Las guerras de 2026, Colombia y el Consejo de Seguridad

Víctor de Currea-Lugo | 29 de diciembre de 2025

La humanidad vive un momento de sobresalto permanente. La ilusión de una paz global tras la Guerra Fría se ha esfumado ante las guerras de hoy. La promesa de un “nuevo orden mundial” terminó en fragmentos, entre intervenciones militares, expansionismo económico y la imposición de agendas ajenas a la soberanía de los pueblos.

La lista de conflictos actuales, entre Estados y dentro de ellos, es más que un inventario: es un mapa del desorden, del miedo y de los intereses en disputa. En 2024, ese mapa tuvo nombre y número: 37 conflictos armados activos en el planeta, la cifra más alta en más de una década. Y en 2025, el número superaría los 50.

Los conflictos entre países han dejado de ser hechos aislados para convertirse en un entramado permanente. La guerra en Ucrania, iniciada en 2014 y profundizada en 2022, abrió una brecha histórica entre Rusia y Occidente. No es sólo una guerra de fronteras: es una disputa por la arquitectura del poder mundial.

China, por su parte, desafía el dominio estadounidense en el Pacífico. El punto neurálgico es Taiwán, pero detrás hay una confrontación económica, tecnológica y militar de mayor calado. A ello se suman viejas disputas, como la de Cachemira, donde India y Pakistán —ambos con arsenales nucleares— mantienen viva una herida colonial que nunca cicatrizó.

En África, tensiones menos visibles se manifiestan en la frontera entre Congo y Ruanda, así como en la frontera entre Camboya y Tailandia, en Asia, mientras que las dos Coreas siguen viviendo bajo la sombra de un conflicto inconcluso. Lo que emerge es un retorno de la guerra interestatal como escenario normalizado.

En Oriente Medio, Israel ha multiplicado sus frentes de confrontación: Palestina, Hizbollah en el Líbano, Irán, Yemen y Siria. Incluso, Israel bombardeó a un aliado clave de Estados Unidos en la región: Qatar. Estamos ante un caso único de un Estado que se enfrenta, con total ilegalidad y casi simultáneamente, a varios países de su región.

Israel no enfrenta un solo conflicto: enfrenta una región entera. La ocupación de Palestina sigue siendo el núcleo del problema, pero no el único. La guerra en Gaza —que debe ser nombrada por su verdadero nombre: genocidio— no solo es un crimen contra el pueblo palestino, sino también una herida abierta en la conciencia de la humanidad.

Lo que subyace es un proyecto de hegemonía regional con el respaldo directo de Estados Unidos y, en menor medida, de Europa. Israel actúa como una supuesta “vanguardia de Occidente” en Medio Oriente, pero su crisis de legitimidad se agrava cada vez más.

El riesgo no es sólo regional. Cada escalada contra Irán o Hizbollah puede arrastrar a actores globales: Washington, Moscú y Pekín. En ese sentido, la guerra de Israel no es un asunto lejano, sino una pieza clave de la geopolítica mundial.

América Latina parecía haber quedado al margen de las guerras interestatales. Sin embargo, Venezuela representa una excepción peligrosa. La confrontación política interna, sumada a la presión de Estados Unidos por su despliegue militar en el mar Caribe, convierte a Caracas en un foco de posible detonación. Y, por ahí mismo, Estados Unidos ha amenazado a Colombia.

El riesgo es doble: una guerra interna que escale a un conflicto internacional que involucre a sus vecinos. A diferencia de Medio Oriente o de Europa del Este, Suramérica ha sido, en las últimas décadas, una región sin guerras interestatales. Venezuela podría romper ese equilibrio.

Y, otra verdad de a puño: la permanencia del radicalismo islamista que no ha desaparecido; al contrario, se ha adaptado. Tras el debilitamiento de Al Qaeda y la derrota territorial del Estado Islámico en Irak y Siria, sus expresiones se han trasladado al Sahel: Malí, Níger y Burkina Faso enfrentan una insurgencia alimentada de la pobreza, el abandono estatal y la intervención extranjera.

La narrativa de la “guerra contra el terror” no resolvió nada: al contrario, abrió espacios para nuevas mutaciones del fenómeno. Los grupos radicales islamistas se insertan en conflictos locales, como en Nigeria, donde Boko Haram sigue operando, y en Somalia, donde opera Al Shabaab.

La paradoja es que, en muchos casos, las intervenciones militares de Occidente, presentadas como respuestas, han terminado por reforzar a estos grupos. El islamismo radical no es solo una ideología: también es la expresión violenta de desigualdades estructurales, de Estados fallidos y de guerras impuestas desde fuera.

Las guerras de bloques

El mundo vuelve a polarizarse, pero de forma distinta a la de la Guerra Fría. No hay dos bloques cerrados, sino varias alianzas flexibles y, a veces, contradictorias. De un lado, está Occidente, bajo el liderazgo estadounidense y europeo, con la OTAN como instrumento central. Del otro, un bloque heterogéneo: Rusia, China, Irán, India, Venezuela y, en algunos momentos, Turquía.

