Víctor de Currea-Lugo | 10 de septiembre de 2016
Después del ataque en Nueva York del 11 de septiembre, todos salieron a dar sus condolencias al pueblo estadounidense. El que más, Yasir Arafat. El líder de un pueblo que ya llevaba un año de su segunda Intifada, leyó perfectamente el momento: todo lo que sucediera los próximos años estaría marcado por la sombra de las Torres Gemelas caídas, lo que se llama la guerra contra el terror.
A las pocas horas, el entonces primer ministro de Israel, Ariel Sharon, enmarcó la brutal represión contra el pueblo palestino en la lucha contra el terrorismo. Durante meses vi en Jerusalén, Gaza y Ramala, entre otras poblaciones, la humillación constante a que los palestinos eran (y son) sometidos.
Dos años después, Bush ordenó la invasión de Irak con los pretextos de que allí había armas de destrucción masiva y que Hussein era íntimo de Al-Qaeda. El gran pecado era otro: tener petróleo. Hoy Irak es un país descuadernado, con muchos frentes de violencia surgidos como reacción a la ocupación de 2003. La crisis de Irak también permitió (ahora sí) la implantación de Al-Qaeda y de otros grupos islamistas, varios de los cuales a su vez son responsables de la violencia intra-religiosa, en la que grupos de chiíes y suníes se han masacrado.
En 2006, Israel y la organización libanesa Hizbollah se enfrentaron durante 33 días en una guerra que, según el informe israelí Winograd, Israel perdió. Su error fundamental: creer que se trata solo de guerra contra “terroristas” con lo cual la única salida es la violencia. Incluso, según Naciones Unidas, en los últimos tres días del enfrentamiento (cuando ya la tregua estaba firmada) Israel dejó caer el 90 % de las bombas racimo que usó en la guerra, sobre áreas urbanas densamente pobladas.
Así, la guerra contra el terror se ha convertido en una guerra contra los civiles del enemigo. Como decía Sharon, lo que no se puede hacer por medio de la fuerza se consigue con más fuerza. Sus sucesores en el poder han repetido en Gaza por años la misma lógica: reducir todo opositor a terrorista y usar la violencia de manera inmisericorde.
En 2010, los habitantes de un mundo árabe lleno de ilusiones pero más de frustraciones, se volcaron a las calles, desde Marruecos hasta Irak, desde Siria hasta Somalia, para protestar por la falta de libertad, contra la desigualdad y la falta de recambio político en la región. En 2011, vi en El Cairo un grafiti que resumía buena parte del malestar: “Quiero ver un presidente diferente antes de morirme”.
Los grandes perdedores iniciales de las revueltas fueron el terrorismo y el islamismo: las salidas participativas que pedían millones en las calles negaban las salidas autoritarias. Aunque todavía hay quienes se empeñan en hablar de que todo era “una conspiración”, la innegable movilización masiva de las sociedades pedía un cambio político del tamaño de sus necesidades (y no de la voluntad manipuladora de Occidente).
Los gobiernos de Túnez, Egipto, Libia, Yemen y Siria usaron el mismo argumento contra sus opositores: son terroristas y hay que tratarlos como tal. La violencia se impuso en Libia y Siria. La región experimentó una contra-revuelta colosal, en cabeza de gobiernos autoritarios que permanecían en el poder (Siria) o militares que se presentaban como salvadores (Egipto), lo que cerró los espacios democráticos. Es en esa contra-revuelta árabe, amparada en la guerra contra el terror, y no en las revueltas iniciales en donde hay que entender el crecimiento del radicalismo islámico.
Ese impulso regional por cambios no fue entendido ni respetado por el resto del mundo. Por ejemplo, el FMI impuso unas medidas a Túnez que lo obligaban a retroceder en su deseo de cambio, implementando más políticas neoliberales. Como me decía su ministro de Asuntos Sociales, en 2013, “nos toca renunciar a las banderas de la revuelta para salvar la revuelta”.
En Irak, el ascenso de un gobierno revanchista kurdo-chií, impuesto por Estados Unidos, explica en parte la persecución y el abandono a las comunidades suníes que son, precisamente, la base social de lo que se conoció como el Estado Islámico de Irak.
En Siria, la revuelta es duramente reprimida desde sus orígenes, dando lugar a la militarización de la oposición, pero su incapacidad de coordinarse, su debilidad militar y su variedad de agendas le conducen a la pérdida de un espacio que es llenado por los nacientes grupos radicales islamistas que, junto con los de Irak, dieron origen a lo que hoy conocemos como el Estado Islámico. Otra vez, la sin-salida democrática alimenta la salida radical. Allí también, el presidente sirio desde la primera protesta en su contra, usó la categoría de terrorista para definir tanto a los manifestantes como la política contra ellos.
Oriente Medio es un escenario de múltiples guerras: kurdos contra turcos, Irán contra Arabia Saudita, Yemen y Siria desangrándose, Irak y Libia sin esperanzas, Egipto bajo dictadura, Turquía bajo el autoritarismo, Líbano salpicada de las dinámicas regionales y Palestina crónicamente ocupada. Los poderes mundiales de Rusia, Europa y Estados Unidos siguen actuando allí a sus anchas, mientras los poderes regionales de Arabia Saudita, Israel, Turquía e Irán, hacen lo mismo.
Hoy tenemos una región más insegura que además contribuye a que el mundo también lo sea. Hay más incertidumbres y menos espacios democráticos. Tal vez la gran excepción es la forma en que se solucionó la producción de energía nuclear por parte de Irán: el diálogo multilateral.
Arafat tenía razón de lo que se venía, no solo para su pueblo transformado –por la lógica de la guerra contra el terror– de un pueblo ocupado a un “pueblo terrorista” sino para una región vapuleada por el mundo. No habrá paz en el mundo sin que haya paz en Oriente Medio, y no habrá paz en Oriente Medio mientras se imponga la lógica de la guerra contra el terror.
Publicado originalmente en El Espectador: https://www.elespectador.com/noticias/elmundo/el-rostro-de-arafat-articulo-654061