Los llamados a desplegar acciones militares contra Venezuela, no tienen asidero en el derecho internacional, salvo para ser condenados desde la noción jurídica de “delito de agresión”. Eso no es un aplauso al Gobierno de Maduro, ni una negación de la crisis actual que sufre Venezuela, sino una realidad jurídica.
El primer escenario requiere la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU, lo que ni siquiera se ha discutido para el caso venezolano. El segundo pues es menos justificable, ya que Venezuela no ha atacado militarmente a ningún otro país.
Ahora, desde el punto de vista moral se dice que los Estados no deben permanecer pasivos frente crímenes en sus Estados vecinos, pero desde el punto de vista jurídico (art. 2,7, Carta de la ONU) la llamada “intervención humanitaria” no tiene cabida en el sistema de la ONU, aunque esto último se discute al entender que una violación masiva y sistemática de derechos humanos no es simplemente parte de, como dice la Carta de Naciones Unidas, “asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados” (artículo 2,7) sino que corresponden a problemas internacionales, como fue el caso de la masacre de Ruanda; pero es curioso que otros crímenes sistemáticos y masivos (como la muerte de líderes sociales en Colombia) no son materia de la misma preocupación por parte de la comunidad internacional.
Una cosa es una acción con mandato del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (caso Timor, Libia o Mali): al agotar las vías pacíficas contempladas en el capítulo VI de la Carta, se pasa al capítulo VII que permite las medidas coercitivas. Y otra cosa, muy distinta, es una acción militar de un país, sin mandato de la ONU y sin respaldo del Consejo de Seguridad, alegando para legitimar su acción únicamente necesidades humanitarias imperiosas (caso Irak en 2003), que es como se presenta el concepto de “intervención humanitaria”.
Una acción militar de un Estado o un grupo de Estados contra otro, sin mandato de la ONU y sin que sea la respuesta a una agresión, no constituye un “derecho” de intervención a la luz de la Carta de la ONU, sino una agresión (esta sí) contra la paz internacional (de facto, aunque el Consejo de Seguridad dijera lo contrario) contra la cual el Estado atacado podría hacer uso de su derecho de legítima defensa (art. 51, ONU).
Vale aclarar que tampoco existe en el derecho internacional las bases para hablar de la “guerra preventiva”, excusa que, por ejemplo, ha presentado Israel para violar de manera sistemática las normas internacionales.
¿Qué hacer entonces ante una violación sistemática de derechos humanos o frente a un conflicto armado no internacional pero que constituyen una amenaza a la paz internacional? Pues correspondería, en derecho, al Consejo de Seguridad tal definición y a los Estados partes colocar tropas al servicio y bajo mandato de la ONU para restablecer la paz (art. 43, ONU). Vale también precisar que, basados en el derecho internacional, Venezuela no tiene un escenario que permita hablar de un conflicto armado interno.
La otra posibilidad es hablar desde fuera del sistema de la ONU; en tal caso tenemos dos opciones: a) actuar a “nombre de la ONU, pero sin la ONU”: ante el bloqueo del Consejo de Seguridad, algunos Estados deciden “interpretar” el Consejo de Seguridad y actuar en su nombre, lo que no deja de ser una ilegalidad, aunque puedan alegarse argumentos de legitimidad basados en el derecho internacional de los derechos humanos, y b) actuar contra el sistema de las Naciones Unidas, realizando un ataque que, en las definiciones de la Corte Penal Internacional, corresponde claramente al crimen de agresión. En ambos casos se estaría actuado contra el derecho y contra la arquitectura de la ONU. A largo plazo, la alternativa es modificar el sistema de la ONU.
Pero ¿qué hacer ante una violación de derechos humanos de un país mientras la ONU se reforma? Por supuesto, esta pregunta parte de la aceptación de que los estados deben “hacer algo” y que ese algo debe además ser efectivo (por ejemplo, los casos de Ruanda y de Camboya) y debe trascender lo humanitario para llegar a lo político. Pero, en el campo de lo humanitario, ¿cómo garantizar la protección de la ayuda cuando tal ayuda es atacada y cuando todavía no existen medidas internacionales para sancionar tales infracciones? (caso Somalia, 1992).
Sabiendo que la respuesta formal no llena las expectativas, la pregunta final es: ¿cómo aceptar la guerra precisamente para evitar la guerra? y si así fuere ¿cómo diferenciaríamos la guerra justa de la injusta? y por último si llegásemos a este nivel ¿cómo ser humanitarios también entonces con los injustos?
Desde los años ochenta, se ha puesto en circulación la idea del derecho de “injerencia humanitaria” que ha tenido gran repercusión mediática debido precisamente a su ambigüedad, como dice Françoise Bouchet-Saulnier. A esta confusión ha contribuido, además, el uso cada vez mayor del término anglosajón “intervención humanitaria” que no es exactamente lo mismo que la injerencia, pero que se usa como sinónimo.
Como sugiere Yves Sandoz, la expresión “derecho de injerencia” es una contradicción en los términos pues si tienes derecho a algo, no se constituye en una injerencia; y si constituye un acto de injerencia, como noción contraria a una invitación o a una facultad autorizada, pues es contraria al derecho. En cualquier caso, parece claro que el ejercicio del “derecho de injerencia” o de “intervención” en la práctica reciente de los Estados y las Naciones Unidas, aunque invocando razones humanitarias, ha tenido más de intervención política que otra cosa.
Así las cosas, el problema es que el derecho internacional, más allá de sus vacíos y de sus precisiones, sigue siendo un arma arrojadiza de los unos contra los otros, y es, como diría Thomas Hobbes en el Leviatán: “los pactos sin la fuerza de la espada, son solo palabras”.
Urge pues un derecho internacional fuerte, que trascienda su papel de ser simplemente recomendaciones, un derecho penal internacional que sea universal y no solo aplicable a los más débiles, y con un sistema de la ONU esquizoide (donde el Consejo de Seguridad tiene el poder, aunque la Asamblea General diga cualquier otra cosa), pues hablar de atacar a Venezuela es, ante todo, una maniobra política y de ninguna manera un mandato jurídico.
Publicado originalmente en teleSUR