Por Víctor de Currea-Lugo / 15 de octubre de 2019
En las sociedades polarizadas, atrapadas por el miedo y la incertidumbre, las diferencias hacen fiesta. Y Colombia no es la excepción. Aquí nos han hecho creer que la tensión principal y casi única es entre los expresidentes Santos y Uribe, que el país se lo entregó Santos a las FARC y que si uno critica a la OEA por su postura ante Venezuela es porque uno es castro-chavista. El campo de los amigos de la paz no es la excepción.
El gran éxito del gobierno de Duque, reforzado por algunos asesores del presidente Santos, es haber creado una noción de paz, que no solo es incompatible con lo firmado en los acuerdos de La Habana sino incluso, con las más tibias nociones de paz presentadas por los académicos más ingenuos.
El acuerdo que se firmó en La Habana no es la Paz (así con mayúsculas) sino un proyecto de paz meritorio pero igualmente criticable. Partir del dogma de que “fue el mejor acuerdo posible” es tan ingenuo como decir que los actos humanos no pueden ser perfectibles. No se trata de una narrativa ingenua, se trata de que otros procesos de paz hayan mostrado mayores avances que el de La Habana, por ejemplo, las normas sobre distribución de recursos naturales que se dio en Indonesia y Filipinas, o la participación política en Sudán.
El Acuerdo firmado en Cartagena y luego ajustado en Bogotá, fue la paz que se pudo parir en ese momento y por esos negociadores, un acuerdo para un país con décadas de guerra y millones de víctimas. Pero esa realidad no puede ser puesta, desde una moral lacrimógena, como un obstáculo que impida manifestar desacuerdo alguno.
Ahora, ya por dentro del acuerdo firmado, también hay por lo menos dos miradas: la de quienes creen que la paz es solo una firma y un acuerdo en un papel, y las que insistimos en la implementación. Como me decía un líder social, parafraseando uno de los principios de la negociación: “nada está acordado hasta que todo esté implementado”. Y la discusión sobre los fallos, evidentes y probados de la implementación, no pueden evadirse usando los verbos del acuerdo en futuro, como si el tiempo de cumplir estuviera a años luz y no en el ahora. Si la implementación no es parte del proceso, entonces la paz es solamente notarial.
De igual manera, dentro de los acuerdos hay una serie de promesas, no para las FARC sino para la sociedad colombiana, que van desde participación política hasta la red de electrificación rural. Esas promesas tienen varios problemas, primero: no tienen presupuesto adecuado. Y eso no es culpa del gobierno de Duque solamente, sino que cabe una responsabilidad por falta de previsión del equipo negociador de Santos.
Un segundo problema, es que hay una perversa priorización en lo que debe ser cumplido y en lo que se asume (¡de entrada!) que no podrá cumplirse. Entonces, ¿para qué tantos meses discutiendo y puliendo un texto que no tendría ninguna aplicación? Y tercero, una clara y explícita agenda para la entrega de armas y la desmovilización de la insurgencia, pero no así para los otros puntos del acuerdo, por ejemplo, en materia rural.
Además, debido a la polarización de la sociedad colombiana, la paz (como la entendemos en la sociedad, tres años después de la firma de los acuerdos) no tiene nada que ver con lo acordado sino con el imaginario social y éste, a su vez, depende de la manipulación que hacen los medios de comunicación, los cuales leen muy bien la ausencia de lectores del documento firmado. Y esa lógica, desafortunadamente, ha venido afectando los sectores a favor de la paz.
Claro que existe la JEP, la Comisión de la Verdad y una serie de instituciones nacidas de los acuerdos, y que hay unos puntuales proyectos productivos para las personas exguerrilleras (por demás discutibles) pero pretender responder con esto a todas las preguntas sobre la implementación es ingenuo o perverso. Ya sé que dirán que todo proceso tiene complejidades que el observador externo no fácilmente entiende, pero de ahí a asumir ignorancias, hay un gran paso.
En este país de abogados, uno de los grandes errores, fatal por demás, fue creer que la paz era esencialmente un asunto jurídico y no un asunto político. Y, además, en un juego semántico muy propio de nosotros, las tres letras de paz se transformaron en DDR -Desarme, Desmovilización y Reinserción-. El modelo de negociación parece ser: firmamos lo que sea, pero solo se implementará lo que tenga que ver con la desmovilización de la guerrilla.
Sobre las disidencias, solo incluyo unos breves comentarios, más por la obligación de clarificar mi posición y por la machacona demanda de que toca condenar las disidencias para, entonces, poder hablar de paz, como un acto de purificación. Las disidencias son una torpeza política y un error militar, no son alternativa para hacer política y sí será la excusa para más represión y cacería de brujas.
Además, no tiene posibilidad de ganar, cargan con desprestigio ganado por las FARC, arrastran prácticas de verticalismo para con la población civil, enfrentan un gran riesgo de infiltración, y difícilmente lograrán unificar, de verdad, a una variedad de estructuras que van desde quienes no negociaron hasta quienes están narcotizados. Con esas tensiones internas y la gran ofensiva externa en su contra, no van a lograr sino muy poco de lo que se proponen.
En medio de la polarización, hay quienes apoyan la paz, pero están dispuestos a apostar por una derrota militar a los “traidores de la paz”, que es como definen a las disidencias, lo que me parece un contrasentido.
El problema de la paz en Colombia no son las disidencias de las FARC, que era esperable y esperada por cualquiera que haya estudiado otros procesos de paz; sin embargo sugerir la más mínima conexidad entre el tamaño de las disidencias y el incumplimiento del Estado es respondido desde el dogma por parte de quienes hablan de paz, pero invitan a la guerra de exterminio contra las disidencias. No es siquiera un debate de anacronismos y desfaces históricos, sino la simple convicción de que, si ese camino armado no funcionó por décadas, nada dice que ahora sí va a funcionar.
El simplismo de dividir a la audiencia entre amigo acrítico o enemigo, también salpica a las personas que defendemos la paz en Colombia. En esta polarización, no hay un espacio claro para quienes no creemos que esta sea la paz perfecta pero que tampoco apoyamos el retorno a las armas. Y eso ha permitido tener algunas voces autorizadas y otras que no lo serían, lecturas sesgadas pero validadas de los acuerdos, temas vedados (como el de la doctrina militar o el paramilitarismo, o el asesinato sistemático de líderes sociales) o acusaciones veladas que rayan en el estigma. O se está totalmente a favor de la paz así o se está en contra del acuerdo y de la paz.
El avance de la extrema derecha es por varias razones, pero decir que es por no acercarnos a un tibio centro de una paz light que no puede o debe cuestionar o criticar, porque para detener al uribismo debemos hacer concesiones de todo tipo sobre la paz, son dos ideas que no entiendo y, por tanto, no puedo compartir. Los que niegan los acuerdos no son quienes los critican para defenderlos, sino quienes hacen de todo para bloquear su implementación.
Creo que los enemigos de la paz se frotan las manos, como diablillos traviesos, cada vez que toda crítica al proceso de paz es presentada como un apoyo frontal a las disidencias, todo cuestionamiento a la implementación, como un reclamo desde la ingenuidad política, y todo matiz a los alcances de la negociación como si fuera una crítica a los negociadores. Así, pasamos de ser activistas críticos de la paz a comité de aplausos, a riesgo de ser presentados como radicales, colaboradores de las disidencias y enemigos de la paz.
Publicado en: https://redepaz.org.co/el-falso-dilema-de-la-paz-ddr-o-la-disidencia/