Víctor de Currea-Lugo | 13 de julio de 2012
Miles de víctimas del régimen de Bashar al Asad han tenido que huir hacia los países vecinos. Turquía ha acogido hasta ahora a unos 35.000 refugiados.
Cada voz tiene su ritmo, pero todas comparten la rabia hacia un régimen que ha convertido sus vidas en una tragedia. Están en la frontera de Siria con Turquía. Llegando a la zona se ven las columnas de humo, fruto de los bombardeos del régimen.
Hay algunas casas en el lado sirio, hoy abandonadas y algunas, las más lejanas, ocupadas por militares. En la zona hay todo tipo de sirios: desertores, rebeldes armados, heridos, kurdos, etc. Con ellos habló El Espectador buscando, como nos decía Alí Ibrahim, “que todo el mundo sepa lo que nos pasa”.
“Mi nombre es Abu Rahman”
Es sirio y kurdo, tiene seis hijos y desde 2004 ha “visitado” varias cárceles. En 2011, presionado por la persecución, huyó a Turquía, donde continúa su activismo político. Sabe que el régimen “siempre ha jugado a enfrentar una minoría contra la otra”, y a manipular las diferencias entre sirios, kurdos, musulmanes y cristianos. En marzo de 2011, estaba en una reunión con otras personas de la oposición, que le valió quince días de cárcel. A la salida, volvió a sus actividades, mientras la policía seguía allanando su casa. Él “visitó”, dice burlón, en ese tiempo, más de 15 estaciones de policía.
Un día sintió que podría terminar en las “cárceles negras”, sitios ilegales de detención, donde cada celda es de uno por dos metros, con luz 24 horas, y la tortura es la norma. “Una vez dentro, nadie sabe más de tu paradero, no eres más una persona sino un número, no eres más Abu Rahman”. Huir le fue un poco más fácil, ya que la frontera común de 800 kilómetros con Turquía era poco vigilada (y lo sigue siendo: en algunas partes es sólo una cerca).
A su hijo de 15 años, lo buscó la policía en la escuela para interrogarlo. La familia trató de salir legalmente, pero la policía lo notó y le hizo saber que podría salir de Siria cuando les diera a su padre. En noviembre pasado decidieron huir a Turquía. Fue necesaria la ayuda de varios amigos y dinero “para pagar traficantes que facilitan el paso”. El último tramo lo hicieron caminando en la oscuridad, y hoy recuerdan entre risas cómo se caían en la noche.
Ahora reunidos en familia, Abu Rahman ríe. Su mujer nos dice que lo ve más tiempo ahora que cuando estaban en Siria; “en estos ocho meses ha visto más a sus hijas que en los ocho años en que se la pasaba de cárcel en cárcel”. Ahora trabaja con grupos de refugiados.
“Yo les daba las preguntas y las respuestas”
Ghatan Sleiba era, hasta hace 10 días, un famoso periodista al servicio del régimen, presentador del canal oficial Al-Dunya. Cubrió muchas noticias de la guerra del lado oficial, visitó varios sitios con los militares, hasta que al final sintió que estaba equivocado.
Sus jefes le decían todo lo que tenía que decir. Tímidamente intentó varias veces modificar la información, pero sus intentos fueron vanos. Una vez un control militar fue atacado por un desertor, la noticia que le fue dada para presentar era que “un control militar sirio había sido atacado por un agente extranjero”.
Mientras iban aumentando las noticias de la represión y las mentiras, aumentaban los reproches contra él en su vecindario: “Me decían que no mintiera, que dijera lo que pasaba realmente”. Ghatan sentía en su trabajo que era un soldado más. Su mayor mentira fue cuando entrevistó a un grupo de sirios: “Yo les daba las preguntas y también las respuestas”. Sintió que tenía que huir, que podría esperarle la muerte o la cárcel.
Ahora, en el lado turco, se siente liberado. Nos dice que la gran mayoría de soldados sirios con los que habló antes de huir se sienten confundidos y deprimidos. Le preguntamos por el futuro de Siria, sonríe y le pide a nuestro guía que responda por él. Retoma la conversación para decir que sueña una Siria en paz. Al fondo, el canal BBC transmite una noticia en las que aparece la imagen de Ghatan Sleiba, quien ya no informa más a favor del régimen.
“Mi casa está a un kilómetro de mi corazón”
Abdul Wahed tiene 48 años, 47 de ellos los vivió en una misma casa que está en la frontera y que hace un año los militares ocuparon, ahora la mira desde el otro lado, seguro de que un día volverá.
