Víctor de Currea-Lugo | 10 de septiembre de 2007
Víctor de Currea-Lugo explica por qué no toda buena acción es un acto humanitario, por muy humano que sea, ni las víctimas en Colombia pueden ser sólo las víctimas que le interesan a cada uno.
Hay expresiones que de tanto usarse han perdido su significado, una de ellas es la palabra “humanitario”. Humanitario es aliviar y prevenir el sufrimiento humano, sin discriminación, de las víctimas de los conflictos armados. Implica humanidad (de allí su nombre) e imparcialidad, por tanto no toda buena acción es, en rigor, humanitaria. Lo humanitario es un fin en sí mismo y no un medio, por eso no son humanitarias las operaciones cívico-militares donde los gobiernos en vez de cumplir sus deberes envían sargentos a sacar muelas y soldados a arreglar zapatos. Tampoco fue humanitaria la liberación que hizo Uribe de los guerrilleros de las Farc, porque ellos no eran víctimas; ni son humanitarias (aunque las llamen así) las ayudas dadas a los paramilitares por desmovilizarse: lo humanitario no es ayudar a los victimarios, sino a las víctimas.
Lo humanitario busca contribuir a la defensa de las víctimas en cuanto personas, sujetos de derechos, se autolimita a tres espacios: la asistencia en términos de bienes y servicios esenciales, la protección de sus derechos y el testimonio o la incidencia a favor de las víctimas. Lo humanitario no sirve para hacer la revolución social ni como excusa para negar a las víctimas el derecho a ser sujetos políticos y sociales. Las organizaciones humanitarias se pueden declarar neutrales, pero las víctimas no tienen obligación alguna de neutralidad porque son ciudadanos, con derecho a derechos, con derecho a expresarse libremente.
En Colombia, desde la derecha se ve lo humanitario como algo peligroso cuando cuestiona la impunidad; desde la izquierda se ve lo humanitario como algo ingenuo porque no contribuye a la revolución social; lo cierto es que lo humanitario no guarda silencio frente a los crímenes de guerra, pero tampoco es un instrumento político para otros fines. Lo humanitario, por definición, no reemplaza las luchas sociales ni se limita a repartir arroz. Tanto sobre lo humanitario como sobre otros conceptos, hay que volver a lo básico renunciando al adorno del adjetivo que, algunas veces, vacía al concepto de contenido.
Las víctimas invisibilizadas
En Colombia, dolorosamente, pareciera que las víctimas del conflicto son sólo “las víctimas que me importan”, tal vez por eso se usa tanto la expresión “civiles inocentes”, como si hubiera “civiles culpables”. El vicepresidente Francisco Santos marcó el camino: hablar del secuestro evadiendo la desaparición forzada. Un familiar de un desaparecido decía “no es lo mismo decir ‘desaparecieron a mi tío’ que decir ‘secuestraron a mi tío’; si hubiera dicho lo segundo, la gente habría sido más tolerante”. Lo mismo pasa con el desplazamiento forzado, las víctimas de la limpieza social y de los agentes del Estado: la invisibilización de estas víctimas es institucional, social y hasta legal.
Esto no niega ni pone en duda de manera alguna el drama de los secuestrados y de sus familiares, busca pensar más allá del drama individual (para que el que es válido buscar salidas también individuales), busca invitar a la reflexión sobre salidas colectivas y, en cuanto tales, equitativas e incluyentes para con todas las víctimas.
La teoría de John Rawls sobre cómo construir el contrato social y, con este, la garantía de los derechos humanos en una sociedad decente, parte de que cada integrante de la comunidad acepta unas reglas generales que son reconocidas como válidas, pero sin que las personas sepan cuál será su puesto en dicha sociedad, es decir, con exclusión de información, llamemos, de las posibilidades individuales. Si aplicáramos este criterio en la formulación de un pacto humanitario, todos aceptarían unas reglas racionales que serían universalmente aplicadas a todas las víctimas sin que ningún civil sea excluido por el hecho de ser, por ejemplo, de izquierda, pues éste desconocería su condición de discriminado en una sociedad derechizada. Un ejercicio mental y jurídico que requiere madurez y seriedad.
