En las montañas de Antioquia duerme Ituango. Allí sus habitantes se levantan cada día a inventarse la vida, pero no logran soñarse el mañana. Para llegar a su casco urbano atravesamos una finca de los Uribe Vélez, que más parece una base militar a orilla de la carretera.
Después cruzamos los terrenos que en pocos meses serían inundados por la Hidroeléctrica de Pescadero-Ituango (el proyecto hidroeléctrico más grande en la historia de Colombia), y vemos uno de sus campamentos, para 3.000 trabajadores, en el valle de Toledo.
El pueblo ha conocido la presencia de las guerrillas del EPL, el ELN y las FARC, los paramilitares de las AUC y las Fuerzas Armadas. Al llegar, nos recibe una parada de chivas, el bus tradicional; militares patrullando; policías en sus trincheras y un foro de pobladores para hablar de paz.
Algunos miedos vienen de afuera, en estos días la creciente lista de dirigentes populares (y de sus hijos) muertos en otras partes del país, genera entre líderes de Ituango una sensación muy fuerte de viaje al pasado.
Es casi imposible hablar de lo que no se ha soñado; hablar de la paz es más difícil que hablar de la guerra. La gente en el foro convocado por la “Asamblea Cívica la Paz es ituanguina”, va cogiendo impulso y planteando sus dudas; ven el proceso de La Habana como lejano y ajeno. Preguntan por todo: desde la responsabilidad de los civiles en los crímenes de guerra hasta la llegada de desmovilizados a sus tierras, pasando por el histórico abandono del Gobierno.
A una cuadra de la iglesia, hay una placa que recuerda la bomba que explotó allí el 14 de agosto de 2008. Un niño, cruzando el parque y viendo las trincheras allí instaladas, pregunta: “¿cierto mamá que nosotros vivimos en guerra?”
En el parque se encuentra también el monumento de Jesús María Valle, el abogado que denunció las masacres de El Aro y de La Granja, así como la connivencia de la fuerza pública con los grupos paramilitares. Por eso, y por su activismo a favor de los derechos humanos, fue asesinado. La gente no puede pensarse en términos de paz cuando conviven con la guerra.
El corregimiento de El Aro, jurisdicción de Ituango, se conoce más por fuera que por dentro: los libros, los artículos de prensa y las sentencias jurídicas sobre la masacre que hicieron los paramilitares hace ya 18 años, pareciera que poco impacto tienen en sus habitantes, y así lo reconocen ellos mismos.
Uno de los sobrevivientes me dice “nosotros no sentimos la paz porque es que el Gobierno no se ha hecho presente con nada. Lo mínimo que necesitamos es una vía de acceso para entrar y salir”. Por su parte, una líder me dice que los sobrevivientes de El Aro “viven como en un mundo paralelo”, la gente de allí “no sabe lo que pasa fuera de sus montañas”.
En Ituango mismo, El Aro no significa mucho. De hecho, me dicen que la primera jornada de atención municipal realizada allí, con salud y registro de Sisbén, se hizo 17 años después de la masacre. En esa vereda solo hay cuatro sitios con escritura de propiedad: la iglesia, el centro de salud, el parque y la casa de Marco Aurelio Ariza, muerto en la masacre.
La tierra de Marco Aurelio es donde está la bocatoma para el agua del pueblo, pero en aquel lugar está asentado hace años el Ejército. Los militares tienen instalado un tubo más grande que el de la comunidad, me explican los líderes sociales, para abastecerse de agua y a veces “dejan el pueblo sin gota”.
Y otras veces “nos llega el agua toda blanca y con espuma, con juagadura de soldados, porque el tanque del agua es la piscina de los militares”. Los dos últimos jefes militares han prometido evitar esa práctica, pero nada cambió.
La tregua unilateral, me dicen en una cafetería cerca al parque central de Ituango, “ha sido una maravilla, es todo un placer estar en la carretera dizque de noche”. La guerra es tan normal que “los niños ya se habían acostumbrado al sonido de las bombas, una vez hubo un bombardeo como a dos cuadras de la escuela y ni siquiera se suspendieron las clases”.
La guerra es normal, pero la paz asusta. Con cierto temor de que le escuchen, un líder campesino me dice: “y si se van las FARC, ¿quién va a llenar ese vacío?” Parte del miedo es el eventual retorno del terror paramilitar. El peor escenario para ellos es que el Estado (no solo el Ejército), no llene esos vacíos; eso mismo contestaron tres personas en conversaciones diferentes.
Además, temen el “desembarco de chalecos” de organizaciones nacionales e internacionales para “atender el posconflicto”. Los armados siempre les han impuesto una agenda y ahora les preocupa que las ONG hagan lo mismo.
Les preocupa que un pueblo con muy difícil acceso (argumento que suele usar la administración para no ayudarles) se llene ahora de maquinarias para la minería que sí superan las dificultades del acceso; y temen que la paz se quede en una palabra abstracta, mientras siguen con su vida en un pueblo cuyo parque central fue construido en forma de grandes escalas que sirvieran de trinchera.
Publicado originalmente en Las 2 Orillas