Etiopía, el sutil encanto de lo étnico

Etiopia
Refugiada de la minoría etiope ogaden. Foto: Víctor de Currea-Lugo

Víctor de Currea-Lugo | 15 de noviembre de 2021

No sé si en Etiopía me sorprendió ver más los restos de Lucy, nuestra abuela común, en el museo de Adis Abeba, o gente en el norte del país (precisamente en la región de Tigray) durmiendo en zanjas, en condiciones de semi-esclavismo, trabajando en las plantaciones de ajonjolí, desarrolladas para dizque incrustar a Etiopía en el mercado internacional, tal y como lo recomendara el Fondo Monetario Internacional. Etiopía sorprende desde antes de pisarla. Un país con 13 meses, donde el día empieza a contarse en horas cuando sale el sol (6 am) y no antes.

Para efectos prácticos y pedagógicos, podemos decir que Etiopía ha tenido tres modelos políticos a seguir: uno bajo el emperador Haile Selassie (1930-1974), que buscó unificar la nación bajo una lengua y una religión predominante; una junta militar (1974-1991) liderado por Mengistu Haile Mariam, que planteó la construcción social invocando el marxismo como guía y la nación como meta; y el modelo llamado etno-federalismo (desarrollado desde 1991), liderado por organizaciones de la etnia tigray (que representa solo 6% de la población etíope) y plasmado en la constitución de 1994. Este liderazgo es el que permite a dicha etnia predominar por años sobre otras y manipular el discurso de lo étnico.

Hoy, uno de esos grupos étnicos: los tigray (de más de ochenta grupos, aunque el 75% de la población pertenece a solo 5), que ya había tenido una parte importante del poder, así como las demás tribus, peleó por lo suyo para mantener sus privilegios. Esto revivió unas tensiones interétnicas que guardan relación más directa con su pertenencia a un grupo de poder dentro de Etiopía, en la que se hace de la etnia el espacio político que en otros países lo harían los partidos políticos. Uno de los problemas, dentro de ese mar de más de ochenta etnias, es que varias de ellas tienen su propia milicia, con lo cual el monopolio de la fuerza no reside en el gobierno central y el riesgo de acciones armadas es marcado.

Desde los años 70, los tigray tenían un grupo armado llamado: Frente de Liberación del Pueblo de Tigray, TPLF (creado en 1975), que participó en la toma del poder de 1991 junto a otras organizaciones armadas, bajo una coalición llamada Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope. Meles Zenawi, líder de esta coalición, fue elegido en 1995 como primer ministro (aunque ya tenía el control del poder desde 1991) y estuvo en el poder hasta 2012.

Ese monopolio del poder en manos de lideres tigray desapareció en 2018, con la llegada de un líder del grupo étnico oromo al poder y, por tanto, generando, una limitación del poder tigray. Ese nuevo líder oromo, Abiy Ahmed Ali, llegó al poder en el marco de las coaliciones de organizaciones políticas étnicas, pero una vez en el Gobierno eliminó tales alianzas dando un paso hacia un modelo supraétnico. Su partido, el Partido de la Prosperidad, terminó separado del liderazgo político de los tigray, base de la coalición previa.

La disputa por el poder

La excusa perfecta fueron las elecciones regionales de Tigray, de 2020, que Ahmed desconoció, lo que generó unas nuevas tensiones entre el norte Tigray y el gobierno central de Adis Abeba, con acusaciones mutuas de ilegalidad, lo que generó en choques armados. Ahmed declaró la guerra y calificó al TPLF de organización terrorista.

El avance de las tropas del gobierno central sobre el norte se vio detenido por ataques de las milicias tigray en noviembre de 2020, dando inicio a la fase actual del conflicto. Los ataques del gobierno central han afectado duramente a los civiles tigray, esa afectación tuvo algo de revancha por el poder ejercido por líderes tigray durante décadas. Hay informes sobre crímenes de guerra que comprometen a todos los actores del conflicto. En noviembre de 2020, el ejército central tomó la ciudad de Mekele, capital de la región (luego de bombardearla afectando bienes civiles) con el apoyo de milicias amhara. Los rebeldes optaron por la guerra de guerrillas y mantuvieron así el control de una parte importante de la región.

En la ciudad de Mai Kadra se produjo una masacre de por lo menos 600 personas civiles de la etnia ahmara, en noviembre de 2020. Según testimonios recogidos por Amnistía Internacional, detrás de esta limpieza étnica estarían miembros de las organizaciones tigray y lo habrían hecho como represalia por el apoyo que ha brindado de la milicia ahmara Fano al gobierno etíope en su lucha contra los tigray.

Ya desde finales de 2020 se evidenciaba el grave impacto del conflicto en los servicios de salud: desabastecimiento de medicamentos, poco personal disponible, fallas en el suministro de agua y de electricidad, saqueos a los centros sanitarios, y parálisis de los programas de vacunación.

