Víctor de Currea-Lugo | 20 de agosto de 2020
En la breve caverna de la pandemia, aprendimos a prescindir de lo prescindible; los trajes lujosos y las apariencias pasaron a un segundo plano. La “teoría” quedó aparcada, para darle paso al pragmatismo frente a la realidad, pero solo por unos días. Luego volvió la perorata de las palabras como zumbidos de insectos en el amanecer. Así hemos sobrevivido por semanas. Esa toma de conciencia fue como un amor de verano: una bonita locura pasajera, que no llegará a la post-pandemia.
La crisis nos mostró además que vivimos en una sociedad de la apariencia, donde muchas personas de las altas clases sociales terminaron evidenciando su precariedad, su incapacidad de llegar a fin de mes. Una sociedad construida sobre la farsa y la mentira, que se han ido desnudando con el pasar de los días de la pandemia.
Pero no creo que el virus traiga consigo el fin del neoliberalismo, ni mucho menos el fin del capitalismo. Eso no es más que otra proyección paradisíaca como la que nos han prometido todo los ismos, todas las iglesias y todas las ideologías. Afirmar que la sociedad post-pandemia va a ser mejor que la actual es solo un acto de fe envuelto en mucha ingenuidad. Esta crisis es un fallo del capitalismo, pero no es su mortaja.
Cuando salgamos de la caverna de la cuarentena, los estadios volverán a llenarse y los clubes de fútbol pagaran de nuevo millonadas por un jugador; las Fuerzas Armadas seguirán siendo la prioridad y la salud seguirá como la cenicienta. El error está en pensar que el ser humano es racional, cuando la historia realmente nos muestra que nos movemos por pasiones, que nos distorsionan lo bueno y lo malo, por eso el mundo elige como elige.
Frente la crisis financiera de hace más de una década, todos los gobiernos del mundo (salvo Islandia) corrieron a salvar a los bancos y abandonaron a la gente. Eso generó hambre y desigualdad, pérdida de empleos y de viviendas, migraciones y suicidios. Estas consecuencias también las producirá la pandemia, pero es ingenuo pensar que ahora los grandes empresarios, apoltronados en todos los gobiernos, van a actuar diferente.
Una sociedad donde un sector ortodoxo de la izquierda, en vez de actuar se dedicó a la especulación sobre conspiraciones, a narrativas anti-científicas, a explicar todo únicamente desde las nociones de bio-política, armas biológicas y complots, figuras que por un momento reemplazaron al imperialismo como única causa de todos los males. La bio-mamertería va desde el desprecio a la ciencia hasta afirmar que el virus es una creación cultural que, en realidad, no existe.
Tuvimos una pequeña esperanza con la revaloración de las pequeñas cosas, el reciclaje de lo que antes iba directo a la basura, los reencuentros familiares que facilitó la cuarentena, la preparación de alimentos a partir de lo que se tiene. Claro, todo esto aplica en un sector de la sociedad, no en todos, en el que tiene algún recurso. Incluso, esto preocupa al mercado porque dejamos de comprar cosas innecesarias, de esas que nos llenaba (y nos sigue llenando) el mercado para alimentarse.
Incluso, nuestro miedo al Tánatos, nos empuja a una supra-producción en medio de la cuarentena, porque no queremos morir, queremos trascender. Ya que, potencialmente, no podemos aumentar nuestros días, le aumentamos horas a los días acrecentando la producción. Y, también, por eso, nos engañamos creyendo que seremos mejores después de la crisis. Pero saldremos a depredar, para recuperar el modelo económico de producción que contribuyó a la crisis. No aprenderemos.
La famosa tendencia a ver conspiración en todo también terminó desnudándose (especialmente esa que tanto defiende la bio-mamertería), aunque pose de que la pandemia le dio la razón. Cualquier encierro de la biología sobre el ser humano, ya es visto como un ejercicio de poder; todo lo ven como una pelea entre un libertario que no existe y un mecanismo de poder bio-político.
La extrema derecha, por su parte, insiste en que hay que abrir el mercado que es lo importante, tanto en Colombia como en Estados Unidos y Brasil. Las nociones de enajenación y de plusvalía siguen determinando nuestra vida. Si la pandemia no ha logrado que la gente entienda (la que puede quedarse en la casa y no tiene que salir a buscarse la vida) que debe quedarse encerrada, mucho menos logrará cambiar su visión del mundo. El discurso de la ética del cuidado es solo eso: un discurso.