Luce cansado, viste ropa militar a medias, como otros combatientes que lo acompañan. Hay algunos civiles, uno de ellos es su hermano que estuvo 14 años en la cárcel. “Sólo pedíamos que nos trataran como personas, con dignidad”. Cuando la masacre de Daara esperaba, como muchos, que Al Asad se disculpara, pero no lo hizo.
Los ataques posteriores del ejército fueron entendidos como “una declaración de guerra al pueblo”. Desplazaron a muchos, mataron a otros. “No recuerdo ni cómo entré al ELS (Ejército Libre Sirio), cuando me di cuenta ya estaba adentro, con mi esposa e incluso con mis hijos, luchando”. De eso hace ocho meses.
Oficiales desertores les enseñaron a manejar armas. “Algunas veces dicen que somos de Al Qaeda, que de la CIA, que terroristas”, lo dice y se burla. Nos dicen que no se discute de religión en las filas de los rebeldes, los une un enemigo común: Bashar al Asad.
“¿Intervención militar extranjera? Sí, que venga la OTAN. Algunos la rechazan, pero yo sí pido ayuda miliar directa. Otros países apoyan el régimen, nosotros también necesitamos apoyo”. Es optimista, piensa que incluso sin apoyo extranjero el ELS triunfará, “así tuviéramos sólo cuchillos”. Nos señala su casa. Todos los días la mira con sus binoculares y se pregunta cuándo regresará.
“Tomé las armas para volver a mi casa, que está a un kilómetro de mi corazón”. Me pregunta que por qué la sangre siria es tan “barata” para la comunidad internacional, pero agradece a los turcos su apoyo. “Mi fusil AK-47 fue fabricado en Rusia, el mismo país que apoya a Al Asad”, lo dice mientras abraza su arma, la mira, la escupe como signo de desprecio por Rusia y la vuelve a abrazar como signo de convicción en su lucha.
“Mi madre ya no está, por culpa de Bashar Al-Asad”
“Quedamos cinco hermanos y mi padre. Mi madre ya no está, es una mártir”, lo dice para no usar la palabra ‘muerte’: convencida de que los que mueren por manos enemigas van directamente al cielo, prefiere la palabra ‘shahid’ (mártir).
Agadir, de 21 años, se viste de manera religiosa, pero no cubre su rostro. A veces interrumpe sus palabras y desvía la mirada para evitar las lágrimas. Dulcemente rechaza el pedido de tomarle fotos, como prácticamente todas las mujeres de la zona, pero sus hermanitos menores sí posan para nuestra cámara.
Eran tres familias huyendo de los bombardeos, ya en las afueras de su pueblo, buscando refugio. “No era el primer ataque, pero fue el peor”. Se encontraron con un grupo de civiles armados al servicio de Al Asad, en un control militar. “Los paramilitares abrieron fuego como locos contra los carros”. La madre de Agadir, Rehab, recibió tres disparos.
No eran activistas políticos, sino gente común. Lograron trasladar a Rehab hasta un hospital turco, pero falleció días después. Luego del crimen, algunos grabaron los testimonios de sus hermanos y el video fue subido a Youtube. El ejército sirio los identificó y regresó para prenderle fuego a la casa. Por eso huyeron definitivamente a Turquía.
Hoy es su primer día en esta casa. La sala tiene dos sofás, un ventilador y un gran tapete para la oración. Ahora están sin dinero y sin documentos. Las otras dos familias siguen en territorio sirio, atrapadas por la guerra.
El abuelo de Agadir tiene 90 años y no pudo soportar la marcha, por eso se quedó. Los hermanos menores siguen sin hallar respuesta a su dolor, mientras repiten, “¿dónde está mi madre?”. Agadir baja la mirada y nos dice: “Mi madre ya no está, por culpa de Bashar al Asad”.
“Mataron a uno y le echaron la culpa a todo el pueblo”
“Yo tenía una vida simple y bonita: mi tierra, diez vacas y mi familia. Hasta que llegaron los Shabiha”, dice Ali Ibrahim. Esta palabra significa “fantasma”. Y así definen los sirios a los miles de paramilitares que siembran el terror, vestidos de civil y armados: los fantasmas negros.
Hay otras palabra recurrente que no se traduce: muhabarat, todos asumen que se entiende: significa policía secreta. Para los entrevistados, todos los shabiha y de los del muhabarat son alawies, una de las corrientes religiosas del mundo musulmán, la misma de Al Asad.
