca con la amistad y ni con la hospitalidad musulmana.
Los seguidores del Corán son muy incluyentes de los que ellos llaman “los pueblos del Libro” es decir, las comunidades mencionadas en su texto sagrado: judíos, cristianos y musulmanes. Históricamente lo han demostrado, protegiendo por ejemplo a los judíos durante la expulsión de España en 1492, o a minorías durante las cruzadas.
Esta centenaria noble tradición se ha visto truncada en los últimos años: por ejemplo, la dura persecución a cristianos en Irak por parte de grupos radicales musulmanes ha hecho que los cristianos pasen de millón y medio hace algunas décadas a solo 300 000 hoy en día.
La convivencia interreligiosa también se ha visto afectada por lecturas de radicales que plantean el regreso a los orígenes (como el salafismo) o la aplicación radical de la ley islámica (como es el caso del wahabismo).
Pero hay una preocupación creciente y es definir cuál es el verdadero musulmán. Las tensiones recientes entre Irán y Arabia Saudita aumentan dicha preocupación. Ya aquí no se pone en duda la valía de los ateos o de los creyentes de otras religiones, sino incluso la de sus propios hermanos en el Corán. Este fenómeno se expresa especialmente entre las comunidades chiíes y suníes.
Esta disputa no es una novedad, pero sí se ha agravado después de la invasión de Estados Unidos a Irak, en 2003. La discusión es sobre quién es el legítimo heredero del profeta Mohamed, tensión eminentemente política (más que religiosa) que explica la separación de las dos ramas mayoritarias del Islam: los suníes y los chiíes.
En el siglo XIX, en Darfur, hubo un líder musulmán suní, llamado Al-Mahdi, quien estableció un criterio de diferenciación aún más peligroso: quienes le seguían eran los verdaderos musulmanes y, los otros, así fueran igualmente suníes no merecían piedad ni respeto. Esta distinción es la misma que aplica hoy el Daesh, grupo mejor conocido como El Estado Islámico.
Lo preocupante es oír entre algunos conocidos suníes, incluso colombianos, el cántico de guerra de que “los chiíes son falsos musulmanes”. Del otro lado, también entre musulmanes colombianos, el rechazo de algunos chií a los suníes y su reducción (sin distinción) a la corriente wahabita, en una postura tan injusta como peligrosa.
El problema es que ese discurso es altamente funcional a los talibán en Afganistán, a Boko-Haram en Nigeria, a Al-Shabbab en Somalia y al Estado Islámico (el Daesh) en cualquier parte.
Cuando un musulmán se relaciona mejor con un ateo o a un creyente de otra fe, antes que a su hermano en el Corán, entonces no solo la política ha vencido sobre la fe, sino que además el Estado Islámico se frota las manos de alegría.
Afortunadamente, en Colombia ningún musulmán ha optado por la violencia religiosa, pero me sirven de ejemplo para mostrar que si aquí, muy lejos del Daesh, las pasiones ganan las congregaciones religiosas, no es difícil entender el grado de virulencia en Irak, Siria, Yemen o Kuwait, donde los debates se saldan con explosiones en las mezquitas de los otros.
Algunos amigos, suníes y chiíes, colombianos y extranjeros, se van a molestar por esta columna de igual manera, así por lo menos lograré que se pongan de acuerdo en algo.
Fragmento del libro: El Estado Islámico, (Random Penguin House, 2016)
Publicado originalmente en Las 2 Orillas