A Jesús Santrich, excomandante de las FARC y acusado ahora de narcotráfico, unos le escriben porque creen en su inocencia, otros porque reclaman respeto al debido proceso, algunos más pidiéndole que suspenda su huelga de hambre. Y, claro, hay quienes escriben en las redes sociales, sin pruebas, para acusarlo de narcoterrorista. Yo le escribo para decir que estoy con él.
A Santrich, le queda poco. No me refiero a sus menguadas fuerzas luego de varios días en huelga de hambre, me refiero a sus pocas posibilidades de protesta.
Él está detenido, no por orden de un juez colombiano, sino por un pedido de extradición de los Estados Unidos. En Colombia no tiene ningún proceso abierto y, si hubiera algún delito por el que deba ser investigado, su juez natural es la Justicia Especial para la Paz, mecanismo creado por el proceso de paz de La Habana, entre el gobierno y las FARC.
Santrich no tiene ya las armas que entregó junto a sus compañeros de las FARC creyendo en la buena fe del gobierno, ni la organización guerrillera que se desmovilizó para dar paso a un partido político. Está solo. Le queda su decisión de no repetir el injusto y doloroso camino que recorrió Simón Trinidad, otro comandante de las FARC extraditado, al cual en dos juicios en Estados Unidos no le pudieron comprobar el supuesto delito de narcotráfico. A Santrich le queda poco; su vida y su dignidad, ahora encarnada en una huelga de hambre, es precisamente ese poco que le queda.
La extradición no solo es un mecanismo oprobioso para quien lo sufre, sino que es una de las tantas renuncias que hace Colombia a su insignificante sentido de la soberanía nacional. Ante el riesgo inminente de ser extraditado a los Estados Unidos, Santrich optó por un camino en principio sin retorno: la huelga de hambre hasta la muerte. A pesar de no tener visión, es capaz de ver todo el montaje hecho en su contra. Prefiere una muerte digna en Colombia que una cárcel los Estados Unidos.
Un grupo muy bien intencionado de la sociedad civil está promoviendo una carta, para pedirle que cese en su huelga de hambre que lo puede llevar a la muerte. Eso es loable pero no lo comparto. Quién le debe plantear una alternativa es el Estado que lo detuvo, que lo traicionó y que lo quiere extraditar; y no la sociedad civil que busca la paz. No deja de ser una paradoja que el precio de su acción lo pague la sociedad y no el gobierno injusto que lo empujó a la huelga de hambre.
Como defensor de los Derechos Humanos, del libre desarrollo de la personalidad y de las libertades individuales, me niego a pedirle a Santrish que renuncie a lo poco que le queda: su derecho a la protesta, independientemente del método que use, máxime cuando no le quedan más métodos a la mano que su propia integridad.
Los que defendemos a Santrich no estamos defendiendo sus posibles delitos (por los cuales deberá responder ante su juez natural que, repito, es la Justicia Especial para la Paz) sino su derecho al debido proceso. Y eso en Colombia ya es subversivo.
Santrich encarna mucho más que su opción personal; es (tal vez) la última oportunidad de que las élites den un espacio a la paz y renuncien al uso instrumental y manipulador de la justicia, como lo ha hecho con los líderes sociales de Sur de Bolívar, Catatumbo y Nariño. Los llamados “falsos positivos judiciales” son más una norma que una excepción. La justicia sesgada continúa: por ejemplo, el país no repara en que un año y medio después de firmada la ley de amnistía, más de 600 presos de las FARC siguen aún en las cárceles.
No sé qué estará pensando Santrich, no lo he visto una sola vez en la vida. Pero me atrevo a pensar que sabe que los caminos son pocos y las opciones viables son menos. No olvido mi desagrado con algunas de sus frases arrogantes en el marco del proceso de paz, pero eso no lo condena como persona, ni mucho menos justifica su extradición. De hecho, fue también él quien de manera directa advirtió al ELN sobre el riesgo de negociar con unas élites despiadadas.
Santrich no representa solamente un debate sobre el momento político y la colectividad, sino sobre todo es la decisión de un individuo de asumir con sus acciones la coherencia que pregona. Y eso, como se podría decir de los principios últimos, no se explica sino que se asume.