El gobierno sabía que el pueblo donde vivía Ali Ibrahim veía a Al Asad como un dictador, igual que su padre. Por eso llegaron los shabiha que “mataron a uno y le echaron la culpa a todo el pueblo”. Una vez presentados como violentos, era fácil justificar que el ejército ocupara el pueblo.
La gente empezó a abandonar el pueblo, pero las vías estaban controladas por el ejército y por eso echaron para el monte. “Mis cultivos fueron incendiados por los shabiha”, nos dice Ali Ibrahim, subiendo cada vez más el tono de voz, indignado.
Nos explica que los paramilitares reciben armas del ejército, “son incluso peores que los militares”, reciben dinero en bonos por matar gente. Sus métodos son brutales: cortan orejas, manos, y al final “degüellan a sus víctimas, como si fueran animales.” Cuando hay combates, los shabiha entran “a saquear y a matar, protegidos por los militares”.
A veces se ve a estos paramilitares caminando con oficiales del ejército. Por eso los civiles buscan la protección de los rebeldes, pero éstos poco pueden hacer cuando los atacan con tanques y con helicópteros. Ali Ibrahim nos pide una sola cosa: “díganle a todos los gobiernos que hagan algo por el pueblo sirio”.
“En tres días volveré a Siria a combatir”
Está curándose las heridas del último combate. No nos dice su nombre real porque “en tres días volveré a Siria a combatir”. Lo llamamos Samer. Tampoco quiere fotos de su rostro, pero sí de sus heridas y de sus manos. Forma parte de la oposición desde marzo de 2011 por dos razones: la situación económica y los hechos de Daara. Para Samer, entre la masacre de Hama (1982), cometida por el presidente Hafez, y la masacre de Daara (2011) hubo un período de apoyo al gobierno, pero “en Daara se acabó la luna de miel”.
Al comienzo de las revueltas sólo quería que el gobierno corrigiera sus errores, pero fue cambiando de parecer. Se sumó al ELS, donde su principal labor fue proteger a los civiles. Cuando se sabe que el ejército atacará una población, los rebeldes desplazan a los civiles a la retaguardia del pueblo o a pueblos cercanos. A veces sus días transcurren en la montaña, sobreviviendo con pocos recursos. Se conmueven cuando la comunidad les envía comida, “son muy pobres, es como si les quitaran la comida a sus hijos para dárnosla”.
Sobre la relación entre rebeldes civiles y desertores del ejército, no dice que no hay tensiones. “Los militares que están con nosotros no tienen las manos manchadas de sangre”. Durante un ataque, sus tres compañeros murieron y él quedó herido. Fue trasladado hasta un puesto de control médico y de allí remitido a Turquía. Para él volver es un deber. No quiere una intervención extranjera, pero sí ayuda militar.
La ONU insiste en el plan de Annan
Aunque el gobierno de Londres estima que ha fracasado totalmente el plan de paz de Kofi Annan, el enviado especial de la ONU y la Liga Árabe para buscar una solución al conflicto en Siria, la mayoría de países occidentales y árabes insistieron en la última reunión de los llamados Amigos de Siria en que es necesario que dicho plan vuelva a ponerse en marcha.
También acordaron —a excepción de China y Rusia— que los crímenes del régimen de Damasco no queden impunes. Los participantes afirmaron en su declaración que contribuirán a “reunir los elementos de prueba que permitirán, llegado el momento, hacer que rindan cuentas los responsables de las graves violaciones, sistemáticas y a gran escala, de los derechos humanos, principalmente violaciones susceptibles de ser consideradas como crímenes contra la humanidad”
Casi año y medio de conflicto
Las protestas contra el gobierno de Bashar al Asad comenzaron en enero de 2011. Sin embargo, las manifestaciones no pasaron a mayores hasta marzo, cuando la fuerza pública comenzó a reprimir a los opositores. A partir de allí el conflicto creció y la oposición persistió en su lucha hasta organizarse militarmente y exigir un cambio de gobierno.
Ya son 16 meses de conflicto que, de acuerdo con el Observatorio Sirio de Derechos Humanos, han dejado al rededor de 16.500 muertos, más de 200.000 desplazados internos, cerca de 100.000 refugiados en las fronteras con Turquía y el Líbano y cientos de poblados en ruinas.
El Gobierno ha dejado claro que está dispuesto a luchar hasta el final, una intención que también han mostrado los rebeldes y que tiene a la comunidad internacional buscando alternativas.
Publicado originalmente en El Espectador: https://www.elespectador.com/noticias/elmundo/siria-relatos-frontera-articulo-357919