Rusia busca asegurar su espacio de influencia en Europa del Este y en Asia Central. China apuesta por consolidar un orden multipolar con la Nueva Ruta de la Seda como bandera.

Como proyecto, Irán se proyecta en Medio Oriente como contrapeso frente a Israel y Arabia Saudita. Venezuela se articula con Rusia e Irán como socios energéticos y políticos frente a Washington. Pero estos proyectos no son necesariamente una realidad.

India juega un papel ambivalente: forma parte de los BRICS, pero también participa en el diálogo con Estados Unidos. Lo que se configura es un escenario de bloques difusos, en el que los países se mueven más por intereses coyunturales que por ideologías cerradas.

En ese contexto, la amenaza nuclear ha vuelto a surgir. Durante décadas, el recuerdo de Hiroshima y Nagasaki parecía suficiente para contener la locura. Hoy, esa contención se resquebraja. El conflicto en Ucrania puso sobre la mesa, de manera explícita, la posibilidad de un uso táctico de armas nucleares por parte de Rusia. India y Pakistán, con arsenales activos, siguen en una tensión permanente por Cachemira. Corea del Norte prueba misiles intercontinentales cada vez más sofisticados.

La doctrina de la disuasión se tambalea: ya no basta con el equilibrio del terror. En un mundo fragmentado, con liderazgos autoritarios y múltiples conflictos, el riesgo de error, de cálculos equivocados o de actos desesperados crece de manera exponencial. La humanidad vive bajo la sombra de un posible “segundo Hiroshima”. Y lo más grave: hemos normalizado esa posibilidad.

Al margen de los potenciales bloques, las guerras locales siguen carcomiendo varios países. Mientras la atención mediática se concentra en los grandes choques entre potencias, persisten guerras internas que arrasan países enteros sin despertar la misma indignación internacional.

Birmania vive bajo el peso de un golpe militar y de una guerra civil que ha desplazado a millones de personas. Sudán se desangra en un conflicto entre facciones armadas que destruye Jartum y condena al hambre a buena parte de su población, sobre todo de Darfur.

Etiopía, por su parte, tras la guerra de Tigray, sigue atrapada en tensiones étnicas que pueden reabrir heridas en cualquier momento. Haití, convertido en un Estado fallido, está controlado por pandillas que sustituyen al Estado y someten a la población al terror cotidiano. Nigeria padece tanto la violencia de Boko Haram como la de bandas armadas rurales.

Estas guerras, aunque “olvidadas”, forman parte del mismo mapa global de la violencia. La diferencia es que en ellas no se enfrentan potencias, sino pueblos abandonados a su suerte. La falta de atención internacional no las hace menos crueles: al contrario, las vuelve más insoportables por la indiferencia que las rodea.

¿Ya estamos en la tercera guerra mundial?

El mundo actual no vive una “tercera guerra mundial” en el sentido clásico, pero sí una guerra mundial fragmentada: múltiples frentes, actores estatales y no estatales, bloques en formación; y una violencia que combina lo militar, lo económico, lo tecnológico y lo cultural.

Todo esto ocurre en el marco de una doble crisis global: la crisis climática, que agrava los conflictos por recursos, genera desplazamientos forzados y alimenta guerras como las del Sahel. Y la crisis migratoria, que expulsa a millones de personas de sus hogares, ya sea por el hambre, la guerra o el colapso de sus Estados.

El genocidio en Gaza, los desplazamientos en África, las caravanas de migrantes en Centroamérica y las pateras en el Mediterráneo son expresiones distintas de un mismo drama: pueblos enteros arrojados a la intemperie de un mundo sin refugio.

Las guerras de 2026, a diferencia de las anteriores, no buscarían resolver la crisis interna de Estados Unidos, sino desplazar el debate público sobre ella. Trump no sería la causa de ese giro, sino su síntoma más visible.

El recurso a la guerra ya no tendría la capacidad de evitar la crisis —ni siquiera mediante el complejo militar-industrial—, sino que funcionaría como una excusa permanente para posponerla. La guerra encaja con su modo de actuar, pero no depende solo de su voluntad: es el resultado de la convergencia de múltiples factores estructurales, políticos y económicos.

Colombia, al Consejo de Seguridad

El desafío de nuestro tiempo no es sólo detener una guerra en particular, sino desmontar un sistema internacional que se alimenta del conflicto como motor de la historia. La tarea es titánica, pero es la única alternativa a vivir bajo la sombra permanente de la guerra.

Y, ante este mundo, Colombia empieza a ser miembro no permanente del Consejo de Seguridad. Antes, era fácil: Colombia alzaba la mano alineándose con la decisión política de Estados Unidos.

Ahora, necesitamos demostrar que tenemos una política exterior del cambio y eso implica conocer el mundo, estudiar sus conflictos y ser capaces de mantener una postura digna de un país que se considera potencia mundial de vida y que sigue, de verdad, los principios del derecho internacional.

PD: Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivamente del autor y no reflejan necesariamente la posición de la institución para la cual trabaja. El autor es el asesor presidencial para Oriente Medio, del gobierno colombiano.