Víctor de Currea-Lugo (especial desde Siria) | 23 de junio de 2019
El paisaje del norte de Siria, hoy bajo la administración de los kurdos, es, también, un salpicado de campos que mezclan sirios desplazados de la guerra y refugiados que vienen de Irak, además de miles de personas que estuvieron vinculadas al Estado Islámico y que siguen en Siria. Igualmente, en las zonas urbanas, hay decenas de casas organizadas para la recuperación de las personas heridas durante la guerra, es una mezcla entre solidaridad, asistencia social y gratitud. Y finalmente, un fenómeno que es muy llamativo: los europeos que se vinieron a Oriente Medio a participar en las filas del Estado Islámico.
En Kobane también está la escuela “Alan Kurdi”, llamada así en homenaje a quien fuera uno de los kurdos más publicitados, debido a su muerte tratando de emigrar. Allí hasta hace poco había 15 niños huérfanos de la guerra. Recientemente 9 de ellos fueron adoptados y 6 permanecen en la escuela, bajo el cuidado de las instituciones kurdas.
Campamentos de refugiados
Los desplazados en los campamentos son parte de los más de siete millones de sirios que huyeron por la guerra, los refugiados son muchos de los que huyeron de zonas cercanas en Irak, y los europeos, estancados en los campos, son mujeres y niños familiares de combatientes del Estado Islámico. Esto último es una categoría resbalosa pero práctica: incluye a mujeres esposas de miembros de Daesh, pero también mujeres excombatientes.
Hay un campamento llamado Al-Hawl, donde viven más de 75.000 personas. Eso es más una ciudad que un campamento. Hay muchas mujeres de Daesh, rigurosamente vestidas de negro y totalmente cubiertas. Visité también el Campo Roj, cerca de la ciudad de Qamishli. Campo Roj fue creado hace dos años y está compuesto en su gran mayoría por familias extranjeras. Su coordinadora, Judy Servelent, fue antes parte de las Unidades de Protección Femenina kurdas y ahora está destinada a coordinar la seguridad de este y de tres campos más.
“En el Campo de Roj tenemos más de 5.000 personas de 55 diferentes países; el problema es que muchos de esos gobiernos no los quieren de vuelta”, me explica Judy. Los más numerosos de allí son de Rusia, Pakistán, Tayikistán y Uzbekistán, pero también hay de Reino Unido, Bélgica, Francia y Holanda. El 70% de las personas del campo están en esta situación. Muchos son inmigrantes de primera y de segunda generación que llegaron a Europa buscando una mejor vida y terminaron regresando a la región a pelear en las filas de Daesh.
En el Campo Roj, se ven familias con niños rubios caminando y niñas, igualmente rubias, que desde muy corta edad usan el nikab. Alguna de ellas no creo que tuviera más de cinco años. Hay libertad religiosa plena. “Aquí no estamos contra el islam sino contra el terrorismo”, subraya Judy. Parte de la atención se hace a través de ONG como el Consejo Noruego para los Refugiados, o Save The Children, así como por algunas agencias de la ONU como Unicef.
El campo tiene tres sectores repartidos así: zonas para desplazados sirios: 5, para refugiados iraquíes: 4, y para familiares del Daesh: 10. Cada zona a su vez está formada por cien tiendas de campaña o más. Hay hombres desplazados o refugiados, pero no excombatientes de Daesh, esos están en prisiones.
Cada sector cuenta con una comisión y entre las tres comisiones contribuyen a la organización del campo. Hay dos servicios de salud, un centro de distribución de alimentos, una mezquita, una escuela, dos campos de fútbol, un jardín infantil y un mercado local.
Educar alrededor de 2.000 niños extranjeros es todo un reto. Hay una escuela bastante bien organizada, con su zona de juego. Las clases se dan en árabe y en inglés. La escuela fue creada con un propósito fundamental, me dicen desde la coordinación del campo: transformar esos imaginarios entre los hijos de Daesh donde priman las decapitaciones, la tortura y las armas.
Bajo el gobierno del Daesh la música era prohibida, así que enseñarla es una función sanadora también. Aprenden también historia, matemáticas y otras materias. Al comienzo las madres desconfiaban de dejar ir a los niños a la escuela, pero luego de dos años de esfuerzos, ya todos lo hacen. Es parte de los logros de los kurdos.
