Víctor de Currea-Lugo | 10 de enero de 2024
Si se impone la reparación como una obligación ética y política, ¿qué podríamos decir sobre el esclavismo que comerció personas de África para otras tierras como si fueran animales?
Habría por lo menos tres fases históricas en las que podría hablarse de dicha reparación: el esclavismo de la época colonial, el colonialismo y la explotación en la llamada época poscolonial.
En Accra, la capital de Ghana, se reunieron, en noviembre pasado, cientos de líderes africanos para hablar de un tema que en muchos lugares es tabú y en otros, desconocido: el derecho de las comunidades africanas a ser reparadas.
Cuando hablamos de reparación, no es lo mismo la del esclavismo que la del colonialismo, ni mucho menos la del neocolonialismo, aunque la noción de reparación enfatiza en el primer escenario.
Por eso, el seminario se centró en el esclavismo: en esa práctica de cazar humanos, someterlos y venderlos, para que terminaran en minas o en plantaciones a miles de kilómetros de casa, desarraigados, explotados hasta la muerte y sin posibilidades de volver a sus orígenes.
Hablar del esclavismo
Eso implica poner el tema sobre la mesa. El silencio del mundo por años rayó en la complicidad, incluso frente a temas más cercanos: el Apartheid de Sudáfrica, la expoliación de Congo, el mercado de diamantes en África Occidental, los genocidios de Darfur y Ruanda.
Si el mundo no quiere hablar de estos hechos ¿por qué devolverse siglos en el análisis? Primero porque la descolonización africana tiene menos de un siglo y, además, de otras maneras sobrevive.
Segundo, porque muchas dinámicas africanas han estado al servicio de agendas extraafricanas, desde la guerra del Congo hasta la paz de Sudán. Y tercero, porque hay formas políticas y económicas actuales que derivan de las relaciones esclavistas.
Allí, en Ghana, hay dos castillos que recuerdan la angustia de los últimos días de millones de personas esclavizadas, antes de ser subidas a los barcos hacia un destino desconocido por ellas.
Y esa práctica no sólo constituyó un genocidio, sino que además marcó parte (solo parte) de lo que es África hoy, de cómo la vemos, de cómo percibimos a las comunidades negras, de parte de la diáspora afrodescendiente, esparcida por todo el mundo.
El victimario también ha mutado a lo largo de la historia y con ello su grado de responsabilidad, con lo cual, nace la pregunta ¿quiénes son los responsables de reparar?
Es muy posible que alguien, como holandés, francés o inglés, diga que lo que ocurrió en esa época no dependió de él, pero eso no hace su riqueza menos contaminada de la sombra del esclavismo. Y más que demandar a las personas que reparen los daños de sus antepasados, se pide que los Estados asuman esa responsabilidad histórica.
Sería igualmente injusto reducir los males actuales al esclavismo o a otras prácticas de los colonizadores. Primero, porque si bien hubo un comprador, también hubo un miembro de la comunidad local dispuesto a vender a los suyos.
Segundo, porque la corrupción de hoy no podría explicarse de manera lineal como consecuencia de la esclavitud; y tercero porque, aunque el proceso descolonizador es reciente (años 60 del siglo pasado), resulta simplista explicar de manera unicausal el actual dolor africano.
Parte de la mano de obra para América Latina, de la riqueza para Europa y hasta de las riquezas exhibidas en los museos salieron de África y no puede simplemente decirse que “ya pasó” porque sería injusto con el pasado, pero, sobre todo, porque algunos de los males que vuelan sobre África tuvieron en esas prácticas sus raíces. La devolución de los bienes culturales expropiados, hoy exhibidos en museos, sería un buen ejemplo de reparación.
Debate abierto
Hay preguntas de rigor que requieren más profundidad: ¿Qué debería repararse? ¿Qué se puede reparar? ¿Cómo debería hacerse? ¿Quién debería reparar y a quién? Y cada una de estas preguntas implica una reflexión que pasa por evitar que los países otrora colonizadores se desentiendan del justo reclamo, pero también que los africanos se vean más allá de la condición innegable de víctimas del esclavismo.
La solución no puede ser simplemente la nostalgia de un pasado que no fue, esa no puede ser la alternativa, ni tampoco culpar de todos los males de África a la colonización. Basta decir que Etiopía no fue colonizada y aun así sus indicadores no son esencialmente diferentes del resto de África.
