Víctor de Currea-Lugo | 1 de abril de 2013
Hace diez años, mientras la inmensa mayoría de la sociedad de los Estados Unidos apoyaba la aventura de Bush en Irak, la sociedad europea se volcó a la calle en su rechazo. Ahora, tanto Europa como Estados Unidos han pasado página: la crisis económica desplazó esa guerra de los titulares y de sus preocupaciones.
La actual crisis iraquí arranca mucho antes de 2003, e incluso antes de su invasión a Kuwait en 1990. Tiene que ver con la locura de Sadam Hussein por convertirse en el líder del mundo árabe, con la crisis iraquí debido a su guerra con Irán en los años ochenta y, en últimas, con el nacimiento en 1920 de ese país llamado Irak.
Después de la disolución del Imperio Otomano al final de la Primera Guerra Mundial, los franceses y los ingleses literalmente se repartieron Oriente Medio. Inglaterra decidió juntar tres wilayas (gobernaciones y/o provincias) de Mesopotamia y ensamblarlas en un Estado: la wilaya de Mosul, culturalmente kurda; las wilayas árabes de Bagdad y de Basra, religiosamente suní y chií respectivamente.
La presión por construir nación ayudó a dar el paso de la monarquía a la democracia, con un proceso de modernización a medias. El aumento del papel del petróleo en la economía dio los medios para mejorar el bienestar pero también para crear redes clientelares y despóticas. La presión de la Guerra Fría enseñó algunas fábulas como la democracia de partido único.
Sadam Hussein cometió por lo menos tres errores esenciales: declarar la guerra contra Irán, que le lleva al desgaste económico y militar; perseguir a los kurdos y a los chiíes, lo cual debilitó su legitimidad interna; y ocupar Kuwait, que le implicó la pérdida de la legitimidad internacional.
Irán sobrevivió al asedio iraquí que contó con el apoyo tanto de la antigua Unión Soviética como de los Estados Unidos; los kurdos y los chiíes fracasaron y pagaron con sus vidas los levantamientos; y la ocupación de Kuwait marcó el comienzo del fin de Hussein.
Durante los años noventa, las medidas económicas contra Hussein por su aventura en Kuwait se ensañaron contra la población civil: aumentó el desempleo y la desnutrición, y disminuyó la esperanza de vida, lo que significa que el impacto económico del embargo fue considerable.
Pero el puntillazo final se da con el nacimiento de la “guerra contra el terror” luego del ataque a las torres gemelas. Bush, obsesionado con Irak, buscó hasta la saciedad vincular al régimen iraquí con los ataques y recurrió incluso a inventarle vínculos con Al-Qaeda y la posesión de armas de destrucción masiva. En esa locura imperial de imponer la democracia, se da la agresión ilegal de EEUU y sus aliados contra Irak el 20 de marzo de 2003.
La guerra no tuvo un plan de postguerra ni de reconstrucción. La declaración de fin de la guerra, hecha por George Bush a las pocas semanas, no pasó de ser más que un simple acto simbólico. Durante los años siguientes, rebeldes contra la ocupación, milicias suníes y chiíes, grupos de Al-Qaeda (que no existían pero que florecieron posteriormente gracias a la presencia de EEUU) se repartieron Irak.
La relativa excepción es el norte kurdo, donde la autonomía otorgada a tres regiones ha permitido un renacer económico y cierta estabilidad social que contrasta con el creciente conflicto del resto del país, en el que se destacan dos escenarios: el de los grupos pro-Al Qaeda (que tratan de extenderse hasta Siria) y el de la confrontación entre suníes y chiíes alimentada respectivamente por Arabia Saudita e Irán, y que en dicha confrontación se libra otro capítulo violento de lo que se conoce como la “Guerra Fría de Oriente Medio”.
El pecado original de la creación forzada de Irak explica parte de las tensiones actuales: el fracaso de imponer Estados-naciones, de perseguir grupos religiosos y/o étnicos excluidos del poder y de apoyar a las élites autoritarias. Irak no es una nación, por eso sólo una estructura federal podría ayudar a dar una respuesta a la crisis (así parece demostrarlo el crecimiento del norte kurdo), pero una nueva articulación regional sería necesaria aunque no suficiente.
Las tropas de EEUU reducen su presencia sin abandonar del todo el país (aunque llamen a dicha reducción “retirada”). Más allá de la presencia militar está la dependencia política iraquí a la lógica de Washington antes que a la realidad local. La lógica de la guerra contra el terror permeó la invasión, así como la actual forma de gobierno. En nombre del terrorismo se persigue a los opositores de un poder central que se atrinchera en la famosa Zona Verde de Bagdad.
La preocupación por la seguridad -especialmente de la infraestructura petrolera- desplazó cualquier agenda social. El reciclaje del viejo ejército de Hussein expresa claramente que a pesar de la guerra la forma de hacer política en Irak siguió en el fondo siendo la misma: clientelista y autoritaria.
Luego de varias elecciones, algunos gobiernos y muchos miles de muertos -hasta 650.000 civiles, según el investigador estadounidense Gilbert Burnham- Irak hoy tiene menos esperanza que antes. Miles de suníes ven al gobierno como una autoridad tomada por los chiíes -en cabeza de Nouri al-Maliki- y contraria a sus derechos, pero vale aclarar que no todos los suníes están excluidos, ni todos los chiíes beneficiados.
Más del 70% de las mezquitas de Faluya fueron destruidas en el curso de la guerra. 4.500 soldados de los EEUU murieron y más de 30.000 quedaron heridos. La promesa de la democracia no ha trascendido más allá del ritual electoral. La Constitución de 2005 sigue sin desarrollarse. Los niveles de corrupción sitúan a Irak en el octavo puesto en ranking mundial en 2012.
En la memoria de muchos iraquíes quedan las torturas a civiles en sus cárceles hechas por soldados de los EEUU así como los crímenes cometidos por las fuerzas de ocupación. Más de un millón de desplazados internos siguen sin recibir ayuda oficial. Aunque no faltan los optimistas, sus argumentos son discutibles. Irak, diez años después del comienzo de la guerra, tiene poco espacio para la esperanza.
Fotografía: guerra en Irak