Víctor de Currea-Lugo | 17 de julio de 2021
Tal vez tan viejo como el tambor es el casco en todas sus manifestaciones: el de los guerreros antiguos, que podría tener más de simbólico que de protección real; el de los conquistadores, con esa curva que parecía un bote llegando a colonizar tierras en nombre de Isabel la Católica; el casco de los motociclistas que, por lo menos yo, asocio con la chaqueta negra de cuero y los tatuajes de quien se monta en una Harley-Davidson para recorrer las praderas del oeste.
Cada uno puede imaginarse un casco como le nazca. Pero nos mienten con los cascos de los vikingos, a los que la mitología les puso un par de cuernos a los lados, pero la historia ha demostrado que eso es un adorno nacido de la imaginación.
Recordamos, en la guerra, el casco con los penachos de los romanos así como el yelmo, ese casco medieval de caballeros. Y están los cascos azules que se han invocado para casos nobles como Ruanda (donde no fueron) hasta en acciones de mandaderos del imperio, como se hizo en Somalia (donde sí estuvieron).
Creo que los 300 de Leónidas no llevaban cascos, no sé si alguna vez Hitler se lo puso y tampoco sé si Mussolini se lo quitó; además podemos recordar el casco tenebroso del soldado alemán de la segunda guerra y el casco con el que jugamos en la infancia entre trincheras imaginarias y disparos, cuyos sonidos hacíamos con la boca.
Hay gente que se dedica también a salvar vidas y usa cascos, como los bomberos, que son admirados por muchos debido a su labor de enfrentarse al fuego por otros. No olvidemos a los cascos de los obreros, que constituyeron la vanguardia de la lucha en el siglo XIX, que hoy se mezclan con indígenas, estudiantes, negritudes y mujeres para construir una vanguardia plural como la que recorre hoy las calles colombianas.
Las cosas han cambiado. Ese cubrir de la cabeza entre la protección y lo simbólico pasa por la gorra de los campesinos boyacenses, por la pañoleta del Chocó y hasta el sombrero del papa. Ese afán de cubrirnos la cabeza, como lo dicen los libros sagrados; de cubrirnos del sol, del calor o del frío; toda esa historia de miles de años cubriéndonos la cabeza ahora se vuelca en las marchas de Colombia.
Ya ha sentenciado la Policía que los cascos, esos que usan los obreros de la construcción y los bomberos en medio de las jornadas largas de trabajo, los mismos cascos que impolutos se ponen ingenieros y políticos cuando inauguran obras y supervisan a los supervisores, se convierten en elementos peligrosos.
Recuerdo cuando se decomisaban libros, de hecho, en mi interés por acompañar el proceso de paz en el país, publiqué unos libros que luego fueron presentados al lado de computadores y de armas, como si hubieran hallado acaso un documento ilegal y no un documento que fue financiado por la Organización de Naciones Unidas (ONU) y la Organización de Estados Americanos (OEA), y hasta recibido de buena gana por el Gobierno de entonces.
Los regímenes autoritarios persiguen a los que tienen libros: Hitler los mandaba a quemar en las hogueras y en Camboya perseguían a los que tuvieran una biblioteca (aunque fuera pequeña) durante la dictadura de Pol Pot. Stalin prohibió leer al joven Marx y Francia, a pesar de su libertad, prohibió la película La Batalla de Argel porque mostraba como un ejemplo su sanguinaria acción imperial.
La vieja estrategia de vender el sofá
Ahora no se trata de los libros y películas con sus ideas que ponen a pensar, sino de algo mucho más simple: decomisar esos objetos que protegen con lo que piensa la gente: su cerebro. Da risa lo simbólico que adquiere ese hecho, porque el casco protege la cabeza, donde se genera lo que se piensa y se siente, se indaga y se critica; esa cabeza que ordena levantar la mano y señalar al corrupto o al genocida; esa que mueve la lengua para preguntar ¿Quién dio la orden?
La Policía, con una decisión tomada entre el autoritarismo y su impotencia ante la marcha, la estupidez galopante y el rechazo absoluto al sentido común y a los derechos humanos, ha decidido decomisar los cascos. Y los mandatarios locales, no solo esos tiránicos que firman por el Centro Democrático, sino los que posan de ser gobiernos progresistas, aplauden la propuesta.
Decomisar gafas, libros, cascos y máscaras antigases es como el viejo cuento en el que alguien halla a su pareja siendo infiel en el sofá y el cornudo decide vender el sofá para resolver el problema.
No sé a qué horas el casco se volvió un elemento peligroso, un arma letal, a diferencia de las pistolas de los paramilitares que salieron, acompañados por la Policía y en más de 20 ciudades, a dispararles a los manifestantes en total impunidad. Este es, definitivamente, un mundo al revés.
Así como la decisión absolutamente estúpida de una jueza de prohibir la marcha del 28 de abril y que generó que se consolidara el mayor desacato de la historia de Colombia, ahora nos amenazan con quitarnos los cascos, en el marco del paro nacional.
Por eso, ya no solamente usaremos cascos para prevenir los golpes en la cabeza con los bolillos de la Policía, no solo para lograr desviar en algo los impactos directos que hace la Policía con sus armas antimotines, no solo para proteger el cráneo y las ideas; lo usaremos simplemente por joder, para decirle: ya no más al Gobierno, para rechazar la violencia miserable e inútil contra los manifestantes, porque no le creemos tampoco a esos gobiernos locales que se amparan bajo una falsa protección y que citan el Código Penal cuando les convienen, pero botan a la basura los derechos humanos cuando les afectan.
Simplemente por ese afán rebelde de la desobediencia civil ante tanta desvergüenza, por ese impulso existencial de decirle no al autoritarismo, pues vamos a salir con cascos. Entonces, así como hubo la Marcha de los Claveles en Portugal y la Marcha de las Sombrillas en Hong Kong, lo único que van a conseguir en Colombia es que se celebre una marcha de personas con las cabezas cubiertas con cascos de todos los colores, pero no silenciadas ni cortadas.
Y frente a todos aquellos que han cohonestado con la violencia (esa violencia que nos dejó un grupo paramilitar en los años 80 llamado precisamente Los Mocha-Cabezas), contra aquellos que nos han entregado a los muchachos del Valle del Cauca descabezados en una bolsa plástica, para aquellos que han disparado sus armas que resultan letales sobre la cabeza de los manifestantes, los que creen que una marcha se detiene decomisando cascos y banderas, para todos los que están convencidos de que es ilegal protegerse, pero legal asesinar, para los que algún día pueden salir a matar a un presidente en el exterior supuestamente “engañados en su buena fe de mercenarios”, a todo ellos les decimos con el casco, con las gafas, las banderas y las máscaras antigases: ¡No más!
Los que no tienen un casco, los invito a que saquen la olla de los cacerolazos sobre la cabeza o lo que su creatividad les muestre, para decirles que el mensaje es el mismo: protegeremos nuestras ideas contra los golpes de la extrema derecha, los balazos del autoritarismo, los bolillazos de la Policía, pero sobre todo de las estupideces del fascismo. Fin del elogio.