Víctor de Currea-Lugo | 5 de junio de 2021
El viernes 4 de junio, la fuerza pública arremetió contra los puntos de la resistencia en la ciudad de Cali. En Bogotá, el Portal de la Resistencia fue desalojado de manera violenta. Hubo disparos con armas de fuego contra manifestantes en varias ciudades.
Con esto, las élites creen haber dado un paso adelante, pero realmente las posibilidades de diálogo dieron muchos pasos atrás. El número de heridos, detenidos y muertos está por precisarse. ¿Alguien duda del carácter dictatorial del Gobierno?
El problema es cómo leer esas acciones, si como un “retorno a la normalidad” como lo pedían desde los sectores que se identifican con los ricos y violentos del barrio Ciudad Jardín (renombrado por los manifestantes como “Ciudad Bacrim”) o si como una afrenta al decreto firmado hace pocos días por el alcalde de Cali, con el que se abría el diálogo con los jóvenes.
Los puntos permanentes de protesta reflejan una geografía de pobreza, desempleo y desnutrición; no pueden leerse por fuera de la conflictividad social que viven las ciudades y que es parte de las causas del paro nacional. Es totalmente desfasado desde una propuesta de diálogo separar el paro de los sitios de resistencia, porque estos están unidos tanto en la agenda como en la percepción social.
Dicho de otra manera, hoy el gran símbolo de lucha es esa gente que se hace llamar de la primera línea. Es tan icónico que han surgido primeras líneas de abogados, profesores y madres, solo para dar unos ejemplos. En todo caso, no se puede idealizar la primera línea porque, aunque la mayoría son jóvenes rebeldes, también hay desde delincuentes hasta policías infiltrados.
Por eso, buscan golpear a la primera línea, estigmatizarla, separarla de la sociedad en paro. Y para tal fin echan mano de muchos argumentos. Como dice Ricardo González, con quien visitamos un par de sitios en Cali: “Es difícil entender a quienes critican las intervenciones de los jóvenes en medio del paro: si son muy argumentadas y elaboradas, los señalan de ser instrumentalizados; si son muy ‘básicas’, concluyen que los jóvenes no tienen argumentos. Lo que no han entendido es su molestia”.
Los puntos de resistencia se convirtieron no solamente en espacio de protesta, sino también de comunión social, cultural y política. Estos representan no solo un desafío de movilidad sino, ante todo, una afrenta al Estado represivo.
El barrio como espacio político y comunal ha reverdecido en este paro, eso he constatado en Bogotá, Cali y Medellín, y los entrevistados concuerdan con tal descripción. Ese barrio popular activo era una minga, aunque no lo llamáramos así, y hoy ha recuperado su papel con la olla comunitaria, la danza, las bibliotecas barriales, los conciertos y una serie de prácticas de mucha vitalidad.
Las narrativas
Primero se presentó a Cali como una «ciudad sitiada» por el cierre de unas pocas vías, lo que es tendencioso y busca reconstruir una “normalidad” en medio de una profunda crisis social. Se busca que la geografía urbana no dé cuenta de tal crisis. Es cierto que hubo afectación, pero el problema es el doble discurso.
Parece necesario recordar que una protesta implica una afectación por definición y que una ciudad sitiada (como las que he pisado en Oriente Medio) no se parece al caso de Cali. Además, se exageran al máximo las dificultades de movilización, pero se banaliza que haya, por ejemplo, civiles armados disparando al lado de la policía.
Los gobiernos locales, al igual que el nacional, siguen sin entender que los problemas sociales no se resuelven con fuerza pública. Si eso fuera cierto, en Colombia no habría hambre porque tenemos una de las Fuerzas Armadas más grandes de la región.
Tratar de consolidar un mensaje de que la crisis social se «resuelve» con policía solo conseguirá que la frustración allí acumulada quede sin interlocución ante la institucionalidad. Si hablan las pistolas del Estado, los demás espacios tienden a cerrarse.
