Víctor de Currea-Lugo | 27 de febrero de 2024
A mi amiga Helena que espera un milagro, allá en Palestina
Otra bomba, otra masacre anunciada pero no esperada, otro hospital arrasado, otro colono sionista gritando muerte a los árabes.
Otra marcha, otro like, otra tendencia en las redes sociales a favor de Gaza, otro día de muerte y el mundo sigue girando como si no hubiera un genocidio en curso. Una noticia que rompe: Aaron Bushnell se inmola.
Algunos seguimos escribiendo, arañando pequeñas donaciones, mirando las noticias y tratando de adivinar el próximo titular. Ya un niño destrozado es solo una imagen del recuerdo o un lugar común del noticiero.
En 2004, en Jerusalén, decíamos que la única esperanza, en ese momento, era Hizbollah. Ahora no vemos otra, además de las acciones de los yemeníes en el mar Rojo. Las marchas no sirven, como no sirvieron en 2003 para evitar la invasión de Irak, ni en 2011 para traer algo de democracia al mundo árabe.
Los políticos y las políticas se llenan la boca hablando de democracia. Todas las frases que usaron a favor de Ucrania ahora se vuelven en su contra, pero la contradicción a nadie asombra y ni siquiera preocupa.
Los sionistas eran más de los que pensábamos y los traidores también. Los filosionistas han salido del closet para mostrar que un genocidio no es tan malo, que el relativismo moral es posible, que la posmodernidad se adueñó del análisis de los conflictos.
Cualquier falta social u otro crimen es más grave que un genocidio, instigar al exterminio de los palestinos se ha vuelto, en algunos círculos políticos y académicos, hasta una posición plausible y políticamente correcta.
Los sionistas dan lecciones de moral, sí, recortan la historia, tuercen la geografía, manipulan la geopolítica, reacomodan las prioridades humanas y ponen al sionismo a la cabeza de todo lo bueno. Y la academia, como una ramera, se revuelca en el barro de la neutralidad y se arropa con la cobija de la objetividad mal habida.
Hay periodistas que solo entrevistan sionistas o, en el menos malo de los casos, “a las dos partes”, eso de entrevistar las dos partes es una postura cuyo tiempo, para mí, ya pasó. Esa “imparcialidad” que hoy se aplica con Palestina, me parece, no se aplicaría en la época de la Alemania nazi: nadie se atrevería a entrevistar a alguien de un campo nazi y, a la vez, a un guardia de las SS, para ser imparcial.
¿Qué hacer? Se preguntaba Lenin hace más de un siglo y ahora seguimos sin respuesta. Las grandes potencias, sabemos, no tienen amigos sino aliados o peones, por eso Palestina poco les importa. Los del medio, esa recua, prefieren un imperio conocido que un pueblo libre por conocer.
Los de la izquierda parecen protagonistas de la película inglesa “La vida de Bryan” en la que es más importante una declaración que una masacre. Y a los líderes árabes se les llenan las bocas hablando de genocidio al mismo tiempo que le venden comida a Israel.
Me asquean los sionistas, pero más los tibios filosionistas, algunos no saben siquiera que lo son, pero desde su arrogante ignorancia creen saber. Hablan evitando palabras políticamente incorrectas como ocupación, genocidio, hambruna, apartheid o limpieza étnica.
No seré complice: Aaron Bushnell
Hay quienes les piden disculpan a los diplomáticos israelíes porque alguien dijo masacre; hay quienes reducen todo a lo militar como si no hubiera agendas políticas, o todo a lo humanitario, como si la hambruna la hubiera causado un tsunami.
¿Se acuerdan del famoso “never again”? pues es ya una frase muerta. Lo fue en Sabra y Chatila, en Ruanda, en Darfur, en Birmania y en Camboya. La humanidad ha fallado tal vez a el mayor consenso del mundo moderno.
Los tibios, los pacifistas neoliberales y los cobardes deberían ponerse a un lado, no estorbar. Igual todos esos “ismos” que recién se enteran de la lucha palestina y solo la citan si les sirve a sus propias banderas, de resto no les sirve.
Se llama genocidio, en el que han excavado mínimo 16 cementerios, en el que han destruido el registro civil para que no queden huellas, en el que han disparado a hospitales de manera sistemática.
Se llama limpieza étnica, en la que han buscado expulsar a los palestinos de Gaza para construir allí otra fase de asentamientos del gran Israel, para el pueblo elegido, al que según ellos y por derecho divino les corresponde desde el Éufrates hasta el mar Mediterráneo.
Se llama hambruna, no solo porque se rompieron las redes de suministro de alimentos, sino porque, además, los colonos y los soldados bloquean el paso de la ayuda humanitaria, porque las tropas destruyen los acueductos y los depósitos de comida.
Se dice apartheid, tal como lo dicen los sudafricanos, que bastante saben del tema, porque Cisjordania es solo una colección de guetos, porque los palestinos son en Israel gente de tercera, porque el mundo tiene claro que hay hasta víctimas de primera clase.
¿Alguien se atreve a citar, sin vergüenza alguna, los Convenios de Ginebra después de Gaza? ¿Alguien se atreve a defender la posmodernidad y el relativismo después de este genocidio? ¿Alguien podrá lavar la cara de la ONU?
Esta todo tan grave que, un soldado activo de los Estados Unidos, se prendió fuego frente a la embajada de Israel en Washington, diciendo: “No seré cómplice del genocidio”. Y afirmó: “Estoy a punto de participar en un acto extremo de protesta. Pero en comparación con lo que la gente ha experimentado en Palestina a manos de sus colonizadores, no es nada extremo. Esto es lo que nuestra clase dominante ha decidido que será normal”. ¿Qué tanto valió la pena su acto? No lo sé, pero reconozco que decidió hacer “algo” en un mundo donde pocos lo hacen. Sus últimas palabras fueron “Palestina libre”.
Prefiero a un Camus, en la trinchera de las comunicaciones, que a un Sartre en los bares del gobierno colaborador. Prefiero un violento antiestético, que a un correcto antiético; prefiero la legitimidad ante el pueblo palestino, que la legalidad ante los ojos europeos.
A la basura la neutralidad sueca, el pacifismo oportunista de los escandinavos, la culpa que guía a media Europa, la desvergüenza de los fascistas y comodidad de los salones de té. Esto pudo decir alguien contra el genocidio de armenios en manos de los turcos, contra el de rohingyas en manos de birmanos, contra el de tamiles en manos del Ejército de Sri Lanka, contra el pueblo de Camboya en manos de Pol Pot. Pero no, no aprendimos; no aprendemos y no aprenderemos.