Tres textos nostálgicos sobre mi educación secundaria

Víctor de Currea-Lugo | septiembre de 2019

Los siguientes tres textos fueron publicados en el libro “Itiphistoryas” (2019) coordinado por el Semillero de Investigación Casa de la Historia. Dicho libro se publicó en el marco de la celebración de los 80 años del Instituto Técnico Industrial Piloto, ubicado en el sur de Bogotá.

1. Colegio donde hice de todo, hasta estudiar

Podrían escribirse libros enteros sobre la vez que en un tumulto “asaltamos” la cafetería y desaparecieron los panes; el enfrentamiento a trozos de madera entre carpinteros y mecánicos dos minutos después del descanso; sobre las niñas del colegio vecino con sus cortas faldas a cuadros expuestas al viento; sobre aquellas protestas porque sí o porque no, con pretextos que bien podrían ir desde la presencia norteamericana en El Salvador o (porque no) la llegada del hombre a la luna.

Cada uno habla de la fiesta cómo le ha ido en ella. Yo no quiero hablar del colegio sino de mi colegio, el mío, el de mis propios recuerdos; aquel sitio donde por primera vez le dije a una mujer mayor que fuese mi novia (una profesora de cuyo nombre no quiero acordarme); donde por primera vez hice un grafiti en alusión a la educación pública y en contra del Gobierno (para el que trabajé 10 años después y por supuesto de donde me echaron); el sitio del leí por primera vez a Vallejo por culpa de Chaparro (¿se acuerdan de Chaparro y de Valoyes?); el sitio donde descubrí las primeras revistas pornográficas y Pacho, para sentirse menos culpable, hablaba de los bonitos ojos de ellas.

Ah… sí, alguna vez estudiamos: hicimos horribles planos de dibujo técnico (yo los mandaba a hacer y le pagaba a Joselo), inteligibles gráficas de cosenos y tangentes, copiamos previas falsificamos la firma de los padres en los boletines de calificaciones, aprendimos de memoria y solo durante el examen el pluscuamperfecto del verbo.

Estudiar, ah así… cuando nos pedía enseñar Pasto, hacíamos girar el señalador sobre todo el mapa de Colombia de la manera más irresoluta posible, mientras decíamos: “ahí está señorita”, confundíamos héroes y villanos, creamos fronteras que Pakistán no tenía, rompimos pipetas por descuido, enceramos los pisos, nos robamos la tiza, y le pusimos apodos a todos y a todas, peleamos con el curso de al lado, fuimos cómplices de nuestra primera borrachera, contamos esa primera vez que hicimos el amor que fue bastante estúpida pero que nosotros dijimos con tales palabras que parecíamos el amante perfecto.

¿Estudiar? cómo no… yo recuerdo las veces que me devolvieron por llegar tarde, mis peleas con rector con el rector Valoyes (creo que en el fondo me quería como un hijo tonto), las veces que nos volvamos a jugar billar por la reja que habíamos aflojado en el segundo piso del taller de ebanistería sin que el profe Rodríguez se diera cuenta (Rodríguez parecía Gepeto, qué buen tipo), los letreros en los baños, las copias entre el pañuelo, el sonido del timbre del cambio de clase, la sudadera que odiábamos…

Pero lo más bello no fue el día del grado (que también fue bello) ni los centros culturales qué tanto disfrutaba, ni las asambleas del comité estudiantil (del que muy orgullosamente fui presidente), ni de los ejemplares de los periódicos (que sacábamos en mimeógrafo).

Lo más bello fue esa mañana de octubre de 1984, dos meses antes del grado, fue esa pesada, hermosa y temeraria nostalgia que nos invadió hasta las lágrimas (lo juro, casi todos lloramos) pensando en ese parto ineludible que se aproximaba, en cómo íbamos a extrañar cada ladrillo en el que vivimos seis años, cada salón que ya tenían nuestros olores, esos pasillos donde pasamos de llamarnos por el apellido (en los primeros años) a llamarnos por el nombre (al final del bachillerato), esos pretextos para vernos en los billares de Venecia, esos trozos de madera que intentamos convertir en algo bello y, en medio de esa nostalgia colectiva, apareció la risa el empujón, la broma de siempre.

