Víctor de Currea-Lugo | 6 de junio de 2021
He tenido familiares policías y crecí conociendo sus angustias cotidianas. ¿Por qué digo esto? Porque el más cacareado argumento cuando se critica e insiste en una reforma a la Policía es que los desconocemos como personas.
De hecho, en agosto de 1987 estábamos en orillas opuestas de la protesta frente a la Universidad Nacional. Esa vez, Luis Alberto Parada Pedraza fue asesinado por un oficial de la Policía de un disparo en la nuca.
Treinta y dos años después, en noviembre de 2019, vi cómo unos encapuchados prendían el tropel en la Plaza de Bolívar y luego se refugiaban tras las filas de los policías uniformados del Esmad. Entre estos dos sucesos hay una larga lista de denuncias que involucran a la Policía, por hechos como: homicidio, tortura, desaparición, violencia sexual, detenciones arbitrarias, allanamientos ilegales y un largo etcétera.
Los ataques a la Policía del 9 y 10 de septiembre de 2020 no fueron el fruto de una conspiración organizada desde el exterior y ejecutada por guerrillas urbanas, sino la explosión de una sociedad asqueada de la represión policial, que se evidenció aún más en medio de la pandemia.
Paradójicamente, también he sido invitado en varias ocasiones a dar conferencias de derechos humanos a la Policía. Ahí he tenido conversaciones sinceras, pero también he visto posturas solapadas.
A los policías no los puedo evaluar individualmente porque son un conjunto, actúan como un todo, son un cuerpo, y no trabajadores de una profesión liberal (como los médicos o los abogados). Tienen una jerarquía a la que deben obedecer, aunque eso no niega que la responsabilidad penal sí es individual.
Ni Dios, ni patria
Como ha sido dicho en muchísimos textos, la Policía, más que nadie, está obligada a respetar la ley. Es más, recuerdo que hace muchos años en las comunas de Medellín se decía “Ahí viene la ley” para avisar que llegaba la Policía. Pero esa afirmación tenía a su vez otra lectura: que la Policía se manda sola y así es percibida en muchas partes del país.
No compro el discurso de las manzanas podridas porque, tal como lo han reconocido algunos miembros de la Policía, las prácticas contrarias a los derechos humanos no son una iniciativa particular. Por ejemplo, recalzar la munición antidisturbios con bolas de cristal ha sido una constante; esa práctica es la responsable de la muerte del estudiante Óscar Salas en las puertas de la Universidad Nacional y eso mismo vimos hace pocos días en el despliegue del Esmad contra la protesta en Medellín.
El uso indiscriminado y abusivo de la fuerza, innecesario desde el punto de vista policivo, injustificado desde la ética, y delincuencial desde el Código Penal (por ejemplo, en la sistemática práctica de detenciones ilegales) hace hoy a la Policía una de las instituciones más odiadas del Estado.
El malestar es tal que cuando se publican fotos en las redes sociales la respuesta es casi instintiva contra los uniformados. Pero lo peor es que tienen un espíritu de cuerpo con el que se alcahuetean las ilegalidades, que van desde andar sin identificación hasta usar de manera discrecional su capacidad violenta, lo que ya ha dejado, solo en este paro, decenas de civiles muertos.
La Policía Nacional de Colombia es una organización, en sentido literal, paramilitar: porque actúa con armamento, código, disciplina, doctrina y paranoias similares a las de las fuerzas militares. De nada sirve que en la Constitución y las leyes aparezca como un cuerpo civil porque, total, en Colombia las leyes van por un camino y la realidad por otro.
Vale aquí repetir lo que ya hemos dicho en otros espacios: en el paro nacional no se puede invocar ni aplicar el Derecho Internacional Humanitario (DIH): esto no es un conflicto armado, ni tampoco los manifestantes son combatientes a los que se les pueda disparar.
La propuesta de hoy para la reforma a la Policía que presenta el Gobierno de Duque no es fruto de una autocrítica (inexistente por demás) luego de estas semanas de brutalidad policial, sino que es otro triunfo del paro nacional, aunque no quiera reconocerlo.
Los informes sobre denuncias contra la Policía aumentan, pero el porcentaje de investigados y sancionados sería risible si no fuera una desgracia para nuestra sociedad. Uno de los más dolorosos y menos evidenciados fue el incendio de un puesto de Policía en Soacha donde murieron incinerados por lo menos ocho muchachos sin que los policías les abrieran las rejas.
Llevamos décadas diciendo que a la Policía hay que reformarla. A comienzos de los años noventa, la misma Personería de Bogotá recomendaba dejar en los cuarteles a los policías para disminuir los delitos ya que este cuerpo era más problema que solución a los crímenes en la ciudad.
