Víctor de Currea-Lugo | 24 de septiembre de 2007
El debate sobre la paz y el uso de las armas debería tener una perspectiva menos parroquiana, el debate de los luchadores por la paz no puede ser un debate de hinchas entusiastas camino a Melgar.
El debate sobre si el Polo Democrático debe condenar la lucha armada o si las FARC combinan las formas de lucha y todas esas cosas, debe ir más allá de una acalorada discusión de hinchas, más allá de Melgar. Aunque a los uribistas les duela, no se puede ser uribista y pacifista, ustedes lo eligieron y lo re-eligieron porque prometió “fuete”. Pero tampoco se puede creer en los Convenios de Ginebra (que regulan la guerra, pero no la prohíben) y ser pacifista, por más vueltas jurídicas que se quiera darle al asunto.
Yo no soy pacifista, pero no soy uribista. Entonces, me dirán: ¿usted apoya al narcoterrorismo (sic)? Pues no, porque hay violencias de violencias. La violencia contra el fascismo la defiendo, sin ella el Ejército Rojo (porque fue el Ejército Rojo, no Tom Hanks y sus muchachos) no habría aplastado a Hitler. He trabajado en varios países con conflictos armados (Colombia, Palestina, Sudán) y hay contextos donde la violencia tiene justificación moral, jurídica y política, pero no cualquier tipo de violencia. Cuando la causa de la violencia es literalmente la autodefensa (no como la entiende Uribe o Marulanda) es un contrasentido condenarla; la violencia contra el ocupante en Irak y en Palestina no puede ser más justa (pero resistencia no es lo mismo que terrorismo); la guerra del Frente Polisario de los saharauis contra Marruecos fue incluso una guerra de supervivencia.
Y luego me dirán que por ejemplo Gandhi logró la independencia con la paz. Pero ¿cuál independencia? India hoy es un país podrido en la hambruna, la desigualdad y las castas; además el mismo Gandhi usó tropas contra los portugueses en Goa, y apoyó la lucha armada contra Hitler. A Hitler se le venció mediante la violencia, las guerrillas sandinistas pudieron derrocar a Somoza sólo con la violencia, no con gladiolos.
Pero, repetirán, la violencia sólo engendra violencia: pues no. Tanto a largo como a corto plazo; la violencia a veces da resultados más allá de más violencia; esto no es una apología a la violencia, es una verdad histórica que puede o no gustarnos, pero que es real. ¿Acaso el violento golpe de Estado de Pinochet generó una contra-violencia? ¿Acaso el asesinato de los lideres guerrilleros colombianos ha generado alguna respuesta violenta? No. La UP es una prueba concreta: exterminaron un partido político entero y no les pasó nada. ¿Podríamos pedirles a los judíos en los campos de exterminio que fueran pacifistas? Cuando el mundo supo del genocidio de Ruanda se habló de que se debieron enviar tropas para evitar tal mortandad, y en caso de haberlo hecho ¿se esperaba que las tropas evitaran la masacre con terapias grupales?
El problema es si el pacifismo pregonado es absoluto o relativo, si depende o no del contexto (y no de la moda o de que quien la ejerza sea de los míos), si hay relación entre los fines y los medios. En mi postura, las guerras que son guerras per se (guerras metodológicas), las guerras que no respetan a los que no participan de ellas, como es el caso de los civiles, las guerras cuyos fines no son justos, pues son guerras que no respaldo. No respaldo a las FARC porque su guerra no es justa, ni en su fines ni en sus formas, porque su fin último no es ni sombra de lo que soñó Marx.
Más allá de si hay posibilidad o no de un triunfo militar; en Colombia la guerra de guerrillas fracasó porque se las robaron las FARC y en su dinámica reproducen al Estado burgués autoritario del que habla Horkhaimer, el mismo Estado que venera Uribe. Lo repito, ni sus medios, ni sus fines son loables.
Pero eso no quiere decir que toda violencia contra las FARC sea “buena”. Algunos hinchas de la paz uribista parece que están programados para no oír ni la palabra paramilitar ni la palabra motosierra. Un secretario (ministro) de Estados Unidos se refirió a uno de los Somoza diciendo: “es un hijo de perra, pero es nuestro hijo de perra” y, luego posó de pacifista. Me dan más temor esos falsos pacifistas que los que aceptan abiertamente cierto tipo de violencia en condiciones determinadas.