Esa nostalgia es el mejor resumen del paso por el colegio, cuando ya no queríamos irnos, cuando queremos seguir cobrando sueldo de hijos en sus pasillos y cuando ya esperábamos que el reloj anduviera despacio, lento, casi quieto, como los amantes que no quieren decir adiós, como las madres que no quieren ver a sus hijos crecer.

Mi colegio un sitio donde yo, por lo menos yo, fui muy feliz (sé que otros también), un sitio donde sentimos el amor y hasta el desgano de la vida; unos pasillos que recogieron y recogen los pasos y los sueños de demasiados; el sitio perfecto donde podríamos decir: “cuando yo sea grande voy a hacer…”. Es decir, donde soñar el futuro era posible, bajo el amparo de sus paredes, donde nos inventamos futuros que nunca fueron realidad y hasta amistades eternas que ya no existen. El colegio, un sitio donde, bueno, también alguna vez estudiamos.

2. La culpa es del colegio

La palabra culpa siempre será bonita mientras sea usada de manera irónica. Después de 35 años de graduado del ITIP y de haber estudiado varias cosas prefiero describirme como escritor. Me gusta jugar con las palabras y, sobre todo, dar cuenta con ellas de lo que vivo y siento. He probado con crónicas, entrevistas, reportajes, poemas, columnas de opinión, ensayos e historias de vida. Escribir es mi forma de decir que existo y de dar cuenta de aquello que vivo.

Y fue precisamente en el ITIP donde me aventure por primera vez a describir no solamente mi entorno sino otras cosas del mundo. Cuando en segundo año de bachillerato (lo que ahora llaman séptimo), por sugerencia de mi profesor de español y Literatura Jairo Chaparro, diseñe un periódico mural cuyo nombre no recuerdo. Después, junto con otros compañeros, creamos el periódico “Círculo Rojo” y el periódico “Guía”. De estos dos sacábamos algunos centenares de copias que distribuíamos salón a salón.

Recuerdo que en sus columnas había, como debe ser, comentarios políticos, halagos a deportistas famosos, una sección de chistes, comentarios sobre las directivas del colegio y hasta menciones a las guerras civiles que sufría Centro América. Cuando escribía algunas de esas columnas no imaginaba que décadas después, como periodista, podría dar cuenta de manera directa de las guerras de Oriente Medio.

Tampoco pensé que esos primeros y elementales análisis políticos, contra la corrupción y las élites colombianas, fueran los primeros pasos que me llevasen a ser profesor universitario de la carrera de ciencia política, donde enseñé fundamentalmente conflictos armados.

Mi taller en el ITIP era ebanistería, es decir que era “gorgojo”. Lastima que no hubiera un taller de creación literaria. La verdad es que las manualidades nunca fueron mi lado fuerte, pero sí lo era la historia y la geografía. No creo mucho en la idea de los niños prodigio, pero si estoy convencido que la vida del colegio fortalece unas innegables señales de la vida de por donde vamos a coger camino.

El colegio es como la sombra de una familia, puede que uno no la nombre todo el tiempo, que olvide pedazos de la historia, que reinvente cosas que sucedieron de otra manera, pero nada de esto niega el sello que deja una institución donde uno entra como niño y sale como adolescente.

Mas allá de la vocación académica o profesional, las cotidianidades del colegio fueron dejando expresar y moldeando las opciones vitales. Desde hace algunos años me he ido reencontrando con mis antiguos compañeros y, en su mayoría, están haciendo cosas predecibles.

Ya nuestras madres se han ido muriendo, nuestros profesores se han ido pensionando, hasta el colegio en el que crecimos fue destruido y reconstruido, pero hay algo inefable que nos une y nos genera auténticas sonrisas espontaneas cuando logramos juntarnos. Si hubiera que ponerle un nombre a ese inefable yo, simplemente, lo llamaría El Piloto, porque la culpa es del colegio.

3. La toma guerrillera de 1984

El 21 de septiembre de 1984, pasadas las ocho de la mañana, un comando guerrillero se tomó el Piloto. Ese día marcó la historia del colegio. Como en todo suceso violento de Colombia, hay muchas versiones, algunas de ellas encontradas.

