Víctor de Currea-Lugo | 16 de mayo de 2018
No hay víctimas buenas y víctimas malas, ni tampoco víctimas de primera y de segunda clase. Bueno, no debería haberlas, pero la realidad mediática y política muestra otra cosa. Más allá de la condición de víctimas, válida y necesaria, las personas civiles también se posicionan como ciudadanos, frente a los actores armados.
Buena parte de esas dos reivindicaciones, como víctimas y como ciudadanos, se alimenta de una nueva conciencia en la que ayuda el derecho internacional. Fue la Segunda Guerra Mundial la que dio origen al IV Convenio de Ginebra, relativo a los civiles en los conflictos armados. Y desde el genocidio de Ruanda y el desarrollo del derecho internacional, aparece un nuevo reconocimiento a la noción de víctima. Esto llevó a que las víctimas aparecieran en las agendas de los conflictos, lo que no era usual. Es el caso de Guatemala, El Salvador, Ruanda y Sudáfrica.
Eso generó movimientos de víctimas. También vimos organizaciones similares en Argentina, como las Madres de Plaza de Mayo, o en España, donde nacieron varios grupos contra la violencia de ETA. Y su principal herramienta fue, precisamente, los valores de los derechos humanos.
En muchos conflictos, las víctimas y sus organizaciones, en el marco de la acción colectiva de la sociedad civil, ha creado propuestas de paz. Lo hemos visto en Darfur (Sudán), Palestina, Filipinas, Irlanda y Guatemala. Pero, hay que decirlo, las partes armadas en la negociación de sus guerras, a veces tienen cierto desdén hacia la sociedad civil y frente a sus propuestas.
Pero más allá de sus propuestas políticas, una de los principales desafíos, tanto de las víctimas como de los ciudadanos, es trascender los mitos y creencias que desvían la responsabilidad de los actores armados y buscan culpabilizar a las víctimas de sus propias desgracias. Ese tipo de nociones, conocidas como violencia cultural, son comunes especialmente en los casos de violencia sexual.
Además, en el reclamo de derechos civiles y políticos, las víctimas son muchas veces presentadas como si fueran, entonces, parte de alguno de los actores armados, como su brazo político y, por tanto, sujeto de ataques. Eso se ha visto en la mayoría de guerras donde la polarización no permite imaginarse que un civil defienda derechos sin estar por ello involucrado en un grupo armado. Esta es una de las constantes en la guerra siria, así como en Afganistán.
En otros conflictos, es interesante la capacidad de comunidades muy pobres y marginadas, para generar su propia voz. Es el caso de los Rohingya en Birmania, y de las comunidades rurales de Darfur. Pero esta voz se enfrenta, muchas veces, con voces externas, ya sea de actores armados o hasta de agentes de cooperación internacional, que tratan de definirle su propia agenda: la políticamente correcta.
En la búsqueda de justicia, las víctimas se han movilizado entorno a mecanismos jurídicos específicos, como en los casos de Sudáfrica y Ruanda, a pesar de las imperfecciones de los dos sistemas. Pero, una enseñanza relevante es que, en ambos casos, la promesa de reparaciones económicas afectó la búsqueda de la verdad.
Finalmente, en muchos casos son las víctimas y las comunidades las que asumen tareas de la construcción de paz que los actores firman, tales como la reparación simbólica, la búsqueda de desaparecidos o la exploración en espacios internacionales de la justicia debida.
Los casos de Filipinas, Irlanda y Guatemala, entre otros, muestran que sí es posible construir desde la ciudadanía; pero los mismos también muestran las limitaciones que enfrentan, la estigmatización, las limitaciones en su participación, el verticalismo hacia ellos por parte de quienes hacen la guerra.
En el caso colombiano, las víctimas han ganado un puesto en los procesos de paz recientes con las FARC y con el ELN. Pero esto no ha sido gratuito, sino el resultado de décadas de denuncia y trabajo organizativo. El balance es agridulce: por un lado, hay leyes sobre las victimas y un mayor reconocimiento jurídico; por otro lado, sus lideres siguen siendo asesinados. Construir paz requiere participación y la participación requiere garantías.
Tanto los rebeldes en armas como los Estados que los combaten invocan a la ciudadanía y a las comunidades como justificación para sus acciones de guerra, pero la paz, finalmente, la reducen a armisticios o entrega de armas. La guerra es un problema de los guerreros, pero también de las víctimas, mientras la paz es una construcción mucho más seria, más de la sociedad como un todo y, por eso mismo, no se puede dejar en manos de los guerreros.