Víctor de Currea-Lugo | 12 de junio de 2017
El analista Víctor de Currea-Lugo explica las implicaciones que trae para Medio Oriente la decisión de Estados Unidos de trasladar su embajada a Jerusalén y las complicaciones que puede traer la decisión de un Estado único contrario a todas las normas internacionales.
Jerusalén es una ciudad con un estatuto especial. Desde los años cuarenta, precisamente fue Colombia quien propuso “la internacionalización de Jerusalén” otorgando neutralidad permanente a esta ciudad y a otros lugares, por medio de una legislación que designó a Jerusalén y Belén como ‘Corpus Separatum’, dependiente en forma principal del Consejo de Seguridad de la ONU.
El Consejo de Seguridad recordó en 1971, que «el principio de la adquisición de territorio por conquista militar es inadmisible” y condenó la expansión israelí, diciendo que: “Todas las medidas de carácter legislativo y administrativo que haya tomado Israel con el fin de alterar el estatuto de la ciudad de Jerusalén, incluso la expropiación de tierras y bienes, el traslado de habitantes y la legislación destinada a incorporar el sector ocupado, son totalmente nulas y no pueden modificar ese estatuto”.
Posteriormente, Israel aprobó una Ley Básica (en julio de 1980) por medio de la cual declaró que Jerusalén “en su integridad y unificada” sería su capital. Pero el Consejo de Seguridad rechazó esta norma por considerar que violaba el derecho internacional y precisó nuevamente que “todas las medidas y los actos legislativos y administrativos adoptados por Israel, la Potencia ocupante, que han alterado o pretenden alterar el carácter y el estatuto de la Ciudad Santa de Jerusalén, son nulos y carentes de valor”. En consonancia, el Consejo pidió, al mes de la declaración israelí: “No reconocer la ‘ley básica’ y las demás medidas de Israel que, como resultado de esta ley, tengan por objeto alterar el carácter y el estatuto de Jerusalén”.
Esas resoluciones relacionadas con Jerusalén fueron tenidas en cuenta por la Corte Internacional de Justicia en 2004, cuando, al examinar el estatuto jurídico de la ciudad y su relación con el muro, concluyó que “todos esos territorios, incluida Jerusalén oriental, siguen siendo territorios ocupados e Israel sigue teniendo la condición de Potencia ocupante”.
Ahora, la llegada de Trump a la Presidencia de Estados Unidos ha significado un cambio en la política mundial, particularmente para Oriente Medio en la medida en que Washington vuelve a seguir la política de Tel Aviv centrada en enemistarse con Irán, priorizar la salida militar sobre la diplomática en el caso de Siria y, en términos generales, reforzar la angosta visión de la llamada “guerra contra el terror”.
Trump apoyó la expansión de Israel mediante la creación de más asentamientos; prometió el traslado de la embajada de Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalén; no hizo mención alguna al tema de refugiados y se ha inclinado en contra de mantener la propuesta árabe de “dos Estados”, que hizo carrera en el mundo diplomático.
Así que en rigor, no se puede decir que haya un cambio sustancial de la política de Estados Unidos en relación con el conflicto palestino-israelí, sino un paso más en la misma dirección. La única diferencia es que Trump ha dado muestras de querer realmente implementar lo que promete: leyes antimigratorias y medidas xenófobas como el muro en la frontera con México. Y eso lo sabe bien Israel. La renuncia a la propuesta de “dos Estados” es lo más llamativo de Trump, teniendo en cuenta la legitimidad internacional de dicha propuesta, por lo que el giro adoptado por el presidente nortamericano ha sido rechazado tanto por la Autoridad Palestina, así como por la ONU.
Trump además presionó para que los palestinos acepten a Israel como “Estado judío” y fue más allá, amenazando a la OLP con su expulsión de suelo estadounidense: “Si el gobierno Palestino busca demandar a Israel (o a cualquier ciudadano israelí vinculado con crímenes de guerra) en las cortes internacionales”.
El nombramiento de David Friedman como embajador de Estados Unidos ante Tel Aviv ratificó las promesas de Trump. Friedman es partidario de la relocalización de la embajada estadounidense y apoya los asentamientos. A tal punto que ha hecho donaciones para expandir Israel en los últimos 20 años.
Pero la solución de un único Estado tampoco ofrecería tranquilidad a Israel, quien tendría, por lo menos, dos opciones contrarias a su deseo de anexión territorial: a) dar, en el nuevo Estado, igualdad de derechos a los palestinos, con lo cual su peso demográfico y político obligaría a Israel a reconocer derechos que no quiere otorgar, además de poner en peligro su vocación de “Estado judío”; y b) establecer un Estado con dos regímenes de “ciudadanía”, repitiendo el modelo de Apartheid que tuvo Sudáfrica y del cual ya Israel ha implementado mucho. En ambos casos, se pone en evidencia que el derecho internacional es, para Israel, una amenaza.
Publicado originalmente en Semana