Víctor de Currea-Lugo | 19 de octubre de 2016
Después de más de seis meses de espera, el Gobierno y el ELN retomaron la promesa que le hicieron al país de una fase pública de negociación. Más allá de los cambios en los equipos y de los pasos para destrabar el proceso, la instalación de esta nueva mesa suma a la ola en favor de la salida negociada al conflicto armado.
Los eventuales ajustes en el acuerdo de La Habana tomarían un tiempo que permite mantener la idea inicial de dos mesas de negociación, pero un solo proceso. Tanto en el texto de la agenda Gobierno-ELN (hecha pública en marzo pasado) como en reiteradas declaraciones, las mesas deberían buscar la complementariedad y no la competencia. Las dos mesas confluyen en aportar, desde diferentes miradas, a la construcción de paz en un mismo país.
Pero esa complementariedad es un asunto de agendas, no de relojes: el ELN ha rechazado hacer una “negociación express”, pues la tarea del ELN no es remendar los acuerdos de La Habana. No se puede pedir que el ELN se pliegue a la agenda de las FARC, así como las FARC no se plegaron a la agenda del ELN; hay que reconocerle a cada uno su particularidad como actor político.
Me decían tanto Antonio García como Pablo Beltrán, que ellos no firmaron en La Habana, entonces ¿Por qué obligarlos a un proceso del que ellos no hicieron parte? Que las FARC lo hayan hecho primero no quiere decir que lo hayan hecho mejor, ni peor. Que el gobierno haya firmado con ellos no quiere decir que sea la única alternativa: el ELN está creando su propia dinámica, con una lógica diferente de participación a la de las FARC. Incluso, esa nueva mesa permite revisar otros temas como la paz urbana y el medio ambiente, entre otros.
Para salvaguarda de las dos mesas, así como para permitir la implementación del acuerdo Gobierno-FARC, se requiere la incorporación del ELN al cese de hostilidades, avanzando hacia una tregua multilateral, lo que además redundaría en la legitimidad de las negociaciones.
Un intento de avanzar mediante acuerdos parciales (como fue el de desminado con las FARC) podría servir para construir certezas de paz, sin la fatalidad del todo o nada del “nada está acordado hasta que todo esté acordado”. La idea es garantizar unos cambios básicos, mínimos, (según palabras de Pablo Beltrán) fruto de la participación social, que den paso a la dejación del uso de las armas por parte del ELN.
La movilización social que se ha dado en defensa del acuerdo de La Habana, debe también respaldar la voluntad de paz de la mesa Gobierno-ELN, teniendo en cuenta la conciencia creciente que una paz completa requiere de todos los actores del conflicto armado.
Y, en último lugar, lo más importante: la participación de la sociedad. Según Jesús Santrich y Enrique Santiago, miles de las propuestas enviadas a La Habana no fueron examinadas. Además, la metodología de participación fue más una serie de momentos que un proceso. Pero debe entenderse que la participación para el proceso de La Habana fue fruto de ese momento político.
En el caso del ELN, se plantea ir más allá, avanzando hacia un gran dialogo nacional donde la sociedad políticamente activa decida tanto los temas como los mecanismos de su propia participación. Así, la bilateralidad se rompe para dar paso a una multiplicidad de voces a las que no hay que temer, salvo que uno le tema a la democracia. La complejidad de ese reto no debería ser una excusa para su negación.
Otro aporte que puede hacer la nueva mesa, tiene que ver con algo poco mencionado y esencial para que la paz sea sostenible y duradera: avanzar hacia la creación de una nueva cultura política, en la que las nociones de democracia, ciudadanía y derechos humanos no sean frases vacías.
El reto está en que la nueva mesa entienda que la participación no sería solo de unos académicos, algunas ONG, ni de algunas vocerías de las manifestaciones. Se requiere abrir la puerta a todos, recordando la noción de “sancocho nacional” que planteaba Jaime Bateman, pues una alternativa a la exclusión no puede basarse en la exclusión.
Tal vez si la participación social por la paz, después al plebiscito, hubiese sido antes del 2 de octubre, el resultado habría sido diferente. La participación como proceso permite ir midiendo, día a día, la percepción social, es decir: es un plebiscito permanente que legitima el proceso.