Víctor de Currea-Lugo | 13 de noviembre de 2018
Este artículo empieza mal y terminará peor. Este título ya previene a los que dicen que los venezolanos no mienten, porque dicen aquello que, según nuestra agenda, queremos escuchar. Y molestará a muchos venezolanos que insistirán en decir que nunca exageran, que eso es una exageración.
Empiezo por algunos momentos vividos en Caracas para explicar mi afirmación. El primero fue un twitt que puse en marzo de este año en el que sostenía tres cosas: la inmensidad de la inflación, lo relativo de la escasez y la inexistencia de la hambruna. En menos de 24 horas había recibido más de 4.000 insultos.
La inflación no solo era inmensa en aquel momento, sino que ha ido aumentando de manera dramática. La escasez era y sigue siendo relativa: hay unos productos que se mantienen en el mercado y otros que son casi inexistentes. Lo digo después de visitar varias tiendas y supermercados en diferentes ciudades de Venezuela. Ya sé que no hay la variedad de productos de antes y que los precios están por las nubes, pero esas dos cosas no son escasez. Puse hasta fotos recién tomadas por mí y en las redes sociales decían que eran fotos tomadas en España. Nada que hacer.
Sí hay una escasez de medicamentos que llega al 85%, pero que requiere una explicación más compleja que va desde el contrabando hacia Colombia hasta las restricciones de Estados Unidos a que se le venda a Venezuela, pasando por la incapacidad de desarrollar industria propia en casi dos décadas y por el negocio de los empresarios que reciben los dólares para importar medicamentos y cada vez importan menos por el mismo precio.
Y la tal hambruna, no existe. Después de decirlo hablé incluso con funcionarios de la FAO (organización que distaría mucho de ser castro-chavista) y me confirmó del descenso de calorías por habitante, de la pérdida promedio de peso en la población, pero me confirmó que no había datos técnicos para hablar de desnutrición generalizada y mucho menos de hambruna. Pero la exagerada respuesta no era tanto contra mi per se, sino el comportamiento natural del venezolano promedio.
En las filas para comprar comida, escuché a gente que decía llevar varias horas esperando cuando habían llegado hacía unos quince minutos. Escuché a chavistas insistiendo que todo era obra del imperialismo yanqui, que ellos no habían cometido ninguna falla, que toda la oposición está en la nómina de la CIA y, como me decía una mujer en Lara, “el único error de Chávez fue amarnos demasiado”.
Un amigo quedó de pasar a recogerme y me envió un mensaje a las 8.49 de la mañana diciendo “ya llegué” y a las 8.50 am envió otro que decía “llevo una hora esperando”. Las conversaciones en el Metro, en las filas de los bancos, en las mesas de los restaurantes, son una fuente inagotable de cosas similares. En el centro, escuché a un venezolano explicándole a otro que todos los productos de todos los supermercados de Cúcuta eran venezolanos. Y en una discusión en Twitter, uno de San Antonio sostenía que salían miles de venezolanos cada día (lo que es cierto) pero que ninguno regresaba (lo que es una solemne mentira).
Del otro lado, igual de venezolano, escuché decir que en Venezuela todo estaba bien antes de 1999 y que el país cayó en picada desde el mismo día de la llegada de Chávez al poder. Que hay un genocidio en curso y que la hambruna es innegable.
Un inmigrante venezolano en Colombia, por ejemplo, me dijo que la escuela de medicina creada por Chávez producía curanderos en solo dos años. Así que estando en Caracas, fui a la facultad de medicina, pedí ver el pensum que era de seis años, comparé con el pensum de medicina que estudié en Colombia y no encontré mayores diferencias. Igualmente, pedí entrar a una clase de último año donde, frente a todos, pregunté a algunos alumnos por sus destrezas médicas y no encontré nada diferente a lo que haría un médico colombiano. Pero para poder acceder a esa verdad, tuve que recorrer un largo camino para desmentir a ese inmigrante que, amparado en su condición de venezolano, podía decir cosas que nadie ponía en duda.
En un vuelo internacional, compartí fila con un empresario venezolano que, para resumir, sostenía que los tres millones de viviendas dadas por el Estado no venían acompañadas de la escritura del caso, sino que eran más o menos prestadas por el Estado. Otra vez, me tocó averiguar para ver que la propiedad de tales casas sí se reconoce a las personas que las reciben. Otro largo proceso para desmentir a un venezolano.