En los años ochenta, el conflicto armado se daba entre el gobierno y un puñado de grupos guerrilleros. Esos grupos miraban con admiración la experiencia de la Unión Soviética, la Revolución Cubana y el, en ese entonces, reciente triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua.

A nivel interno, la guerra de guerrillas era una posibilidad de un sector de la izquierda para tomarse el poder y su relación con la población civil no había sufrido los niveles de degradación que se registró en las décadas posteriores.

El presidente Belisario Betancourt decidió apostarle a una estrategia, en ese entonces novedosa, para darle fin al conflicto armado y la alternativa de la paz se puso de moda. La guerrilla del M-19 hizo planteamientos similares y generó un clima que obligó a que las otras guerrillas se pronunciaran. Las FARC eran el grupo guerrillero más consolidado del país.

Por lo menos desde finales de 1982 un sector de las FARC, con influencia en la Juventud Comunista, plantearon la urbanización de la guerra. Las FARC, por su parte, le apostó a la creación de un partido político que hiciera las veces de experimento para su futura participación política. En otras palabras, “echar por delante” una organización política a la que luego se sumaría las FARC como fruto de un proceso de negociación, ese experimento se llamó “Unión Patriótica”. Para consolidar dicha propuesta, las FARC declararon una tregua unilateral el 28 de mayo de 1984.

Para ese momento, el sector de las FARC que proponía la urbanización de la guerra ya se conocía con el nombre de “Frente Urbano Ricardo Franco” y había desarrollado algunas acciones de guerra. Ellos como disidencia establecida, rechazaron la tregua y continuaron con una serie de acciones de lo que en argot guerrillero se conoce como “propaganda armada”.

La propaganda armada es una serie de acciones ilegales, de demostración simbólica de fuerza, de exhibición de armas y de distribución de panfletos para buscar legitimar la lucha armada. El Frente Ricardo Franco, para posicionarse a nivel urbano intento este tipo de acciones en colegios, sindicatos, barrios e iglesias.

Según información facilitada por las personas capturadas, el objetivo de ellas era repartir propaganda y arengar contra el servicio militar obligatorio y a favor de la educación pública. Con esa idea el viernes 21 de septiembre de 1984, un comando del Frente Urbano Ricardo Franco se tomó el Instituto Técnico Industrial Piloto.

Pero a diferencia de otras acciones de propaganda armada, está no salió como lo habían previsto, ya que un estudiante del colegio logró salir de las instalaciones y llamar rápidamente a la Policía que hizo presencia y que luego fue reforzada por el Ejército. Aunque los guerrilleros propusieron alguna negociación que les permitiera su salida, al final la situación fue insostenible. Lo demás es mas o menos como lo dice la prensa.

Hubo solo un muerto, el joven comandante guerrillero que había sido líder estudiantil del sector: Néstor Raúl Parra Moreno. Los otros guerrilleros que no lograron huir fueron capturados. El Frente Ricardo Franco se disolvió un par de años después, fruto de una purga interna que dejó cientos de muertos.

Hubo un estudiante que fue detenido, acusado injustamente de pertenecer al grupo guerrillero. Fue torturado y liberado. Durante su detención hubo una previa ante la cual, si recuerdo bien, por lo menos diez compañeros firmaron sus previas con el nombre de él, en un ingenuo afán por querer ayudarlo en las calificaciones, pero cargado de un gran sentimiento de solidaridad.

Hoy el país es otro. Ya se sabe de los graves errores que cometió la Unión Soviética, así como del fracaso de las promesas del sandinismo en Nicaragua. La lucha armada se degradó entre el secuestro, otras formas de ataque a la población civil y su vínculo con el narcotráfico. La propuesta de paz de las FARC, a través de la Unión Patriótica fue un fracaso, pero quienes siguieron en la lucha armada tampoco tuvieron éxito.

En la memoria me queda la angustia de la comunidad educativa por protegerse los unos a los otros, porque no hubiera muertos, por buscar una salida pacifica y por mirar más allá de sus agendas personales.

Ese viernes de septiembre dejó mucho dolor. Los que nos graduamos ese año de bachilleres maduramos de un golpe de 5 horas, en medio de la violencia política. No me adentro en los detalles pues como dije, cada uno tiene su propia historia. Pero fue en ese contexto de violencia política de los años ochenta que la guerrilla se tomó el Piloto.