En junio de 2021, los rebeldes recuperaron Mekele e hicieron retroceder al ejército etíope, a las demás milicias de otras etnias y hasta el ejército de la vecina Eritrea (antigua región etíope convertida en país independiente desde 1993) que se había metido en la guerra con su propia agenda, a pesar de ser mayoritariamente también tigray. Y en noviembre la ciudad volvió a caer en manos del gobierno central.

Otras milicias de las etnias Agaw y Oromo que también se sumaron a los tigray en su lucha contra el gobierno central, llegando a 300 kilómetros de la capital y capturando varias ciudades en su avance en noviembre de 2021. Esto extendió el conflicto a muchas otras zonas del país.

En más de un año de guerra han quedado miles de muertos, 2 millones de desplazados y más 75.000 refugiados que salieron a la vecina Sudán. Todas las partes han sido acusadas de desplazamientos forzados, ejecuciones extrajudiciales y violencia sexual. Además, las graves restricciones para la oferta de ayuda humanitaria, aumenta la vulnerabilidad de millones de personas.

Cuando todo se junta en Etiopía

La situación de base de Etiopía es de una alta vulnerabilidad social y económica que se agrava con la guerra. De hecho, el gobierno utilizó un bloqueo de bienes a la región de Tigray con el fin de buscar debilitar a los rebeldes y que varios calificaron como una práctica genocida. Esta medida afectó el acceso a combustible, alimentos, bancos e incluso a dinero circulante.

Según organizaciones de derechos humanos, el bloqueo afectó desde el suministro de alimentos a la población civil hasta de suministros médicos para clínicas y hospitales, en un tipo de castigo colectivo como se ha visto en otros conflictos entre países, pero esta vez en un conflicto interno.

En el plano económico, baste decir que más de la mitad de la población está por debajo de la línea de pobreza, lo que se refleja en uno de los niveles de desnutrición más graves no solo de África sino del mundo. Las cifras son contundentes: 36 de 41 millones de menores de edad etíopes no tienen acceso a los servicios básicos.

Como si lo anterior no fuera ya suficiente, se suma el cambio climático. Según UNICEF, “85% de la población en Etiopía depende de la agricultura (lo que) explica por qué este país se enfrenta a graves amenazas como la inseguridad alimentaria, la desnutrición y los cortes en el suministro de agua”, asociado directamente con el fenómeno del niño que se ha intensificado en el marco del cambio climático.

Parte de las causas de estos conflictos étnicos hay que buscarlas en la propiedad de la tierra y la reubicación de poblaciones enteras basados en la identidad étnica. En los años 70, el Estado central se abrogó el derecho a reubicar poblaciones enteras, mediante un extenso programa de reasentamientos, que no contaron con consultas ni de la población receptora ni de la desplazada, ni tampoco con acompañamiento técnico que permitiera aprovechar las tierras de la manera más adecuada. Millones de personas fueron así reubicadas especialmente durante los años 80. Pero en los años 90, con el impulso a las aperturas económicas, se dejó de lado esta política.

Además, la Constitución etíope de 1994 (vigente desde 1995) define el país como una federación étnico-cultural, con nueve estados regionales etnolingüísticos, donde cada etnia tiene derecho a la autodeterminación. Incluso las naciones, que es como se llama a las diferentes etnias, tienen derecho constitucional a la secesión y, aunque su mecanismo para obtenerlo sea complicado, la realidad es que existe.

El problema es que el ritual constitucional no resuelve, por sí mismo, la tradición autoritaria y clientelar tanto del poder central como del de las etnias, ni las tensiones entre el centralismo y las regiones que defienden el federalismo étnico. A esto se suma la falta de claridad sobre el control del monopolio de la fuerza porque los estados federados tienen derecho a tener sus propias fuerzas armadas.

Ese nacionalismo étnico no es menos nacionalista que los otros que se enarbolan desde gobiernos centrales. Los ciudadanos deben declarar a qué etnia pertenecen y en las regiones donde son mayoría han tenido conflictos con las otras etnias en minoría. La competencia étnica por el poder lleva al fraccionamiento del país como tal y a la relativización de los derechos humanos. Lo que algunos llaman pomposamente “federalismo étnico” es lo que en el conflicto de la antigua Yugoslavia llamaron balcanización.

El problema es que la reivindicación de lo étnico tiene más de “divide y vencerás” que de visualización de identidades de minorías olvidadas. De hecho, los mismos tigray, cuando estaban en el poder (1991-2018), alimentaron lo étnico más como una fórmula de control político de las otras etnias que como un espacio de tolerancia y diversidad. Lo étnico es una realidad cultural, pero eso no la exime de ser una excusa en la lucha colectiva por agua, tierra, alimento y poder.