Hasta ahora, uno de los grandes orgullos del proceso egipcio que arrancó en 2011 era el camino recorrido: la voluntad de millones expresada en las plazas de manera pacífica se imponía sobre la violencia y las redes clientelistas de los poderosos. Las otras dos cosas que enorgullecían a los egipcios eran haber tumbado a un gobierno de más de 30 años en menos de 20 días —el de Hosni Mubarak— y haber realizado las primeras elecciones democráticas de la historia en 2012. En junio de ese año, Mohamed Mursi se convirtió en el primer presidente elegido democráticamente desde el derrocamiento del rey Faruk en 1952.
Hoy, el mubarakismo (su forma de hacer política y sus seguidores) sigue presente en Egipto, el presidente elegido fue depuesto por los militares y la violencia se impuso como forma de resolver la crisis. Nunca se sabrá el número exacto de muertos: el Gobierno reconoce más de 600, mientras los Hermanos Musulmanes hablan de 2.500. Según fuentes médicas de la concentración, murieron más de 3.000 personas.
Las viejas élites del poder han tenido momentos de auge reciente: en las elecciones de 2012 sacaron 12 millones de votos; luego apoyaron las protestas (por demás justas) contra Mursi a lo largo de 2013. Hoy han recibido varios ministerios. Por su parte, el ejército mantiene su dominio en el actual gobierno: el general Abdul Fatah al Sisi es el real poder detrás del presidente Adly Mansur. Los militares siguen siendo los dueños de las grandes empresas egipcias e, incluso, cinco ministerios y 15 gobernaciones quedaron en manos de antiguos uniformados.
El gobierno promilitar, instalado a comienzos de julio, declaró desde su primer día la persecución a los Hermanos Musulmanes y la censura a medios de comunicación de la oposición. Luego desarrolló un doble rasero: apoyar las marchas a favor de los militares y reprimir duramente las marchas en contra. Mursi fue arrestado sin el debido respeto a sus derechos. Después, la policía obtuvo autorización para detener personas, aun sin orden judicial, y se suspendió la inviolabilidad del domicilio. Finalmente se estableció un toque de queda y el estado de excepción.
Estas medidas fueron, en parte, posibles gracias al apoyo al golpe expresado por un sector de la sociedad y por instituciones tan relevantes como la Universidad de Al Azhar e incluso el partido de los salafistas, Al Nour. Aunque lo más importante fue la instrumentalización del rechazo de millones de personas a la gestión de los Hermanos Musulmanes en las calles egipcias. En ese contexto se da la masacre del 14 de agosto, en la que varios periodistas extranjeros fueron detenidos y sus archivos destruidos.
A las marchas del 16 de agosto, a de los Hermanos Musulmanes se sumó un grupo de laicos, izquierdistas y de liberales que, sin bien no compartieron la forma de gobierno de Mursi, rechazan la violencia y las masacres. Muchos jóvenes pintaron su nombre sobre su cuerpo para que sus familias los pudieran identificar en caso de morir. Y algunos de ellos terminaron entre los 95 muertos que dejó el “Viernes de la Ira”. Uno de ellos decía: “No estoy aquí por Mursi sino por mis hermanos asesinados”.
Luego de la masacre del 14 y del Viernes de la Ira el nuevo gobierno se agrieta: Mohamed al Baredei, vicepresidente y Nobel de Paz, renunció a su cargo en señal de protesta por la violenta operación militar que tiñó de sangre a varias ciudades del país. Antes, el partido salafista le había retirado su apoyo al Gobierno, así como el imán de la Universidad de Al Azhar.
Un país con rabia
La polarización de la sociedad egipcia, que se ha visto con mayor fuerza en las calles de El Cairo, se expresa no sólo en palabras, también en hechos violentos. Hay voces desde el sector progubernamental que encuentran una explicación al golpe contra el mandatario en el riesgo de islamización por parte del presidente Mursi. También explican que las acampadas por parte de los Hermanos Musulmanes representaban un creciente riesgo para la seguridad del país.
Entre la oposición crecen las voces que llaman a una opción violenta frente al gobierno tutelado por los militares. En respuesta a la masacre, los manifestantes respondieron con ataques a escuelas, edificios públicos y hasta iglesias coptas. La rabia se impone en las calles egipcias. Pero es injusto tratar de excusar en la mala gestión de Mursi tanto el golpe militar del 3 de julio como la posterior masacre. Ni la negación del resultado electoral ni la violación a derechos humanos pueden darse hoy en ese país sin pagar un precio elevado en términos de legitimidad.
Debajo de las ruinas queda algo de fe en la movilización social que tumbó a Mubarak en 2011, que hizo una elecciones democráticas en 2012 y que cuestionó la gestión del presidente Mursi en 2013. Esos tres hechos se alimentaron de las protestas callejeras. Por eso es tan doloroso el ataque al campamento de Rabaa al Adawiya. Esa embestida violenta significa la negación de la plaza pública, el espacio político por excelencia de la sociedad egipcia de hoy, luego de las protestas de 2011 y sobre todo después de más de 30 años de un gobierno autoritario y excluyente.
De la comunidad internacional no se debe esperar mucho. A Estados Unidos le importa poco la vida de los egipcios, por eso hace un gesto que no pasa de ser puntual e insignificante: suspender unos ejercicios militares, pero manteniendo la ayuda económica al ejército. Para Obama no importa quién gobierne Egipto, mientras sea funcional a su agenda y no represente un peligro para su gran protegido: Israel.
Algunos gobiernos de la Unión Europea han llamado a los embajadores egipcios ante sus respectivos países, pero, más allá de hechos protocolarios, no harán más. Arabia Saudita declaró su apoyo al gobierno de Egipto enmarcando sus acciones en la cacareada “lucha contra el terrorismo”.
El gran reto es recuperar esa parte positiva de la historia reciente, deshacer las caóticas últimas siete semanas estableciendo canales de diálogo y reconociendo los argumentos del otro, en una sociedad hoy por hoy enceguecida en amores y odios. La clave podría estar en volver a las banderas de unidad de enero de 2011, más allá de las banderas de los militares y de los propios Hermanos Musulmanes.
Publicado originalmente en El Espectador