Incluso, podríamos ahondar en debates abiertos como ¿qué es lo africano? Un expresidente sudanés rechazaba la Corte Penal Internacional (CPI) diciendo que “los problemas africanos requerían respuestas africanas”.
Pero eso ¿qué es? El riesgo, por ejemplo, de seguir el modelo de reparación sudafricano, ante el Apartheid, es reducir la reparación al pago de un monto, como si todo fuera un problema pecuniario. Y la reparación desde una noción de justicia universal es posible que requiera una superación de la geografía y de la etnia.
El riesgo de un esencialismo africano generaría problema de diálogos con otras regiones del mundo o, peor aún, con otros proyectos que también podrían caer en la trampa del esencialismo. ¿Es la diáspora africana y sus descendientes tan “africanos” como los locales que permanecen en sus tierras originarias?
Es casi imposible pensar cómo cuantificar el dolor del esclavismo, a lo mejor es inmensurable, pero eso no puede negar la necesidad del reconocimiento, más allá de precisiones históricas, importantes, pero no indispensable en detalle para que los esclavistas (o sus herederos) pidan perdón.
La reparación parece que tiene varias caras, una de ellas es el reconocimiento, otra es entendida como una proyección de la justicia, una más como el retorno de los bienes africanos que duermen en lejanos museos y unos últimos centran la reparación en asuntos económicos, que no pueden tampoco minimizarse con argumentos moralistas. Para la reparación, podría momentáneamente separarse la responsabilidad del Gobierno, de los medios de comunicación, de la sociedad y la academia.
Claro que sería más fácil de cuantificar el daño del poder colonial en el siglo XX y en la fase poscolonial, pero el debate tampoco está circunscrito a establecer escalas de valores según el tiempo que nos separa de los hechos. La reparación es un debate por definición político y anticolonial y podría tomarse como punto de partida el reconocimiento político -en cuanto Estados- del daño infringido.
Otros pocos consideran que la reparación va mucho más allá del reconocimiento y que se debe plasmar en el mecanismo de “No repetición” lo que a su vez no es del todo posible sin que la reparación no vaya hasta la misma emancipación. Pero esa mirada que ata la reparación del pasado con la construcción de un nuevo presente puede pecar de ambiciosamente difícil.
Superar el mito de África
En todo caso, independientemente del camino y la fuerza que tomen los reclamos de reparación, primero debemos superar al africano caricaturizado por siglos, reducido al tambor, peligrosamente homogeneizados bajo la palabra “africanos”, y la tentación de algunos de verlos sólo en cuanto víctimas.
Confrontar la herencia africana, de por ejemplo el esclavismo, no se resolvería con un culto al pasado (que a veces no fue como se sueña) como contrapartida al proyecto europeo. La idealización del pasado no ayuda al realismo político que necesita la reparación.
El norte de África no es negro, pero es igual África. De la misma manera hay que entender que el esclavismo no se ha dado solo contra los negros ni solamente en África, sino en muchas partes del mundo.
¿Es más africano el que conserva dioses milenarios que el que se convirtió al islam? ¿Es más africano el negro del Congo que el árabe de Egipto o el Tuareg del Sahel? Esto hace que el panafricanismo, precisamente una parte desde donde se levanta la lucha por la restauración, tenga problemas. El africanismo como noción y leitmotiv es muy útil, pero dudo mucho que llegue al nivel de encarnar una propuesta política sólida.
En una de las sesiones académicas, uno de los conferencistas, se preguntó en voz alta hasta qué punto la “cultura woke” podría ser un problema para que las comunidades africanas se encuentren como tal, sin esencialismos.
En el fondo, “negro” es una categoría moderna, tan artificial como las de los tutsi o la de los hutus en la guerra de Ruanda, pero desde la cual es posible también dar pasos muy positivos.
La reparación no se debe buscar en el mito del paraíso perdido, ni tampoco en el sujeto afectado, la comunidad negra, sino como un crimen contra la humanidad, lo que permite un debate más allá de la identidad que, en este caso, puede ser más un problema que una solución.
Lo cierto es que hay dos enemigos grandes que acechan a la hora de leer África. El primero, la reducción de su población a su antigua condición de esclavos; y segundo, la idealización de estas comunidades.
Claro, hablar de África implica un camino de espinas y de trampas que incluye la idealización del pasado y la mirada “posmoderna de la África premoderna”. El diálogo sobre el presente y el futuro de África debería estar desprovisto de prejuicios para que pueda ser realmente justo.