Víctor de Currea-Lugo | 22 de junio de 2016
Porque los herejes somos más…
Soy mamerto, así me definiría alguien de las nuevas generaciones. Para nosotros mamerto era el miembro del Partido Comunista (por sus legendarios líderes: Gilberto, Filiberto y otros cuyos nombres terminaban en “erto”). Una forma de provocar al PC era gritar en las marchas y pedreas universitarias “de pies o muertos, pero nunca mamertos”, sugiriendo que los del PC eran reformistas y carentes de radicalidad revolucionaria.
Para los jóvenes de hoy, es todo militante de izquierda o todo izquierdista, así no sea militante, como es mi caso. Y hay quienes se declaran mamertos, como mi estimada amiga y muy solidaria tuitera Rosa Moreno, por serlo “de pensamiento, palabra, obra y omisión”.
Y el problema radica en cómo definen la mamertería: en buena medida no es una ideología sino una pose, es un olor, unos cánones de vestir, una sarta de comportamientos, un ritual permanente que acompaña a muchos de quienes creen en un mundo más justo y, sobre todo, una forma de hablar.
No dudo de la buena fe de los mamertos; no pretendo aquí satanizarlos, sino cuestionar sus poses que derivan de sus instituciones que, como toda institución, arrastran formas de poder y discursos de dominación.
El lenguaje mamerto, una de sus principales distinciones, es un lenguaje que no comunica, sino que venera una verdad preestablecida. No es solo un debate estético sino ético: hablar sin comunicar, repitiendo adjetivos preseleccionados y frases prefabricadas. Por eso, todo giro novedoso en la forma de transmitir es una herejía y toda audacia un desvío, casi una traición. El lenguaje mamerto funciona en cuanto no comunica.
Las peleas para escribir un documento y consensuarlo, no tienen que ver con la precisión que buscan sino con la noción de texto sacro; eso me recuerda a los fundamentalistas religiosos discutiendo sus libros sagrados, donde en cada coma se juegan la vida porque la palabra es más importante que la vida misma y la exégesis una tarea de los iluminados.
Las instituciones de los mamertos son más que sus sueños y muchas veces, su negación. Por eso la militancia se vuelve una solución y a la vez un problema. Una solución porque los junta, les permite compartir debates y cafés, sueños y tareas por el mundo soñado. Pero les afecta porque las instituciones son alienantes y, las de la izquierda, tienen mucho de iglesia. La institución mamerta no se mueve, por definición, haciendo imposible que el cambio que buscan los mamertos, en parte al reproducir las lógicas de poder de las instituciones que dicen combatir. Solo cuando se supere la organización mamerta hay movimiento.
En algunas parroquias de la iglesias de la izquierda (subrayo: algunas parroquias), los debates éticos más que éticos son de moralistas: sobre la sexualidad o las drogas; tienen un santoral que colocan en sus oficinas como fotos de apóstoles: Marx, Ché; ven a sus antiguos miembros de la misma manera que ve la iglesia a los excomulgados; la idea de martirio del Jesús entre los cristianos y de varios entres los musulmanes y judíos se repite como paradigma de la revolución.
El profeta de la umma musulmana, el pastor de las ovejas cristianas, el empresario de la empresa ascendente, el burócrata de la tecnocracia, se mezclan en un ser que hace las veces de líder y que por definición es (casi) infalible; los cánticos y los lemas son absolutos, como los textos sagrados: el dogma es el refugio del creyente y del mamertismo.
Dios es remplazado por el pueblo, la voz del pueblo es la voz de Dios y viceversa. Por eso no hay razones siempre en sus acciones, hay actos de fe: fe en la iglesia, es decir, en las instituciones. La verdad de los dioses se encarna en la verdad del Partido (el que sea), la enajenación de la religión se reproduce en unas siglas. Podríamos decir que el aparato organizativo es el opio del mamerto.
Las iglesias aman a sus fieles, no a los creyentes en abstracto. Las organizaciones aman a sus militantes, no a sus amigos, ni a sus “compañeros de viaje”. La misa tiene un orden, como la revolución. Revolucionar la misa es un sacrilegio y dudar del orden revolucionario, también. A veces la sociedad misma es una iglesia, es el caso de las reglas de “Jantelagen” de las sociedades nórdicas (que aquí no alcanzo a explicar).
Los jóvenes mamertos, de todas las siglas, han heredado lo peor de nosotros (nosotros, que no hicimos la guerra ni hemos hecho la paz): les entregamos la iglesia, vacía, pero les dejamos muertos a los dioses (aunque, siendo justos, muchos jóvenes han elegido ser mamertos voluntariamente). Más mamertos y menos mamertería, podría ser una salida, más personas críticas y menos iglesias; crear una organización sin el “ismo” del mamertismo.
Pero, por pudor, nosotros, los mamertos de iglesia, no podemos decir cómo debería ser nuestra muerte política, sino que lo deben decidir los mamertos dispuestos a dinamitar la iglesia de la fe para abrazar su propia causa, genuina, resplandeciente. Los jóvenes tienen que vacunarse para no caer en lógicas políticas que nieguen su legitimidad, inventen vanguardias y sirvan de excusas para caza de brujas.
PD: Le he dicho a unos amigos que preparen la diatriba contra mí: la condena pública, la lapidación que piden los textos sagrados, el deseo de cortar la lengua del blasfemo, la acusación de apostasía y la petición de la hoguera. De este modo, todo estaría consumado.
Publicado originalmente en Las 2 Orillas