Víctor de Currea-Lugo | 9 de noviembre de 2012
La fuerza que lucha contra Bashar al Asad no es homogénea: hay varios intereses, pero eso no constituye una fatalidad antidemocrática. A la oposición siria se la acusa de fracasar porque todavía no ha tomado el poder, o de triunfar porque ha logrado controlar parte del país y avanzar hacia Damasco. Es decir, la oposición siria da ejemplos para sustentar teorías contradictorias.
El llamado Ejército Libre Sirio (ELS) ha protegido civiles en su retirada hacia la frontera turca (como nos lo decían allí las propias víctimas) y también ha ejecutado sin fórmula de juicio a miembros del ejército y de sus aliados paramilitares —los shabiha— capturados en combate.
Bajo la sigla de ELS confluyen un sinnúmero de expresiones armadas no siempre coordinadas entre ellas, sin que sus diferencias se resuelvan usando un mismo nombre porque, como dice Nietzsche, “la unidad del nombre no garantiza la unidad de la cosa”. Incluso, algunas milicias no se consideran parte del ELS.
La falta de unidad fue una de las causas del fracaso de la revuelta siria de 1925 contra los franceses, pero esto no hay que verlo necesariamente como un símbolo de descalabro. Tampoco estaba unificada ni homogénea la resistencia francesa contra el nazismo, y los sandinistas se unieron apenas pocos meses antes de la caída de Somoza.
En el mundo árabe ese tipo de confederaciones no son una rareza: Hizbolá nació de una confederación de grupos armados contra la ocupación israelí del sur del Líbano, y la Organización para la Liberación Palestina (OLP) es también una coalición de fuerzas.
Con todo y sus diferencias internas, en el ELS no se observan tensiones por quién es kurdo e incluso por quién fue del ejército de Al Asad y hoy día está en la oposición. Ya muchos superaron la tensión sobre el uso de la violencia y ese no es un debate de principios sino de métodos.
El Consejo Nacional Sirio (CNS) sigue siendo un aglutinador de la gran mayoría de sirios en el exilio, pero no es la única fuerza opositora: hay un gran número de fuerzas políticas contra Al Asad, desde los Hermanos Musulmanes hasta el Partido Comunista, lo que no niega las legitimidades propias de cada una. Estados Unidos cuestiona al CNS, al que reconoce en la medida que le sea funcional, pero al mismo tiempo amenaza con buscar un nuevo interlocutor.
Por su parte, el ELS enfrenta tres problemas: la presencia de Al Qaeda, el riesgo de cooptación por parte de EE.UU. y, el más grave, la necesidad de coordinación militar en el terreno. Pero ninguna de esas tres realidades niega la justeza de la lucha contra Al Asad.
Unas revueltas árabes, plagadas de agendas variopintas, cuya principal característica es la inexistencia de una única vanguardia (lejos de un modelo leninista), mal podrían tener una única organización militar. Su fortaleza es a la vez su riesgo, pero eso hace parte de su naturaleza plural.
El desacuerdo de hoy no es una fatalidad antidemocrática. Sería útil entender que la guerra es una fase que no reemplaza al debate que vendrá cuando caiga el régimen y los sirios puedan discutir, en la arena política, cuál Siria quieren.
Buena parte de la respuesta no está en el ELS ni en el CNS, ni mucho menos en la CIA, que trata de pescar en río revuelto, sino en los Comités de Coordinación Local, creados desde marzo de 2011. Esa fe en las estructuras locales, de base, que son las que están en el día a día del frente de guerra, es, en últimas, la garantía de que la revolución no terminará, en su afán por unificarse, creando su propio verdugo.