Pero la exageración o la mentira no solo es de la oposición. En un hospital de maternidad, me explicaron el aumento de la mortalidad materna por la poca disponibilidad de oxitocina. Pero gran sorpresa cuando me explican que el medicamento está en la aduana, pero no de la India, sino de Maiquetía, esperando por semanas un papel para llegar a un hospital que a menos de una hora está poniendo en riesgo la salud de las mujeres por culpa de la burocracia, no del imperialismo yanqui.
Decir que todos los que han salido del país son vendidos o que lo hacen sin necesidad, no solo insulta a la inteligencia, sino que desconoce el complejo drama que hay detrás de los fenómenos migratorios. Lo mismo pasa con quienes consideran que el dolor frente a la migración es, entonces, un llamado a la intervención militar de los Estados Unidos. Hay, además, una constante incapacidad de aceptar errores propios y los aciertos del contrario.
Meses después en una conferencia en Caracas, un profesor me preguntó por mi opinión sobre Venezuela, aunque el tema de mi charla era sobre la construcción de paz en Colombia. Me vi obligado a contestar y empecé recordándoles la frase de Chávez, cuando en un programa de televisión afirmó haber visto un caimán de 40 metros, lo que a todas luces es una exageración. Uno de los asistentes lo corrigió y Chávez, dice la leyenda urbana, corrigió diciendo que, bueno, de 25 metros sí era. Le dije al público que, después de estar otro mes en Venezuela, había entendido que en esa historia Chávez no era mentiroso ni exagerado, sino venezolano.
Además, en mis debates con ambos lados, encuentro una constante: cuando están a punto de perder abren la ventana a otro tema, dejando sin concluir el anterior; son expertos en desviar los debates, pero pésimos para aceptar la derrota. Abunda el uso de palabras como: nunca, jamás, siempre, todo y nada.
Los colombianos no nos quedamos atrás, hablamos de una invasión de extranjeros, de que traen grave enfermedades que aquí no tenemos, que todos son ladrones o putas, etc. Por ejemplo, circuló el rumor que Maduro había cerrado los hospitales mentales y había traído en buses a todos los enfermos y los había abandonado en Cúcuta. La única manera de saber eso fue entrevistando al director del Hospital Mental de Cúcuta, quien me desmintió todo aquello.
Eso no quiere decir que todo sea mentira. La crisis económica es real, la hiperinflación es real, las filas para comprar alimentos son reales, la migración hacia Colombia y hacia otros países es real, el bloqueo económico que impide a Venezuela conseguir alimentos y medicamentos es real, los planes para intervenir militarmente son reales, la fractura de una oposición mezquina es real, y la burocracia y la corrupción oficial también son reales.
El problema de la exageración venezolana es que no discrimina nivel social o académico. Sobre estas bases exageradas se gobierna y se hace oposición, se analiza y se proponen alternativas, etc. Los inmigrantes, por su parte, exageran por lo menos por dos cosas: porque son venezolanos y, por una cosa totalmente humana y presente en todos los fenómenos migratorios: quieren subrayar su estado de necesidad para justificar una eventual ayuda. Y el problema de muchos es que, aunque la crisis venezolana es real, la quieren presentar como la más grave del mundo y hasta proponer una acción militar, mientras callan frente a Siria, Yemen, los inmigrantes centroamericanos o el asesinato de líderes sociales en Colombia.
Como si fuera poco, del lado colombiano, el embajador de Colombia ante Estados Unidos, Francisco Santos, sostuvo que el ELN es un grupo paramilitar del gobierno de Maduro. Y el venezolano Javier Tarazona, dijo que en Venezuela había 50.000 guerrilleros del ELN; si eso fuera cierto, tendrían muchos más en Colombia y ya se hubieran tomado el poder. Y esas son el tipo de fuentes que citan en muchas partes para explicar Venezuela.
Lo cierto es que, como advertí el comienzo, este es un artículo llamado al fracaso. Algunos dirán que es exagerado; no, los exagerados son los venezolanos desde su realidad y los colombianos desde su xenofobia.
PD: en la distribución de responsabilidades de sobre la actual crisis venezolana, hay que dejar un lugar especial para los especuladores, quienes contribuyen al acaparamiento y a la inflación.
Publicado en Nodal: La exageración venezolana