Víctor de Currea-Lugo | diciembre 5 de 2018
Solo en 2008, Estados Unidos excluyó a Nelson Mandela y al Congreso Nacional Africano (CNA) de la “lista de terroristas”, mientras la Carta de la Libertad del CNA (1955) es lo más parecido a la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Las opciones de Mandela no estuvieron determinadas por una radicalidad ciega, sino por una lectura de la realidad. Al comienzo de su lucha contra el Apartheid nunca descartó la lucha armada ni tampoco la convirtió en un dogma.
En los documentos del CNA, nunca se incluyó la lucha contra el capitalismo, sino que sus banderas eran nacionalistas. Rechazó la consigna de “arrojar el blanco al mar” y luchó por la inclusión. Su reivindicación de la lucha armada bajo el principio de que fuera “violencia debidamente controlada”, consciente de que la violencia (en la primera fase, el sabotaje) llevaría a la larga a la guerra: “No queríamos comprometernos a una guerra civil, pero queríamos estar listos si se hacía inevitable”. El sabotaje buscó alejar la inversión extranjera y atacar símbolos del Apartheid.
Como abogado de formación, defendió a presos políticos: “Este sistema de justicia permite que el culpable arrastre al inocente al juzgado” y denunció a los paramilitares blancos que buscaban el exterminio de la CNA. Pero no por ello, aceptó leyes ilegítimas: “¿Debíamos aceptar la ley que declara que protestar es delito, y así traicionar nuestra conciencia?”. Por eso, fue presentado con los suyos como “peligrosos revolucionarios que pretendíamos el desorden y la sedición”.
Mandela siempre tuvo clara su lucha: “Luchamos contra dos cosas (…): la pobreza y la carencia de dignidad humana”, y estuvo abierto a varias formas de lucha. Pidió armas a Occidente que le fueron negadas bajo el argumento de que caerían en manos de “extremistas”. El proceso de paz no fue para él un acto de rendición, sino de negociación, en las que ambas partes deben estar “dispuestas a hacer concesiones”. Dijo, además, que el pueblo debe ser consultado “sobre el contenido de tales negociaciones”, entendiendo que tales diálogos “no significan el fin de la lucha, sino su continuación”.
Para Mandela, la paz pasaba por debates como la propiedad de la tierra (“el 87% de la tierra es propiedad de los blancos”, dijo a los empresarios), las relaciones de poder económico y la “excesiva concentración del poder”. Frente al Congreso de EE.UU., defendió el “crecimiento con equidad”.
Al dejar el poder, esperó en vano que la brecha social disminuyera. Soñó “una Sudáfrica no racista, no sexista y democrática”. Lo triste es que hoy Sudáfrica es el país con más desigualdad en el mundo, y el Apartheid contra negros parece haber sido reemplazado con uno contra pobres. En 1990, Mandela dijo de manera profética: “El Apartheid no ha muerto todavía. La igualdad y la democracia continúan siendo ajenas”. Mandela justificó la violencia política cuando la creyó válida, levantó la bandera de la paz con la misma responsabilidad, gobernó para blancos y negros haciendo de la reconciliación un credo y rechazó ser reelegido.
Publicado originalmente publicado en: https://www.elespectador.com/opinion/mandela-lecciones-para-colombia-columna-463136