Víctor de Currea Lugo | 17 de diciembre de 2018
Un viejo tolimense que recorrió los caminos de la guerra recordaba que su más apasionada pelea no había sido en los campos colombianos sino a los doce añitos, cuando se agarró a puños en la parte posterior del colegio con su mejor amigo porque el muy atrevido osó decir que el Niño Dios no existía.
Hoy la inexistencia del niño Dios es tan obvia para mi sobrino, de catorce años, -ya hasta sabe que este año le van a regalar unas medias rojas- como la existencia de Shakira o la buena salsa del grupo Buena Vista Social Club.
Ya las navidades no son como antes: de niño uno sentía que el tiempo entre una y otra navidad era extenso, largo como la hora del recreo, lejano como la visita de las tías, añorado como el pollo del domingo. Pero hoy no es así, no acabamos de sobreponernos a la crucifixión cuando nos enteramos de que ya nació el niño, ya tiene un diente, ya tiene ganas de caminar.
Las “ofertas navideñas” invaden las vitrinas desde antes que uno termine de pagar las deudas de la anterior fiesta decembrina y “La víspera de año nuevo”, invaden las emisoras desde septiembre.
En casa, los arreglos navideños los hacíamos con un papel de colores (de cuyo nombre no puedo acordarme) recortado en forma de mariposas o de osos polares criollos con las viejas tijeras de modista que guarda mi mamá en la Singer, el árbol –con perdón de los ecologistas- era un chamizo rescatado del potrero más cercano y que terminaba lleno de nieve gracias al algodón que sacábamos al fiado en la droguería de la esquina.
Recuerdo que las luces navideñas eran dos viejas instalaciones que año tras año mantenían su luz celestial a punta de remiendos con cinta aislante, y el pesebre eran una delicadas figuras de yeso, que todavía sobreviven y que materializaban a la sagrada familia.
En las casas vecinas, las tiras de papel fueron dando paso a los arreglos fluorescentes, los árboles son ahora asépticos y fríos arbustos plásticos y faltos de la bella asimetría de los chamizos, y los pesebres cada día avanzan más al punto de volverse un producto plegable al que basta estirar y colocar como un mantel donde aparecen como en un libro animado, José, María, el burro y el buey.
Nosotros, hemos decidido mantenernos fieles por dos sólidas razones: la tradición y la economía (más por lo segundo que por lo primero) y usaremos este diciembre el mismo pesebre incompleto, donde el papel de San José lo hace un viejo San Martín de Porres que estaba en el zarzo de la casa, y el rol de Gaspar se lo encargamos al San Antonio de mi tía solterona.
Este año haremos lo de siempre: comeremos a las siete, veremos televisión hasta las nueve dormiremos de nueve a once, nos despertaremos con la algarabía de algún vecino costeño y con los acordes de “la gota fría” y el Himno Nacional que pondrá algún patriotero, y daremos la bienvenida al niño Jesús, mientras destapamos regalos y saboreamos los tamales con chocolate que prepara “sorpresivamente” mi papá en cada navidad, bostezaremos como símbolo de unidad familiar y nos iremos a la cama a las 12 y 45.
Añoro de verdad las reuniones en torno al pesebre para comer natilla, el prestigio de los Reyes Magos, el olor del pino, el ritual de destapar regalos y el pretexto de la navidad para reconocernos y hablarnos sin los agites de agosto o las angustias de noviembre. También añoro la fiesta de Año Nuevo, mientras suena de telón de fondo en el viejo tocadiscos de Papá que ya “faltan cinco pa’ las doce”.