Tampoco creo que la postura ideal sea salir a rasgarse las vestiduras contra la lucha armada en un país donde la guerra no es el fin de la política sino su más fiel aliado. Las FARC no se inventaron “la combinación de la formas de lucha”; la aprendieron de la burguesía y de sus partidos tradicionales, que la han ejercido desde antes del Siglo XX.
Ahora, si hablamos pensando en la hinchada que vota, pensando sólo hasta Melgar, pues no hay problema: hay que declararse pacifista. No dudo de la honestidad de los pacifistas, simplemente abro el debate sobre la eficacia de sus métodos en ciertos contextos. La “prevención de conflictos” no puede ofrecer un balance de logros digno de aplausos, y la llamada “educación para la paz” no toca el poder, aúlla pero no muerde.
Los tres hermanos Castaño y Rito Alejo del Río y las FARC y hasta Uribe se han declarado amigos de la paz. Yo me declaro amigo de la justicia (de la social, no de la guillotina). Por tanto, siendo el valor último la justicia, pues sacrificaría la paz bajo ciertas circunstancias excepcionales, siendo el valor último la paz tendría que, en caso de colisión de valores, sacrificar la justicia. Cualquier ejercicio de la violencia, una vez haya pasado el filtro de la pertinencia política y la oportunidad práctica, debe asumir un componente ético que se expresa en por lo menos dos ámbitos: el respeto a los civiles y el combate contra el militarismo interno. En Colombia la degradación de la guerra hace difícilmente defendible las ideas en contra de una salida negociada del conflicto armado.
Si quienes apoyaron la guerrilla en décadas anteriores lo hicieron sobre la base de la injusticia y la falta de opciones políticas, entonces deben renunciar a la guerra de guerrillas en cuanto tales condiciones cambien, no porque haya caído el muro de Berlín. En Bolivia los indígenas y el movimiento popular en general se hicieron al gobierno gracias a una movilización social no precisamente pacífica, una movilización que consiguió revertir leyes neoliberales, expulsar una transnacional del agua y tumbar presidentes. Eso no lo ha hecho ni Lula.
En el caso colombiano, el país de América Latina con más experiencia en guerra de guerrillas, la lucha armada ha fracasado; no porque no haya pobreza ni exclusión, no por falta de montañas ni de capacidad de lucha, sino porque las FARC le robaron la lucha armada al pueblo, hicieron tan suya esa forma de lucha, la llenaron de ataques contra civiles e incluso contra otras guerrillas, de masacres y de violencia indiscriminada, que hoy por hoy las FARC muy difícilmente se pueden llamar de izquierdas.
Los procesos de paz colombianos tienen un libreto similar: acercamientos, negociaciones, firma de un tratado de paz, coctel, entrega de armas, asesinato de los comandantes y persecución a los ex combatientes que levanten la cabeza. El gobierno, éste y el anterior y el anterior, ha negado los espacios democráticos; los han llenado de tantas motosierras, que las salidas no-violentas no seducen. No hablo de la no-violencia para sobrevivir (loable), pregunto si hay la mínima posibilidad de que las elites pacíficamente acepten repartir el pastel de una manera más justa. La paradoja colombiana es que ha fracasado en la paz y ha fracasado en la guerra.
El debate real es si el pacifismo, con sus métodos, permite transformar la sociedad. Hay un momento en que los pueblos se pueden ver enfrentados ante una dicotomía: a) la realización de las reformas necesarias en un clima de paz social y de concertación, b) la realización de tales transformaciones, así esto implique el riesgo de la violencia (o, la tercera vía: no hacer nada).
Para concluir, un uribista de “pura raza” no puede ser pacifista (ni lo contrario), pero alguien como yo, no-pacifista, no necesariamente aprueba todo tipo de violencia ni mucho menos la motosierra. Ser no-pacifista no implica ser “guerrerista”, no es un debate de blancos y negros. Y no sobra decir (por si algún hincha lo sugiere) que no hay razones que justifiquen ni la violencia de género ni la violencia contra los menores de edad, pero esos pacifistas con el tímpano sesgado y el “fuete” en la mano son los peores.
Publicado originalmente en Semana