En el mercado local, dentro del campamento, me encuentro una mezcla de idiomas. Una alemana me dice que “aquí tenemos las mismas tensiones que en Alemania tendríamos con los vecinos”. Muchas les huyen a las fotos. Saludo mujeres de Portugal, Rusia y Bélgica. Algunas sonríen. Allí venden y compran desde ropa hasta alimentos preparados por ellos mismos. Cuentan con televisión satelital y aire acondicionado. Judy bromea diciendo “es un campo cinco estrellas”. Me despido entre el calor del medio día, el viento seco y los últimos días del mes sagrado de Ramadán.
Heridos de guerra
La guerra deja unas secuelas, en mi opinión, particulares en los prisioneros de guerra. No todos ellos son víctimas, pero tampoco son mártires. El proyecto político kurdo de Rojava ha acondicionado unas casas para su recuperación.
Agradecen las visitas. En las paredes de la casa, hay fotos de mártires y afiches de la lucha. Algunos de civil. “Sabía que podía ser herido, pero la verdad, me sentí triste cuando abrí los ojos después del ataque y vi que estaba vivo”, dice un militante kurdo llamado Agit Tirbespi, de 28 años. Afirma que “fuimos felices incluso después de estar heridos, porque creemos en esto que hacemos”.
En 2014, él iba con sus camaradas enfrentando a Daesh de pueblo en pueblo, pero sufrieron un ataque cerca de un control militar, que dejó dos muertos y a él herido. Fue trasladado al hospital de Qamishli y allí atendido a pesar de los pocos recursos disponibles, pues los hospitales han sufrido los cierres de flujo de provisiones, tanto por parte del gobierno sirio como de Turquía.
Duró seis meses en rehabilitación, con la esperanza de volver a su unidad a combatir, pero las secuelas de la guerra no lo dejaron volver a la lucha armada. “Ahora no me siento triste ni furioso, esa es la forma de honrar la memoria de los mártires. Todo lo que somos hoy fue escrito con la sangre de ellos”.
Van y vienen más heridos en recuperación. Se ven personas en muletas, sillas de ruedas, con prótesis y bastones. Otra de las heridas es Sosim Amed, de 24 años. Ella empieza la historia desde su vinculación a la lucha. “Cuando los islamistas de Al-Nusra nos atacaron, muchos huimos. Yo me fui con mi familia a Irak, pero en el fondo yo no quería dejar mi tierra. Así que decidí regresarme desde Irak, sola, a mis 18 años, e incorporarme en la lucha armada”, en las YPJ.
Me explica que el entrenamiento que recibió le sirvió, más que para combatir, para sentirse fuerte y capaz de hacerlo, empezó a confiar más en sí misma. En marzo de 2015, ella y su unidad fueron víctimas de un ataque con morteros por parte de Daesh. “Uno sabe que la posibilidad de morir o de ser herido es parte de la guerra, pero eso no hace las cosas más fáciles”. Perdió en la batalla su brazo derecho que hoy remplaza con una prótesis.
Salgo de allí a pensar en las víctimas. Es difícil de entender la lógica detrás de las heridas. Llego al cementerio de Qamishli y allí un señor limpia la tumba de su hijo y me pide que le tome una foto “con mi hijo, para que se la muestre al mundo”.
Mujeres y Daesh
Como si no fuera suficiente los retos en alimentación, salud, agua y alojamiento para miles de desplazados y refugiados, entre los retos humanitarios, los kurdos tienen que enfrentar el problema del islamismo. ¿Cómo hacerlo? Me decía Según Fowza Al-Yussef: “Oriente Medio es una región muy religiosa, pero por lo mismo un espacio de mayor manipulación. Se trata es de no separar la religión de una propuesta ética, pues esa separación lleva a la barbarie”.
