Estados Unidos fracasó en su intento de estabilizar el país porque limitó su agenda a lo militar y la frágil agenda social se redujo a unas regiones prioritarias, a unos programas básicos y baratos, tocando en el nivel nacional solamente cosas de forma y no de fondo.
Ese modelo, llamado “ganar corazones y mentes” alimentó de manera sustancial la propuesta del Plan de Consolidación colombiano. Ahora, de los mismos creadores del Plan de Consolidación, se presenta una propuesta llamada Paz Territorial.
Por supuesto que creemos en la paz y exigimos un papel fundamental de las regiones en su construcción, reconocemos que Colombia es un país de regiones, y rechazamos el centralismo y el presidencialismo, pero eso no nos lleva a apoyar una política simplemente porque se llame territorial.
Nietzsche decía que “la unidad del nombre no garantiza la unidad de la cosa”, y esa Paz Territorial que nos ofrecen, no busca la eliminación de estas variables que han alimentado el conflicto a través de la exclusión política y económica de regiones importantes del país, sino que la maquilla y, por ende, perpetúa la exclusión.
Durante el gobierno del Presidente Uribe hubo una práctica llamada Consejos Comunitarios. Su estrategia era simple: voceros de las comunidades se reunían con el presidente y sus ministros para hablar de problemas locales.
Las personas participantes debían pasar el filtro de inteligencia militar, presentar por adelantado las preguntas que harían y no incluir en sus intervenciones nada relacionado con el orden público, los derechos humanos, la doctrina militar, el modelo socioeconómico o cualquier otro punto de la agenda nacional. Al final, el mesiánico Uribe repartía dádivas locales sin tocar el modelo pero legitimándolo mediante la satisfacción de necesidades locales.
Por otro lado, la experiencia colombiana en materia humanitaria no ha otorgado un papel activo a las víctimas, sino que las ha reducido a ser pasivas receptoras de la ayuda. La acción humanitaria se ha brindado a través de una compleja trama burocrática, cuyo resultado son discutibles, los llamados: “operadores”.
La paz no se presenta, entonces, como una política pública sino como un conjunto de proyectos que, a su vez, generan una competencia de las regiones para acceder a ellos. Esta “proyectitis” explica en parte el fracaso del paro agrario del año 2014.
Todo hace pensar (bajo la férrea idea de que el modelo económico no se negocia) que la Paz Territorial, más allá del seductor titular es una conjunción entre los Consejos Comunitarios de Uribe, planes focalizados regionales a corto plazo (como en Afganistán) con énfasis en programas cívico-militares (Plan de Consolidación), esquema dentro del cual tal vez será posible hablar de distribución de regalías o de medidas regionales puntuales (vía operadores del pos-conflicto), pero no de las agendas nacionales que sí impactan de manera determinante la dinámica social y económica de la región: como lo son las políticas minero-energética o la persistencia de las EPS.
Si el modelo económico no se examina, no habrá paz justa, y tampoco respuesta a lo que las comunidades entienden por paz. Así, la Paz Territorial es una excelente propuesta para desmovilizar agendas nacionales y hasta generar tensiones entre las regiones que competirán por los pocos recursos disponibles.
Asimismo, una paz cuya implementación se focaliza en algo más de 140 municipios desconoce el carácter nacional de la afectación de la guerra; la para-institucionalidad de los operadores entrará en confrontación con las organizaciones sociales históricamente construidas; la geografía del posacuerdo chocará con la geografía de resguardos y territorios de comunidades negras; y el fracaso de la Paz Territorial será “culpa del alcalde o del gobernador”.
Colombia sin duda es un país de regiones, pero el análisis debe partir de las regiones reales, marginadas, sin recursos, sin capacidad técnica, y no de los territorios ideales que queremos construir. Claro que se requieren insumos del orden central, pero los delegados del gobierno no deben reemplazar el debate de la sociedad, ni limitarlo a sus propias agendas.
Si el Estado tanto cree en las regiones, debería empezar el proceso de paz con diálogos regionales, respetando la autonomía de los gobernadores y alcaldes, dejando que las comunidades hablen directamente con las partes del conflicto, permitiendo debates abiertos sin censuras, y programas con presupuestos. La trampa está en que las regiones no nos dejen ver el país.
Publicado originalmente en Las 2 Orillas