¿Es imprescindible levantar de manera inmediata tales puntos? Si la sociedad en protesta queda como un río revuelto y sin un cauce claro, allí pueden pescar nuevas y viejas violencias, y eso también es responsabilidad de los gobiernos nacional y locales al insistir en soluciones de forma y no de contenido.
Las nuevas formas de violencia, por las causas no atendidas en este paro, a su vez serán «resueltas» con policía, con lo cual dará origen a un nuevo ciclo de violencia. El conflicto debe pasar de lo policial al debate social, solo ahí encontrará salidas reales.
Mi experiencia en las revueltas árabes es que esa violencia oficial sistemática puede llevar a que la gente traspase la “barrera del miedo”. En el mismo sentido, el paro podría dejar de verse contenido en una lista de exigencias para tomar otras agendas más complejas. Esto no es un llamado de mi parte a la insurrección, es una constatación. Es cierto que hay desgaste, pero el paro se mantiene; tampoco se cumplieron las predicciones de quienes afirmaban que la protesta no iría más allá de tres días.
Los gobiernos locales
Un alcalde que no es jefe de policía es más bien un delegado del Gobierno central. Esto demuestra que el poder del Estado colombiano sigue siendo centralista (entendiendo que el Estado, por naturaleza, tiene el monopolio de la violencia). Pero no por esto, el gobierno local deja de ser representante del Estado y no puede, de ninguna manera, portarse como una ONG de mediación, ni autolimitarse a recoger datos para hacer informes.
La postura de los gobiernos locales sobre los puestos de resistencia es la materialización de la tensión entre un diálogo en medio de la crisis o una salida que complazca a la «gente de bien». Los gobiernos locales no han entendido lo que está en juego. «Nadie puede servir a dos amos».
Pero, además, se demuestra que no hay respeto por los votantes locales que eligieron a alguien para que se haga cargo, entre otras cosas, del orden de la ciudad. Los gobiernos locales deben entender que la intervención del Gobierno central es un desconocimiento a su propio mandato.
Claro, en Colombia (por más que así lo digan las normas) no ha habido un real proceso de descentralización sino, como decía un viejo amigo, una desconcentración de problemas, lo que es diferente. El Estado sigue siendo presidencialista y central.
Por eso, son meritorios el audaz decreto del alcalde de Cali, que molestó tanto a “la gente de bien”; el rechazo del gobernador del Huila y del alcalde Neiva a militarizar su territorio; el liderazgo social del gobernador del Magdalena; y los diálogos locales impulsados en Cali, Bucaramanga, Neiva, Huila, Caquetá, Cauca y Risaralda. Todo este paquete representa una vía diferente y hasta opuesta a la del Gobierno de Duque.
Pero nada va a saciar ni al Gobierno central, ni a las élites, ni a la “gente de bien”. Por eso presionaron el ataque a los símbolos más aplaudidos del paro. Por eso, precisamente, exigen que los poderes locales actúen con mano firme o, de lo contrario, promueven sus revocatorias, como en los casos de Cali y Medellín. No los quieren sacar porque hagan las cosas bien o mal, sino porque no les resultan 100% funcionales a sus agendas.
El desalojo de los sitios de resistencia por parte de la Policía y del Ejército no es una acción aislada para “retomar la normalidad”, es parte de una misma estrategia en la que confluyen los civiles armados, los medios que satanizan la protesta, los paramilitares que amenazan a la primera línea y los negacionistas de la crisis social del país.
Ya sé que todos queríamos un paro mejor, diferente (sin entrar aquí a precisar cómo), pero este es el paro de la sociedad real que tenemos: con formas paramilitares a la vuelta de la esquina, con élites sordas y con fuerzas armadas que asesinan. Sobre esa realidad es que debemos construir.
Y también es el paro de una sociedad no escuchada, con una muchachada de barrio sin mucho que perder, que ha logrado con su resistencia más de lo que esperábamos. Me resulta un tanto perverso pedirle a esa muchachada que se porte de manera ideal para protestar, ante un país que tiene poco de ideal.