Sin duda que el virus puso a pensar a la gente, pero a la gente que piensa, que tiene tiempo y posibilidades de hacerlo; mucha otra gente solo reacciona. El virus no es el maná que cae del cielo para que seamos mejores, ni la vacuna contra la insolidaridad. Es más bien un espejo que amplifica nuestras caras. La pandemia no cambia la gente, como el poder, solo amplifica lo que llevamos dentro.
¿Y la post-pandemia para los de ruana?
Pero no nos borraremos de la faz de la tierra. Máximo moriremos algunos millones, no más. Mala noticia para las demás especies. Lo cierto es que los que sobrevivirán no serán ni los más pobres, ni necesariamente los más solidarios. Si Darwin tenía razón, entonces no serán los más inteligentes los que poblarán la tierra de la post-pandemia, sino los que a codazo limpio y pasando sobre los demás lleguen al final.
Fui un convencido por años de que los principios de Rousseau, apelando a la racionalidad, reflejaban una humanidad posible. Hoy pienso que es Hobbes el que tiene razón: el hombre es un lobo para el hombre y esa es la naturaleza humana.
Difícil esperar solidaridad, más allá de ciertos casos aislados, de un mundo que le dio la espalda a millones de refugiados y que cambia su voto por menos de un plato de lentejas. Cuesta trabajo creer que, después de la pandemia, construiremos una sociedad donde los ríos de leche y miel reemplacen a las cloacas del poder actual. No será así, porque la especie humana no aprende, ni en épocas de paz ni en época de crisis. Así nos va.
Es cierto que las desgracias sacan tanto lo mejor como lo peor que tenemos, pero nada dice que la gente cambie después de que pase la desgracia. Por ejemplo, la defensa de la salud pública, en la pandemia, no es fruto de la conciencia sino del miedo, y cuando pase el miedo volverá a desaparecer tal defensa. El oportunismo está en los genes.
Me contaban de un dirigente español que un buen día dejó de publicar cosas. Cuando le preguntaron la causa, simplemente dijo: no hay esperanza de crear un mundo que se parezca un poco al que he soñado y, por tanto, todo lo que yo digo no sirve para mucho. No sé si exactamente así lo dijo o así lo quiero recordar, como recuerdo al poeta Cernuda cuando decía “las palabras no sirven, tan solo son palabras”.
Los ismos de todos los colores y formas siguen invocando un ser humano que cumpla a la perfección con los estándares por ellos impuestos, desde su pretendida superioridad moral. Por eso se igualan a Floki, en la serie Vikingos, cuando decía “le fallamos a los dioses porque nos portamos como humanos”.
De la derecha y de la extrema derecha queda poco que esperar como lo dijo Roque Dalton hace muchos años “no hay que olvidar que los menos fascistas entre los fascistas también son fascistas”. Pero del centro y de la izquierda se siguen cargando ramas que no dejan avanzar: el estalinismo, el dogmatismo, el purismo, la salvación, el lenguaje políticamente correcto y las interminables discusiones semánticas que no llevan a ningún lado y ni siquiera producen placer alguno.
Y claro, finalmente, esas fuerzas alimentan y se alimentan de una sociedad y en esa sociedad es donde está el problema. Somos premodernos, la humanidad es premoderna, pero la sociedad colombiana lo es aún más. Los mitos, la calumnia, la percepción son la regla. Nos limitamos a leer el título y lo leemos mal. Sacamos a relucir más el miedo que el amor, desesperadamente nos refugiamos en la familia como la mafia siciliana, nos encantan las redes clientelares como a la mafia rusa y nos creemos del pueblo elegido como los sionistas israelíes.
No fuimos mejor durante la pandemia y no lo seremos cuando acabe, las hordas que aplaudían la quema de infieles siguen estando presentes, el afán de mirarnos el ombligo y creernos superiores sigue estando en la agenda, la maldad de la trampa y del engaño al otro sigue siendo la regla. Un amigo ya muerto solía decir que en Colombia pasan cosas graves, pero no cosas serias. Y como dijo Frank Kafka “hay esperanza, pero no para nosotros”.
Creo que el problema es uno solo: presumimos que el ser humano es moderno, que obedece a la razón y que llegó a una edad adulta y que se porta como tal. A pesar de la moda francesa de la posmodernidad, lo cierto es que somos premodernos.
El mito lo explica todo, las deidades y los demonios siguen vivos y decidiendo por nosotros. Nietzsche se equivocó: Dios no ha muerto, el ser humano lo resucita cada vez que lo necesita, y ahora más en tiempo de pandemia. Nos atrincheramos en lo que somos, resistentes al cambio, poseídos por la arrogancia de la fe y los ismos. El problema no es la pandemia, ni la ciencia, ni siquiera el mito; el problema es el ser humano.