Aun derrotado el Estado Islámico, persisten los desafíos. Me cuentan historias de las llamadas “esposas de Daesh” y me muestran otra cara de la moneda que no conocía. Si bien, muchas llegaron engañadas, también son muchas las que no solo sabían a que venían cuando se incorporaron al Estado Islámico, sino que aún hoy día, en los campos de desplazados y refugiados donde están, mantienen una férrea actitud “contra los infieles”. Siguen vistiendo el nikab, de manera rigurosa. Entre ellas, son famosas las francotiradoras venidas de Afganistán y de Chechenia. Pero también los casos de las mujeres que simplemente seguían a sus maridos.
Se calcula que puede haber 12.000 mujeres extranjeras del Daesh en estos campos. Allí están también con sus hijos, una generación que va a crecer entre el odio. Los países de origen rechazan recibirlas, los países europeos que algún día les dieron nacionalidad, no les interesa mantenérselas.
Los kurdos que controlan estas zonas no tienen la capacidad adecuada para alimentarlas, ni mucho menos para gestionar todos los riesgos de seguridad que ellas encarnan. Los combatientes kurdos, me dicen, preferían pelear contra los hombres de Daesh y no contra sus mujeres.
En el Campo Roj: “Al comienzo era un caos total. Hubo mujeres radicales de Daesh que le prendieron fuego al campo. Trabajar con ellas ha sido muy duro, pero hemos logrado cambios en su mentalidad. Las radicales islamistas venidas de Rusia y Pakistán son las más complicadas”, me dice Judy Servelent, la responsable de seguridad. Por esos problemas en este campo acordaron prohibir en nikab, pero es permitido el velo (el hijab).
Allí entrevisté a Leyla. Una mujer musulmana, de nacionalidad holandesa y origen marroquí, que nació y creció en Delft, una pequeña ciudad entre La Haya y Rotterdam donde, por coincidencia, yo también había vivido hace más de 15 años. Ese hecho permitió una mejor comunicación entre los dos. Leyla tiene 27 años y tres hijos: el mayor de 6 y el menor de 2 años. Recordamos la oleada de islamofobia creciente en Holanda, especialmente desde 2004, cuando el asesinato del periodista Theo Van Gogh.
Ella se casó en 2013 con un musulmán que decidió unirse a la lucha contra el gobierno sirio, en las filas del Ejército Libre Sirio, ELS. “Cuando me decía que estaba luchando en Siria yo creía que era una broma”, me explica. “Me vine a recuperar a mi marido”. Después de la toma de la ciudad de Idlib por parte de Daesh, muchos militantes del ELS se pasaron a ese grupo islamista.
Ella ya se había encontrado con su marido. Ahora tenía que estar todo el tiempo en casa. Los bombardeos eran tan frecuentes que los familiares del grupo se la pasaban, con sus hijos, moviéndose de un lado para otro. Finalmente se divorció, Leyla solo quería regresar a Holanda. Ella mantuvo contacto con la Embajada de Holanda mientras su esposo hacía parte del ELS, después él le prohibió mantenerlo.
A los disidentes del Daesh o quienes simplemente criticaban la organización, eran sometidos a prisión o tratos crueles, incluso a la pena de muerte. Muchos se vinieron con la promesa de una sociedad mejor. “La propaganda de Daesh era muy buena; nos prometían escuelas y hospitales, muchas cosas; pero la realidad fue otra”.
Para una musulmana siempre será duro que el mundo asocie tantos crímenes con su religión. Según ella: “nosotros no aprendimos el islam para estar con el Daesh; esa es una organización criminal”. Y sobre los europeos no musulmanes, que un día decidieron unirse al Estado Islámico, me dice: “no puedo ponerme en los zapatos de ellos; entiendo el impacto de la propaganda en musulmanes, pero no en quienes no lo eran”. Queda en el aire la convicción, expresada por Judy que la formación y la repatriación de estas personas, las no radicales, sería incluso un mecanismo para prevenir el reclutamiento en Europa.
Los kurdos han insistido que la única manera de resolver esto es con un tribunal internacional que juzgue a los miembros de Daesh, pero eso abriría la puerta a dos cosas que no quieren otros actores: reconocer la capacidad de Estado de los kurdos en Siria y, lo más grave, tener entonces que juzgar los crímenes de guerra cometidos también por quienes decían pelear contra Daesh.
Publicado en La Opinión: Consecuencias de la guerra en el norte de Siria