Víctor de Currea-Lugo | 8 de mayo de 2025
Hay gestas que la historia recuerda por su valor. Algunas se volvieron símbolo de resistencia: las Termópilas, la defensa de Varsovia, la batalla de Kobane.
Pero ninguna como la de la Unión Soviética contra el fascismo: El 9 de mayo de 1945, hace 80 años, fue el Día de la Victoria.
Europa lo celebra el 8 de mayo, pero ya en Moscú era el 9, así que se trata de la misma celebración con dos fechas separadas por unas pocas horas.
Podemos decir lo que queramos sobre Rusia; podemos matizar con análisis lo que fue la Guerra Fría, los errores y rectificaciones del modelo soviético, los crímenes de Stalin, e incluso el pacto de no agresión que firmó la Unión Soviética con Alemania antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, nada de eso opaca una verdad de a puño: más de 26 millones de soviéticos, de todas las edades y de todas sus naciones, murieron para salvar al mundo del fascismo. Allí no solo estaba en juego el destino de un pueblo, sino el de la humanidad entera.
Ya sabemos que la historia que nos cuentan es otra: que fue Tom Hanks y los amigos del soldado Ryan quienes liberaron a Europa; que el Ejército Rojo ganó solo gracias al invierno; que todos los comunistas eran malos… y una sarta de mentiras por el estilo.
La memoria histórica no es solo un ejercicio académico; es una herramienta de resistencia. Cada intento por suavizar los horrores de la Segunda Guerra Mundial, por relativizar el genocidio, es un paso más hacia el olvido, y un paso más cerca de repetir los errores del pasado.
Lo cierto es que, sin ese Ejército Rojo, sin esos soldados de a pie, sin esas francotiradoras, sin esos combatientes, hoy el mundo sería muy, pero muy diferente de lo que es. La gratitud que le debemos no es poca, ni tan temporal como algunos quisieran.
El problema es que las tropas nazis fueron derrotadas, pero no así la ideología que las sostenía. Estando en Ucrania, vi símbolos nazis en las banderas y uniformes de algunas tropas.
Cada día hay más grupos neonazis en Alemania; cada vez más personas votan en Europa por la extrema derecha; cada vez más se relativizan los horrores de la Segunda Guerra Mundial.
Incluso en América Latina —donde somos una mezcla genética y cultural— siguen apareciendo discursos de superioridad moral, de pureza étnica, de puritanismo. Alguien dijo que el nazismo regresaría, pero con otros nombres. Ya está aquí.
Cuando vivía en Holanda, todos decían que, si hubieran estado vivos durante la Segunda Guerra Mundial, habrían luchado contra el fascismo. Pero muchos de esos hoy votan por la extrema derecha holandesa y odian a los inmigrantes.
Alternativa para Alemania (AfD), Vox en España, Hermanos de Italia, o Le Pen en Francia, normalizan discursos xenófobos, islamófobos y revisionistas. Como antes de la guerra, estamos en un momento en que prima el dogma sobre la razón, el mito sobre la ciencia, la tribu sobre la humanidad.
El fascismo sigue vivo
Ahora mismo, Israel bombardea Palestina, Siria Líbano y Yemen; Pakistán e India cruzan disparos; Estados Unidos sigue armando a Taiwán; la guerra entre Rusia y Ucrania continúa, así como los conflictos en Sudán y el Congo.
La hambruna en Gaza, el genocidio en Darfur, la matanza de los rohingyas en Birmania y tantas otras grandes crisis del mundo actual no pueden entenderse sin reconocer los rastros de aquella ideología derrotada militarmente hace 80 años, pero aún viva. No lleva los mismos símbolos, pero sigue guiando políticas, justificando crímenes, deshumanizando pueblos.
El genocidio palestino, que se perpetúa con una violencia sistemática e ininterrumpida, es el rostro más crudo del neofascismo contemporáneo. No solo es una manifestación del imperialismo, sino también de esa ideología de supremacía que nunca desapareció.
Las mismas lógicas de deshumanización, de justificar el exterminio bajo el pretexto de una «superioridad moral«, siguen vigentes hoy en Palestina, donde millones de personas son sometidas a un bloqueo asfixiante, desplazamientos forzados y ataques constantes.
El discurso que promueve la ocupación no es distinto al que usaron los fascistas hace 80 años: «nosotros primero», «el otro no cuenta», «es necesario para la seguridad». Y, como en la Europa de los años 30, la indiferencia y el silencio del resto del mundo ante este crimen solo alimentan la perpetuación de la barbarie.
Por otra parte, en Estados Unidos el fascismo avanza. Trump no inventó el fascismo, pero lo desenterró sin pudor. Su discurso de odio, su negación de la ciencia, su culto a la fuerza, su uso del nacionalismo como arma y su desprecio por los derechos humanos son síntomas de una ideología que creíamos enterrada.
Y, lo más alarmante: no es una anomalía, sino un espejo. Lo votaron millones, lo imitan miles, lo esperan otros tantos. El fascismo no siempre vuelve marchando en fila: a veces regresa con gorra de béisbol, sonriendo ante las cámaras.
No es fácil mirar el mundo con esperanza, ni tampoco con perspectiva histórica. Y no lo será mientras sigamos creyendo que el fascismo se derrota con «performances», y que el acuerdo llamado derechos humanos sigue vigente —algo desmentido por el genocidio palestino en curso—. Tampoco habrá esperanza mientras no hagamos conciencia de nuestra historia real y, en ella, reconozcamos el lugar de quienes murieron combatiendo el fascismo.
En la conmemoración de las gestas rusas apareció recientemente el ‘Regimiento Inmortal’. Se llama así a esa celebración del triunfo sobre el fascismo cada 9 de mayo, donde la gente se reúne cargando las fotos de sus muertos. Los vi hace tres años en Madrid y hoy los vuelvo a ver en Bogotá. Sin su muerte, muchos, millones, no estarían vivos.
Los muertos del Ejército Rojo no piden homenaje, pero lo merecen. El 9 de mayo no es solo una fecha del calendario ruso: es un recordatorio de que la historia no avanza por milagros, sino por sacrificios que el mundo no debería olvidar jamás.