Víctor de Currea-Lugo | 1 de abril de 2024
En la quema de brujas lo que menos importa son las brujas (aunque claro que debería importar). No solo porque se les puede quemar, como muestra la historia, sin ningún pudor, sino porque todos sabemos que su quema no resuelve el problema: la brujería. Y en eso anda Estados Unidos con Benjamín Netanyahu.
El problema de Egipto no era Hosni Mubarak, aunque él encarnara el control del Estado por los militares, incluyendo en ello la economía nacional. El problema era (y sigue siendo) el vacío de democracia, desde la época de Gamal Nasser hasta nuestro días (y desde los faraones). Luego vino, como respuesta a las revueltas árabes, el actual Gobierno de Abdulfatah al-Sisi, otro general de la misma formación que Mubarak y Egipto siguió siendo el mismo.
Los militares no quemaron a Mubarak, pero lo negaron. Recuerdo que, en la campaña de hace más de 10 años, Egipto fue tapizado con fotos de líderes militares para contrarrestar el avance de la Hermandad Musulmana, pero sin Mubarak. Ahora, si tuvieran que quemarlo para salvar el “honor militar” lo habrían hecho.
Ese afán de personificar los males para quemar personas y no la maldad, es tan viejo como la humanidad. La doble moral victoriana se despachó contra Oscar Wilde porque así tenía con quién lavarse las manos. El problema no es la bruja que arde, es el mensaje contundente a los que miran la hoguera.
Algunos ilusos trataron de convencernos que muerto Adolfo Hitler se acabó el fascismo, o que muerto Francisco Franco se acabó el franquismo, pero ahí siguen las dos expresiones políticas. Porque si bien sus líderes jugaron un papel importante, también su desaparición física permitió hablar de una Europa de los derechos humanos sin que hubiera una real revisión de la permanencia del fascismo.
Ahora nadie quiere con Netanyahu, sus soldados salen a decir que “el Israel de hoy no es el mismo de antes”; Joe Biden dice que Netanyahu debería ser más cuidadoso y se abstiene de vetar una resolución de la ONU, y hasta Donald Trump le sugiere que dé un paso al lado.
Esa es la mayor de las trampas: creer que Netanyahu está “poseído por la maldad” dejando de lado el debate sobre la maldad; es una trampa creer que el Israel de hoy es diferente del mismo Israel del genocidio de Sabra y Chatila en 1982, de los bombardeos a Gaza de 2008, 2014, 2016 y 2021.
No es (solo) Netanyahu, es el sionismo
Así las cosas, la “solución” gringa ese quemar a Netanyahu, pero sin decir nada de David Ben-Gurion, Golda Meir, Manájem Beguin, Ehud Barak, ni de Ariel Sharon. Tampoco son solo estas personas, sino que es una política sionista instaurada en el corazón de la sociedad israelí que hoy sale a gritar: “muerte a los árabes”. Repito: pueden poner de primer ministra a la madre Teresa de Calcuta o a Mahatma Gandhi (asumiendo que era tan buenos como dicen), y las cosas serían lo mismo.
Por eso, más allá del compartido deseo de ver a Benjamín Netanyahu y a su caterva de cómplices en un tribunal o de lograr distinguir algo tan simple como el sionismo del semitismo, el problema es que el Israel real, el que existe, el que está en sus leyes e instituciones, es esencialmente racista.
De la misma manera que la Sudáfrica del apartheid o que la Camboya de Pol Pot, las instituciones son las que determinan las lógicas políticas y no las personas. Por eso una cosa es Barak Obama como negro defensor de los derechos humanos y otra como presidente de Estados Unidos.
La naturaleza sionista de Israel lo hace racista por definición, y la consumación de su proyecto implica, de suyo, una limpieza étnica. Y las limpiezas étnicas son violentas: lo vimos en Ruanda y en la antigua Yugoslavia.
Por eso, el genocidio de los palestinos no puede verse como algo que empezó por “generación espontánea” el 7 de octubre, ni se resuelve con resoluciones de la ONU (por más plausibles que sean); no se puede esperar otra cosa del sionismo.
Estados Unidos tiene ya una larga tradición de pagar a sus antiguos aliados con traición, como lo hizo con el panameño Manuel Antonio Noriega. Todo indica que ya empezó al camino cuesta debajo del ucraniano Volodímir Zelenski, otrora invitado especial, ahora visto con desdén y mañana, de ser necesario, quemado en la hoguera.
Claro que existe Netanyahu y que debe responder, pero la gran posible jugada del poder imperial es hacernos creer que “muerto el perro se acaba la rabia”. Y de ser necesario, para salvar a Israel quemarían a Netanyahu. Aquí algunos quemarían a Álvaro Uribe Vélez, pero salvarían el uribismo.
PD: Colombia debería plantearse seriamente juzgar a los colombo-israelíes que participen en crímenes de guerra en Palestina, como lo plantean voces en Sudáfrica y en Francia (ahora dirán que eso es antisemitismo).