El olvido que somos o don Luis Alberto ha dejado de beber

Víctor de Currea-Lugo | 13 de febrero de 2019

86 años y 5 meses después de haber nacido en las montañas de Santander del Sur, a don Luis Alberto, le dio por morirse. La muerte siempre será un asunto inefable, es decir que no se puede definir con palabras. Y en el caso colombiano, un lujo cuando es de muerte natural.

Murió sin una larga cama, de un infarto fulminante, de la mano de su nieto, quien fue más hijo que cualquiera de nosotros. Mi papá, nuestro papá se murió. Y eso de que nadie está preparado, aunque todos los sepamos, es cierto; no sé si tenga que ver con la falta de experiencia: es la primera vez que mi papá se me muere. Decir ocurrencias en el momento más inadecuado lo heredamos de él. También el ajedrez donde hace más de 40 años él nos enseñó a jugar, pero su ejemplo fue aún mayor: hacer lo que le diera la gana.

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Mi papá fue campesino y estrenó las primeras cotizas en los años cuarenta, cuando cumplió 16 años, se regaló para el Ejército y peleó contra las guerrillas de Guadalupe Salcedo, fue policía hasta el grado de Sargento, ganó varias maratones a nivel nacional e internacional, entrenó perros pastores, tuvo un gallinero, vendió jabón puerta a puerta, aprendió homeopatía y acupuntura, fundó la Defensa Civil en nuestro barrio Bosa La Palestina, solía recordar sus viajes por España, Suecia y Nueva York, diseñó la casa en que crecimos dejando un gran salón para fiestas familiares, recitaba poemas tradicionales, estuvo de guaquero en las minas de Muzo en la época de la violencia esmeraldera, tuvo un billar con canchas de tejo y volvió a su vida campesina, en una finca cafetera.

 

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Siempre le apostó a la política, a meterse en líos y en discusiones de barrio. Desde presidente de la Junta de Acción Comunal hasta las reuniones de la Anapo, a las que asistía de manera casi clandestina, para evitar que lo reconocieran, porque todavía era policía activo cuando le hacía campaña a los anapistas.

Nuestra familia, como todas las familias, es disfuncional, es decir es una familia normal. Cada uno es como es y eso no tiene reversa. Pero la muerte siempre será una buena excusa para el reencuentro. Los álbumes de fotos empiezan a parecerse a una colección de fotos de los muertos. Tías, abuelos que ya no están, gente de la que apenas retenemos el nombre. Él se suma a eso, para muchos en pocos días. Es más, ya a todos, como dice el poeta, alguien en algún lugar está empezando a olvidarnos, y hoy somos menos.

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Yo mismo escribo porque aprendí con él la magia de las palabras. Con timidez, le envié una carta a mis 10 años para decirle qué pensaba y él reaccionó. Por eso escribo, porque con él aprendí que es posible tocar con la palabra.

Bebió, lo suyo era el whisky. Trató de dejarlo, pero en el hospital de desintoxicación lo llamaban Buchanan’s. Su último día, como era costumbre, se tomó sus dos tragos antes de salir a un control médico, precisamente con el cardiólogo. En la sala se río a carcajadas con su acompañante, le tomó la mano, hizo un rictus de muerte y se quedó quieto. Allí murió, de un infarto en la sala de espera de la mano de su mayor aliado y cómplice: mi sobrino Andrey. Al final nos dejó este trago amargo de la muerte. Don Luis Alberto se murió, literalmente, de la risa.

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Hay algo que solo los varones sabemos: lo complejo de la relación con nuestros padres. Mientras las hijas los ven con otros ojos, para nosotros el padre es el héroe y a la vez el villano; es a quién queremos imitar y, al tiempo, aquel a quién queremos derrotar en la competencia de la vida. Esa dualidad se resuelve con el paso del tiempo y con unas buenas conversaciones; una de las cosas que debo agradecerle a la vida es que logré conciliarme con él ya hace varios años. Mirar al papá muerto siempre será mirar un espejo. Se fue el pater familias. El mismo del padre nuestro y de la carta al padre de Kafka. Ese que nos hace y nos deshace. El dolor del duelo incluye la pérdida, pero también el egoísmo de quedarnos solos.

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Mi, afortunadamente, disfuncional familia, sin perder la solemnidad, no dejó los chistes a un lado. Era el mejor homenaje al muerto: no dejar de ser eso que somos. Hicimos la cuenta de los que teníamos derecho de cargarlo y propusimos ponerle más manijas al ataúd, eso mismo hubiera dicho él burlándose de la muerte. Otros miembros de mi familia lo disfrutaron más que yo. Eso no es malo. También lo cuidaron más que yo.

La intimidad de la muerte me invita a la intimidad de la vida, así como la certeza de la muerte es la otra cara de la incertidumbre de la vida. Uno no puede hacer de una muerte ajena un espectáculo, salvo de la muerte propia; pero uno ya no está ahí para garantizar el espectáculo. En el velorio se dijo el lugar común de que hay que sacar tiempo para los amigos y no verse de funeral en funeral, pero eso dijimos en otros velorios sin vernos después. En los velorios ajenos, cada uno reivindica sus muertos propios.

Resulta curiosa la falta de creatividad y las frases comunes que repite la gente para decir que están con uno, o que por lo menos tratan de estar con uno, en el proceso de enfrentar la muerte de un ser querido. Cuando mi mamá murió hubo tres frases que todavía recordamos: “felicitaciones”, “que la sigan pasando bien” y “nos vemos en la próxima”.

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Se murió primero, con la fortuna de no enterrar a ninguno de sus hijos, aunque nos vio agonizar de diferentes formas. Ese contra el que competía me ganó: llegó primero a la meta, como en sus épocas de maratonistas. Me quedé sin con quien competir. Ya puedo caminar más lento, ya puedo dejar de correr. Él ya está riendo y yo estoy a salvo.