Víctor de Currea-Lugo | 19 de junio de 2011
Las revueltas llegaron a las calles de Siria para quedarse. A pesar de las fuertes medidas de represión del régimen de Bashar Al-Assad, las protestas han ido creciendo, así como el número de víctimas. No hay visos de solución de una crisis que ya empieza a discutirse en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas [1].
De grafitis a revuelta
Desde los minaretes de Damasco, como cada mañana, llaman a la primera oración. Así ha sido siempre. Aunque reina el silencio, los rumores hacen su lugar. Se sabe que algo pasa, pero el régimen policial, como un Gran Hermano, lo controla todo.
A comienzos de marzo, algunos jóvenes de no más de 15 años escribieron grafitis contra el régimen en Daraa, pequeña ciudad al sur de Siria, cerca de la frontera con Jordania. No se sabe bien si fue una decisión política o una broma, ya eso no importa. Los jóvenes, nos dicen en Damasco, fueron capturados y torturados: a algunos les cortaron los dedos y a otros el lóbulo de una oreja. Cuando la gente fue a reclamar por sus hijos, las fuerzas de seguridad dispararon, matando a varios familiares. En el entierro de las víctimas se repitió la escena, cerrando las puertas a una salida negociada.
Días después vino la muy anunciada alocución de Bashar Al-Assad en televisión, esperada tanto por las víctimas como por las tribus descontentas, la minoría kurda, los suníes y en general todos los sirios. Bashar defraudó.
En vez de presentar disculpas, prometer castigos, ordenar investigaciones –lo que a juicio de muchos hubiera bastado para retomar la popularidad y frenar más protestas–, Bashar explicó que las manifestaciones eran parte de un complot internacional contra su gobierno, fraguado en el exterior e implementado en Siria por agentes extranjeros. Esta respuesta estatal, en vez de calmar los ánimos, los alimentó.
En los días siguientes, la televisión oficial mostró testimonios y fotos, como prueba de la intromisión extranjera que vendría del lado de Saad Hariri (exprimer ministro de Líbano, oponente de Hizbollah y enemigo de Siria) y de la CIA (ya que los Estados Unidos consideran a Siria como parte del ‘eje del mal’). Es cierto que hay grupos armados, de origen salafista, pero no tantos como el gobierno dice para justificar la represión contra los manifestantes.
“Tiburones asesinos”
Los viernes, luego del rezo colectivo en las mezquitas, las manifestaciones se suceden, cada vez con más fuerza. En una ocasión, seguidores de Bashar esperaron a los manifestantes en buses a la salida de una mezquita, armados con palos y fusiles. Varios grupos estaban compuestos por policías y otros por paramilitares llamados “tiburones asesinos”. Lo cierto fue que la gente les hizo frente: los sirios habían superado la barrera del miedo.
El control de Daraa está en manos de la IV División, bajo el mando del hermano de Bashar. Para la represión se usó personal militar del norte, sin vínculos con el sur. En Damasco, las protestas se limitan a pocos barrios. Pero Damasco no es Siria; es sólo un parte, la más vigilada y la menos activa en la revuelta. De hecho, no se ven militares en sus calles, y si sólo se visita la ciudad vieja, parece una aldea ideal para el turismo, pero sin turistas, llena de avisos de apoyo a Bashar.
La prensa está bajo total control. En el hotel, un periodista turco había sido deportado días antes y tuvo que ingeniárselas para regresar; otro de origen italiano, salió de su apartamento hacia un hotel, luego que su propio arrendador lo denunciara a la policía. Los taxistas son policías o trabajan con ellos, controlando así los movimientos de la gente, en especial de los extranjeros, que no pueden viajar fuera de Damasco y ni siquiera acercarse a los contados barrios de la capital donde se han presentado protestas.
En Damasco, hasta hace pocos días, las protestas apenas se sentían en unos pocos suburbios. Las manifestaciones vienen creciendo, tanto en número como en intensidad. La violencia de Al-Assad parece gasolina que alimenta el fuego, en lugar de aplacarlo. Las acciones del régimen incluyen el asesinato de aquellos militares que se resisten a disparar contra la gente, tal como hizo Gadafi al comienzo de las marchas en Libia.
Resistencia y poder
Recientemente, la violencia dejó de ser unilateral. Según el gobierno, 120 agentes de la seguridad siria fueron asesinados en la ciudad de Jisr al-Shughour en junio de 2011. Las versiones sobre estos hechos se contradicen. De ser ciertas, señalarían un paso más hacia lo que todos temen: la guerra civil. De ser falsas, constituyen una excelente oportunidad para que el gobierno en Damasco insista en lo que ha tratado de vender desde el comienzo: las revueltas no son tales, sino la acción de bandas armadas con apoyo extranjero.
El nuevo símbolo de la resistencia Siria es Jisr al-Shughur, un poblado al norte de la capital, donde los ataques contra la población por parte del ejército no solo produjeron un éxodo de más de 10.000 refugiados hacia Turquía, sino que dejaron más de 1.300 muertos en un pueblo ahora deshabitado.
Siria no tiene petróleo y aprendió a vivir bajo sanciones de la comunidad internacional, lo cual hace hoy al régimen menos permeable a presiones externas. No hay grupos opositores organizados que compitan por el poder con Bashar, ni siquiera dentro de los propios miembros del ejército o de los círculos de poder que han cerrado filas, sin amago de fisura, en torno a la figura de Bashar. Las minorías kurdas fueron neutralizadas al otorgárseles nacionalidad siria.
Desde los minaretes, como en cada atardecer, llaman a la última oración. Así ha sido siempre. Los rumores se hacen cada vez más grandes. Y el Gran Hermano no puede controlarlo todo.
Publicado originalmente en Razón Pública