Víctor de Currea-Lugo | 10 de noviembre de 2013
Es lógico y deseable ver a excombatientes haciendo política, porque de eso se trata un tratado de paz. No existe una fórmula mágica para garantizar esa participación, pero existen modelos que pueden estudiarse.
No se puede conseguir la paz a cualquier precio, pero, sin duda, la paz tiene un precio. En algunos conflictos la inexistencia de canales de participación política contribuye marcadamente a la opción armada, y por tanto una oferta genuina de espacios de participación política serviría a la paz. Los alcances de la negociación no serán ideales para las partes ni para la sociedad, eso es una obviedad. Pero esa realidad no puede justificar la llamada “paz imperfecta”, algo así como la aceptación de cualquier resultado divorciando por completo el ser del deber ser.
Luego de la caída del muro de Berlín, la violencia insurreccional (como discurso) perdió muchos adeptos. A esto se suman dos tendencias en aumento en las últimas décadas: primero, el reemplazo de la lucha armada por espacios democráticos vía procesos de paz y, segundo, el triunfo electoral de viejas expresiones armadas en diferentes partes del mundo (Uruguay, Sudáfrica y El Salvador).
No se hace la paz para exterminar al adversario política ni militarmente; se hace la paz para renunciar a una forma violenta de interacción política. Si la paz no significa el aniquilamiento político del contrario, entonces los caminos democráticos deben quedar abiertos para aquel que precisamente había optado por la guerra ante la ausencia de otras alternativas. Es decir, es lógico y deseable ver a excombatientes haciendo política, porque de eso se trata.
Esa promesa de participación política implica dos compromisos: uno, que quienes hacen la guerra renuncien a ella y acepten el camino democrático y, dos, que las élites en el poder garanticen y respeten tanto la seguridad como la participación de aquellos que han dejado la lucha armada. La participación política de los grupos armados que se desmovilicen requiere de unas condiciones de seguridad que hagan posible dicha participación; así lo demuestran los casos de Irlanda y de El Salvador. La paz tiene enemigos que encuentran en el sabotaje a dicha participación uno de los mejores escenarios.
De lo anterior hay numerosos ejemplos: en Ruanda, a pesar de la firma de los Acuerdos de Arusha (1993), un año después los enemigos de la paz desataron un genocidio. En Sudáfrica el fracaso deriva de que se mantuvo la misma estructura de poder con un pequeño cambio: a pesar del noble sueño de Mandela, una élite negra se sumó a la ya existente élite blanca en el control del poder.
Uno de los temores de algunos rebeldes es saltar de una organización armada a un partido político reducido a pretensiones electorales. En Sudáfrica, la oposición al apartheid no pensó en un partido político en el sentido ortodoxo sino en un instrumento político al servicio de una agenda, lógica que repetiría a comienzos del siglo XXI el movimiento indígena en Bolivia. La tensión entre la búsqueda de legitimidad vía electoral, como en el caso de Libia, y el mantenimiento de la legitimidad en la movilización popular, como en el caso de Egipto, determinará la naturaleza del instrumento político mediante el cual los antiguos rebeldes participarán en los espacios democráticos.
La participación política de los antiguos rebeldes está cruzada además por agendas locales que serán más relevantes según el nivel de descentralización del país o el nivel de fragmentación/federalización que haya tenido el grupo rebelde. A su vez, expresiones o desviaciones criminales de los diferentes grupos actuarán más sobre la base de su agenda propia que de las banderas que dicen defender.
En el caso de Liberia, los señores de la guerra buscaron legitimar su poder local por vía electoral. Lo mismo se ha observado en los casos de Afganistán y Somalia. Pero esto no significa que todos los resultados electorales que den como ganador a un grupo opositor obedezcan de manera mezquina a una lógica de señores de la guerra y, por tanto, pueda ser descalificado, como se hizo injustamente con el limpio resultado electoral de 2006 que dio como ganador a Hamas en Gaza, Palestina. En cambio, los rebeldes de Indonesia fracasaron en su intento por consolidar un partido político.
En 2005, el Ira ordenó el fin de la lucha armada y la formulación de programas exclusivamente políticos. En El Salvador el FMLN cumplió con lo prometido convirtiéndose en un partido político y renunciando a la lucha armada. Sin embargo, sólo 18 años después lograron que un miembro de su partido llegara a la Presidencia: Mauricio Funes (2009).
La participación política no se da sólo como un espacio de inclusión de los viejos actores armados, sino también como la participación política para validar (o no) lo acordado en la mesa de negociaciones. En Irlanda del Norte se hizo un referendo diferido para buscar una salida a los debates sobre asuntos estructurales. En el caso de Sudán la no implementación de los acuerdos de 2005 dio aún más relevancia a la propuesta de referendo entre la población de Sudán del Sur, abriendo la puerta a un proceso que terminó en la partición del país. Este propósito no era el perseguido inicialmente por los rebeldes del SPLA sino que más bien fue una consecuencia del no respeto de los acuerdos firmados.
En el caso del Sahara Occidental, la clave de la resolución del conflicto está centrada en la realización de un referendo entre la población saharawi, pero la férrea oposición de Marruecos ha impedido dicho proceso durante más de doce años. En el oriente de Etiopía el ONLF ha propuesto una consulta a la población local para consolidar una propuesta de autonomía regional (1994), pero tal propuesta fue respondida por el gobierno central en términos de una ofensiva militar.
No existe una fórmula mágica para garantizar la participación, pero existen modelos que pueden estudiarse. Sin embargo, hay varios elementos comunes que se derivan del genuino respeto por las partes del conflicto a la renuncia de la violencia y a la elección de las vías democráticas. Este cambio en la forma como se continúa con el conflicto no significa, de ninguna manera, la negación del mismo sino el cambio en los escenarios de confrontación. Es, pues, en estos nuevos escenarios que sigue la defensa de las banderas que dicen levantar los combatientes.
Publicado originalmente en El Espectador: https://www.elespectador.com/noticias/politica/participacion-politica-el-posconflicto-articulo-457627