Víctor de Currea-Lugo | 10 de marzo de 2021
Luego de las noticias sobre el bombardeo en Guaviare, vuelven los debates jurídicos. La referencia al “Derecho Internacional Humanitario” hace pensar a muchos que ser humanitario es, por ejemplo, ayudar a pasar viejitos en los semáforos y que ese es el núcleo de esas normas. Dolorosamente no es así: hay que aceptar que la definición más adecuada sería “derecho de la guerra” con todo lo que eso conlleva.
En cuanto son reglas de la guerra, estas no buscan prohibirla, sino regularla y, por tanto, acepta la posibilidad de desarrollar actos contra el enemigo dentro de unos límites, que se conocen como actos de guerra u hostilidades. Por eso, hay manuales de hostilidades, es decir, de cómo conducir las acciones dentro de la batalla.
Esos actos de guerra implican, por ejemplo, el ataque a “objetivos militares” tal y como lo definen las normas del DIH. El derecho humanitario realmente valida el ataque a objetivos militares, diferente a la colombianización de declarar objetivo militar a las personas.
Actos y crímenes de guerra
Aceptar el DIH implica entonces aceptar el desarrollo de actos de guerra; lo que no se puede hacer es invocarlo cuando el combatiente que ataca es amigo y negarlo cuando el combatiente que ataca es nuestro contradictor (en fin, la hipocresía).
Como dice una publicación del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), que es el gran promotor mundial del DIH: muchos actos que en tiempo de paz parecerían terrorismo, en tiempos de guerra son actos reconocidos como lícitos por el derecho internacional. Ahora, una cosa es un acto de guerra donde se ataca al enemigo de acuerdo a unos límites establecidos claramente, y otra cosa muy distinta es un crimen de guerra.
Los crímenes de guerra aparecen descritos de manera explícita en el DIH y, por ejemplo, se han recogido por la Corte Penal Internacional en su estatuto. En el caso colombiano, el Código Penal reconoce a partir del artículo 135 una serie de delitos que reflejan el derecho humanitario.
Estos delitos no pueden ni deben matizarse de acuerdo con intereses políticos. Dicho de otra manera, un acto de guerra o un crimen de guerra no es aquello que nos parezca, sino lo que reconoce como tal el derecho.
Pero los principales problemas que tenemos en Colombia son que creemos saber de derecho humanitario y que convertimos nuestra opinión en un mandato jurídico. Otro problema, que ameritaría mayor desarrollo, son las peleas semánticas en las que se confunde: hostilidades con crímenes de guerra, se habla de «participación indirecta» o se nombra objetivo militar a las personas.
Lo sucedido en Guaviare puede obedecer al ataque a un “objetivo militar lícito”, pero no por ello explicable solo de manera mecanicista como si el DIH diera cuenta de todas las respuestas de un conflicto social y armado. Por eso, hay debates que deben darse más allá del derecho y de una mirada legalista, especialmente, cuando hablamos de guerra y de paz.
Vale mencionar que uno de los graves errores de la propuesta de “paz con legalidad” del Gobierno es insistir en que eso que hemos llamado PAZ es única y exclusivamente resultado de un análisis jurídico, pues, esa juridificación de la paz ha producido más trabas que soluciones. Hacer la paz desde el Código Penal no solo es un exabrupto, sino una perversión.
La Cláusula Martens
Volviendo al DIH, hay un principio que es fundamental para el análisis y la interpretación de cualquier caso concreto: la Cláusula Martens. Esta dice que «en los casos no incluidos en las disposiciones (…) las poblaciones y los beligerantes quedan bajo la protección y el imperio de los principios del derecho internacional, tal como resultan de los usos establecidos entre naciones civilizadas, de las leyes de la humanidad y las exigencias de la conciencia pública». Este principio está incorporado en el Protocolo II, aplicable a nuestra guerra y los debates sobre sus consecuencias.
Las leyes de la humanidad y la conciencia pública mayoritaria en el caso colombiano ya han rechazado la instrumentalización del DIH para bombardear sitios donde se encuentran menores de edad; así fue la expresión general cuando el bombardeo de niños sucedido en Caquetá en 2019.
Resulta paradójico que el Gobierno no acepte el conflicto armado y quiera limitar todo a la “guerra contra el terror”, pero ahora sí usa categorías del derecho humanitario para justificar un suceso militar.
Si en Colombia no hubiera un conflicto armado, tal como sugiere el uribismo, entonces, todas las acciones cometidas por los militares podrían ser crímenes ya que no habría tampoco objetivos militares. En ese caso, estaríamos en el marco de los derechos humanos solamente (y no del DIH) con lo cual el riesgo de ilegalidad en el accionar del Estado podría ser mayor.
Aceptar el DIH implica que hay actores armados, opuestos al Estado, cuyo accionar puede ser calificado de potenciales crímenes de guerra, pero también de actos de guerra, siendo estos últimos lícitos a la luz del derecho humanitario.
No es un problema de darle ventajas jurídicas a los Grupos Armados Organizados, sino al contrario: de aplicar nuestra Constitución que en su Artículo 214 reconoce la validez jurídica del derecho humanitario y que hace parte de nuestro bloque de constitucionalidad.
Esa conciencia pública, que ya se pronunció contra la práctica del bombardeo a objetivos militares con presencia de menores, sumada a un análisis de nuestro conflicto más allá del DIH, impone al Estado los principios de precaución y de proporcionalidad, también reconocidos en las normas internacionales, por lo que estaría obligado a actuar de otra manera.
Asumir el DIH implica un riesgo y unos retos de los que a veces no somos conscientes. Pero asumirlo como un dogma de fe, sacando la guerra de su contexto y de su historia, es también un riesgo. Aquí hay un conflicto social y armado, y no solo un escenario militar como lo ve el DIH, ni tampoco una guerra contra el terror, como lo ve el Gobierno.
Vuelve y juega en Guaviare
Ya vivimos algo similar. Colombia es una repetición de crímenes: desde el asesinato de candidatos hasta el exterminio de quienes firman la paz, pasando por bombardeos a civiles y por “falsos positivos”. Ya en noviembre de 2019 habíamos vivido un debate similar al actual.
Por supuesto, como se ve en ambos casos, el reclutamiento forzado es un crimen de guerra por parte de las disidencias de las FARC, pero la comisión de un crimen por un actor del conflicto no autoriza a que su contrario haga lo mismo.
Los antecedentes del bombardeo en el Caquetá deberían servirnos para el análisis. Allí «el Ejército con perros persiguió tres niños heridos para rematarlos”, según los lugareños entrevistados por Noticias Uno.
Ahora, como antes, el Gobierno solo da la cara cuando la prensa lo confronta, una semana después de lo sucedido; tanto en Caquetá como en Guaviare el terror silencia a la población, y en 2019 como en 2021 en las redes sociales la extrema derecha defiende la muerte.
Este mismo Gobierno llama ahora a los menores reclutados por las disidencias de las FARC “máquinas de guerra”, como lo dijo el ministro de Defensa, Diego Molano. Este funcionario fue director del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) en el cual debería haber aprendido sobre la complejidad de la vinculación de menores al conflicto armado.
Esto muestra que más allá del debate sobre categorías jurídicas, hay un desprecio por parte del Gobierno por los principios humanitarios, además de un uso instrumental de ellos para justificar actitudes premeditadas. Por eso, creo que el debate no es solo jurídico, sino fundamentalmente político: hay unas decisiones que reflejan la forma cómo se caracteriza el conflicto social y armado colombiano, formas envueltas en leguleyadas para traicionar, precisamente, el llamado a la conciencia pública.