Un ejemplo es el caso de los recientes crímenes contra integrantes de partidos uribistas; yo no soy uribista, políticamente serían mis contrarios, pero en el campo de los derechos humanos son mis iguales y, por tanto, debo rechazar los crímenes contra ellos en cuanto civiles, aunque algunos de ellos sean mentalmente incapaces de entender como crimen lo que los paramilitares y el Estado hicieron a la Unión Patriótica. Las víctimas del partido de La U no son, desde un serio abordaje humanitario, menos víctimas que las de la UP. Ahora, el debate político lo sistemático del exterminio de opositores a las elites y la posición de clase no puede ser reducido a lo humanitario.
Problemas del canje o intercambio
El llamado canje o intercambio humanitario urge, pero sin duda sería sólo una parte de la respuesta humanitaria. Un problema es pensar que hay víctimas de víctimas. Aquí en París, parece que en Colombia no hay ni desplazados ni desaparecidos ni más secuestrados que Íngrid Betancourt (cuyo secuestro es sin duda un hecho repudiable), por eso urge una mirada más global, que a su vez cuestione el papel de la comunidad internacional y la comprometa.
Más allá de los respetables dramas individuales, el problema es que incluso, en el mejor de los casos, el llamado canje sería una deseada solución para “esas” víctimas, pero no para las víctimas en general; es loable pero es incompleto. La entrega de los soldados de las Delicias en 1997 no garantizó el fin de las detenciones en combate, como tampoco los procesos contra algunos militares han detenido la participación de agentes de las Fuerzas Armadas en nuevos crímenes de lesa humanidad; por eso un canje hoy no es garantía de avances en el respeto a los civiles para mañana.
Hay debates jurídicos, por ejemplo, es un error pensar que jurídicamente es lo mismo una persona acusada de rebelión, que un civil secuestrado, como un soldado detenido en combate no es jurídicamente lo mismo que un civil secuestrado. No estamos jurídicamente ante un canje de prisioneros de guerra porque los secuestrados no lo son y los guerrilleros tampoco porque esa categoría es sólo válida en conflictos internacionales. Pero todo ello es superable. Bastó una llamada de Sarkozy para demostrar que el Estado es susceptible de presiones y capaz de asumir una postura favorable cuando le apetece. Estados Unidos ha dicho que “no negociarán con terroristas”, pero en Irak, en Israel y en otras partes del mundo han permitido que gobiernos hablen con sus enemigos y negocien, así que tampoco esto es un obstáculo.
Ahora, el canje enfrenta dificultades operacionales, pero ninguna de ellas es insalvable: que si zona de despeje, que si diálogo en el exterior, que si mediación internacional, etcétera. Lo que no se puede es confundir el medio con el fin, lo que han hecho sistemáticamente hasta ahora tanto las Farc como el gobierno; si hay la voluntad política necesaria el cómo, más allá de un ejercicio de soberbia de las partes, será secundario (no menos, pero tampoco más). Si Uribe aprobase otro despeje (lo que no es indispensable), ya los uribistas buscarán cómo justificarlo, como se justificó la encarcelación unilateral de guerrilleros de las Farc o la zona desmilitarizada de Santa Fe Ralito. Si las Farc aceptan lo que planteó ‘Simón Trinidad’ de retirar su nombre par facilitar el proceso, pues habrá un obstáculo menos.
Para resumir, lo “interpretable” del derecho en Colombia (más aun, la vigencia del derecho humanitario) y el juego de los medios de comunicación, hacen posible superar los escollos para realizar el canje humanitario, excepto uno: la voluntad política de las partes del conflicto. Para que un canje funcione, se requiere que las partes lo vean como un espacio de lo humanitario, no como otro espacio de confrontación política, el canje no es un asunto de ganadores y de perdedores (un eventual despeje para consolidar a las Farc no es humanitario). Desde el punto de vista pragmático, la nula tradición golpista de las Fuerzas Armadas y la “flexibilidad” del legislador harían posible un canje que incluso beneficiaría políticamente, aunque duela decirlo, tanto a las Farc como a Uribe, como sucedió en 1997 con la entrega de soldados de Las Delicias. Un intercambio hoy no da el poder a las Farc ni mella el poder de Uribe, pero sí mejora la suerte de las víctimas.