El hábito no hace al monje ni el uniforme al policía
En el año 1999, crearon el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) al que curiosamente la gente llama “Smad” o “Smart”. Este cuerpo tiene tan mala reputación que es común que la gente nombre como parte de sus miembros a todo policía violento así pertenezca a otro tipo de estructura.
Al año siguiente, los suboficiales de la Policía, antiguos cabos y sargentos, empezaron a denominarse intendentes y comisarios. También hubo modificaciones cosméticas del uniforme, chalecos reflectores, organización de policías por cuadrantes. Pero esos cambios de ninguna manera significaron una transformación en la doctrina.
Este domingo 6 de junio, el presidente Duque anunció cambios en la Policía, que van desde un nuevo estatuto disciplinario, nuevos sistemas de recepción de quejas y denuncias, formación en derechos humanos, nuevos decretos sobre armas traumáticas y cambio del uniforme. La verdad es que, como dice un tuitero, podrían empezar simplemente con no matar civiles.
Durante décadas, la Policía ha recibido cursos de derechos humanos y el número de cursos no puede ni debe ser un indicador, máxime cuando en la práctica contradicen tales normas. Lo mismo podemos decir de nuevas normas disciplinarias o de ajustes en su subordinación institucional.
La Policía de hoy es la que es. Y aunque algunas de sus extralimitaciones dependen de los individuos que la conforman, lo cierto es que una institución formada cual militares ante un conflicto armado interno no puede cambiarse simplemente con, por ejemplo, ponerla a depender del Ministerio de la Cultura.
La decisión del Gobierno de simplemente ampliar el nombre del Ministerio de Defensa, para acoger con más fuerza a la Policía y aumentar el vínculo entre la labor policial y la labor militar, va exactamente en la dirección opuesta a lo que el país necesita.
Así mismo, crear un nuevo observatorio de los derechos humanos desde la Policía es repetir el ritual institucional innecesario, ya que hoy en día hay suficiente información sobre la mesa para tomar decisiones de fondo, salvo que la Policía ahora también se quiera comportar como una organización dedicada a realizar informes de derechos humanos cuando sí tiene la capacidad real de incidir en su cumplimiento.
La Policía podría estar en el Ministerio de Interior, de Defensa o en cualquier otro; ponerse un uniforme rosado o violeta, cambiar los grados por lo de los Boy Scouts o empezar a llamarse Defensa Civil; pero nada de eso es un cambio real. Creer que el color azul actúa de manera mágica para evitar la brutalidad policial es equivalente a prevenir la COVID-19 con dióxido de cloro. (Creo que los ponen de azul y no de blanco para que no se confundan con la «gente de bien«).
Lo que se intenta no es más que un ritual de normas y cambios institucionales para que todo siga igual. Es cierto que los rituales cumplen un papel en la humanidad desde la celebración del nacimiento hasta la sepultura, pero también hay claros rituales vacíos. Tal vez los más perversos son aquellos que se fijan por completo en la forma sin tocar para nada el fondo.
Por sus acciones los conoceréis
La pandemia desnudó la inexistencia del Estado social y el paro lo peor de la Policía. No estamos frente a una Policía que haya pasado un poco la raya o que tenga manzanas podridas sino frente a una institución que actúa solapada, de civil, con prácticas ilegales, con armamento letal y que ve a la sociedad como su enemigo.
Reportes de policías transportando pertrechos en ambulancias, capturados por la comunidad vestidos de civil y con granadas, infiltrados en las marchas para atacar edificios, responsables de violencia sexual, no son hechos que puedan olvidarse con un policía de barrio dispuesto a jugar futbol con los vecinos o colocando arreglos navideños en diciembre.
Es caricaturesco cómo el comportamiento policial cambia de manera dramática si están frente a ricos o frente a pobres. De igual manera, si se enfrentan a unos indígenas armados con palos o tienen al lado a unos civiles armados vestidos de blanco. Curiosamente la Policía se desenmascaró a sí misma. El reconocimiento de que se necesita su reforma es un logro más de los muchachos del paro.
La prueba de que el debate no es simplemente estético es que la estética indígena de la minga y todo su comportamiento ejemplar tiene más legitimidad que la Policía, no solamente entre la gente del paro, sino en la sociedad en general.
Sabemos perfectamente que tras la reforma tributaria que cayó vendrá una nueva, ahí tuvieron un poco más de decoro y disimulo, pero ante este nuevo logro del paro, como lo es la reforma a la Policía, van descaradamente a remar en sentido contrario y, por tanto, los problemas no se van a resolver. Es un triunfo ridículo del simbolismo vacío creer que una bala pintada multicolor es menos asesina que una bala de color plomo.