Hacia un pacto humanitario
Pero hay cosas más allá del llamado canje. Los salvadoreños no se plantearon “humanizar” el conflicto, sino resolverlo. El problema es que en Colombia las partes del conflicto, el Estado y las guerrillas, no están por una solución al conflicto sino por su agudización, por eso lo humanitario tiene aun más sentido. Cuando Uribe plantea el rescate militar y luego de seis años de gobierno su balance es más que pobre, pues urge insistir en la salida negociada, así sea parcial, a la situación de los civiles afectados por el conflicto. No se puede responder a las exigencias humanitarias de la sociedad con triunfos en el campo de batalla, son hechos de ámbitos diferentes.
Digo Pacto y no Acuerdo porque el Acuerdo se ha reducido en el imaginario colombiano al canje de personas que han perdido la libertad. Además, otros llamados al acuerdo humanitario han girado más sobre la solución misma del conflicto que sobre la implementación inmediata de la protección de civiles. La demanda de verdad, justicia y reparación elevada por las víctimas es justa, pero incompleta: se necesita además asistencia humanitaria, protección y defensa de los derechos de las víctimas, ya mismo.
La propuesta de un Pacto Humanitario (o como quieran llamarlo, pero diferenciándolo del mero canje) no es una asamblea constituyente ni el reemplazo a un proceso de paz, es algo más modesto: el acuerdo mínimo esencial de las partes del conflicto y de la sociedad en su conjunto para que las víctimas, y todas ellas, tengan derecho a beneficiarse de la acción humanitaria en términos tanto de asistencia como de protección, sin discriminaciones ni perversas clasificaciones entre víctimas, con el fin de disminuir el dolor mientras se consolida una salida (política porque militar es imposible) al conflicto armado colombiano.
El llamado puede sonar simple, pero no lo es: aplicar el Derecho Internacional Humanitario; distinguir civiles de combatientes, no usar armas prohibidas y garantizar la asistencia y la protección de las víctimas. Pero en Colombia se percibe que el conflicto es tan “único”, que necesita un derecho humanitario único, lo que no es para nada cierto. Por eso ha hecho carrera retorcer el derecho, cito sólo algunas cosas que se deben corregir: no hablar de “neutrales activos”, como dice hasta Uribe, sino de población civil; no hablar de secuestros “justificados”, sino de respeto a la libertad de los civiles; no hablar de daños colaterales, sino de crímenes de guerra frente al uso de cilindros de gas por parte de las Farc; hablar de partes en conflicto, una de las cuales es, sin duda, las Fuerzas Armadas; asumir que es un delito la desaparición y la tortura y no elementos válidos para la “seguridad”; entender que objetivos militares no son las personas sino, en casos específicos, objetos o sitios; insistir en que la omisión de los representantes del Estado es un delito, y diferenciar entre lo que son las exigencias humanitarias de la sociedad y lo que son los pactos que firman los guerreros, no las víctimas, y por tanto, ni los llamados acuerdos de Maguncia (con el ELN) ni del Nudo del Paramillo (con las AUC) fueron acuerdos humanitarios.
Esto no niega la lucha sindical ni desvía los diálogos con el ELN, ni niega el impacto del desplazamiento en la estructura de la tenencia de la tierra, ni pide impunidad para las guerrillas, ni cuestiona el gobierno de Uribe, simplemente delimita un espacio político y social para devolverles la dignidad a las víctimas del conflicto (sin más adjetivos) y busca que la acción humanitaria recupere sus principios de humanidad, imparcialidad e independencia.
Precisamente por eso no se puede mezclar en dicho Pacto ni el mal llamado “proceso de paz” con los paramilitares, ni con ningún otro proceso de paz: un Pacto humanitario no es un acuerdo de paz. No debe incluir ni la re-elección de Uribe, ni la reforma tributaria, ni ninguna otra cosa, no porque se quiera negar la complejidad del conflicto, sino precisamente siendo consciente de esa complejidad. El problema no es sólo convencer a Uribe de que acepte que hay conflicto, que el derecho humanitario es algo innegociable; no es sólo convencer a las Farc de que el ataque a los civiles es injustificable, el problema es –tal vez el más grande– convencer a la sociedad en ser civilista, en creer en los derechos humanos con todos sus costos, en adoptar para sí normas universales aplicables a todos los seres humanos; convencer a la sociedad de renunciar a las dos más usadas frases frente a las víctimas de los crímenes de guerra: “algo habrá hecho” y “por algo será”.
Publicado originalmente en Semana