Víctor de Currea-Lugo | 7 noviembre de 2012
La ausencia de petróleo en Somalia, la dificultad de explotar sus recursos mineros y la inexistencia de un Estado que merezca ser llamado así, hace que Somalia sea uno de los países menos atractivos de África para la inversión extranjera. Si a eso agregamos la falta de infraestructura, la pobreza extrema y la violencia político-religiosa, quedan pocas esperanzas. Ésta es la realidad somalí durante los últimos veintiún años.
En estos meses, la esperanza somalí ya no se centra en las tropas de la Unión Africana que combaten a los rebeldes pro-Al-Qaeda de Al-Shabbaab (“La Juventud” en árabe), tampoco en la ONU, auto-reducida a sus agencias que tratan de repartir comida en medio de la guerra, ni en la Liga Árabe que bien poco hacen por sus hermanos; la esperanza se centra en Turquía.
El primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, fue el primer mandatario no africano que en casi dos décadas se atrevió a visitar Somalia. Durante la reciente hambruna, Turquía donó más de 450 millones de dólares en ayuda humanitaria. En 2011, reabrió su embajada y en 2012 inauguró una línea aérea entre Estambul y Mogadiscio. Demasiadas inversiones en tan poco tiempo para un país tan poco atractivo como Somalia.
Sus esfuerzos no son sólo bilaterales: en agosto de 2011, Turquía lideró una reunión de la Organización para la Cooperación Islámica para apoyar a Somalia y en mayo de 2012 llamó a otra conferencia internacional, llamada “Preparando el futuro de Somalia: metas para el 2015”, con la participación de 54 países.
A la esperanza turca se suma la expulsión de los rebeldes de Al-Shabbaab de Mogadiscio, Afgoye y Afmadow, por parte de tropas africanas. Pero estos triunfos militares no tendrán mucho alcance si no se acompañan de construcción de espacios y oportunidades para la sociedad somalí. Allí es donde encaja Turquía en el rompecabezas del cuerno de África y da una luz de optimismo.
Turquía es uno de los pocos países que se ha acercado a los somalíes de una manera distinta a otras naciones: privilegia la ayuda humanitaria, la construcción de hospitales y la reparación de escuelas al apoyo armado.
Pero la dinámica somalí no es lineal: los grupos armados siguen controlando parte del país, la economía es precaria, el miedo a invertir allí es grande y la desconfianza hacia las agencias extranjeras no es poca.
En agosto de 2012 expiró el mandato del pasado gobierno provisional somalí y dio paso a un nuevo gobierno, bajo la presidencia de Hassan Sheikh Mohamud, desde septiembre de 2012, quien tiene como retos consolidar el naciente gobierno, afianzar los avances hechos contra Al-Shabbaab y profundizar los lazos con gobiernos amigos, como es el caso de Turquía.
A comienzos de los años noventa, la comunidad internacional tuvo una oportunidad para ayudar a Somalia, pero centró su ayuda fundamentalmente en lo militar y, en parte, por eso fracasó. La lógica de la “guerra contra el terror” no ha beneficiado en nada a Somalia. La apuesta turca por abrir hospitales y reparar escuelas va en otra dirección, a mi juicio la más correcta.
A diferencia de Los Estados Unidos, que invadió Somalia en 1993, bajo una lógica de policía del universo, luego de su triunfo en Kuwait y del derrumbe de la Unión Soviética, el modelo de acercamiento turco a Somalia no está basado en armas sino en alimentos.
La tensión entre cómo ayudar sigue vigente entre quienes piensan que la seguridad cimienta el desarrollo y los que piensan que es al revés: una sociedad está más segura rodeada de oportunidades que de soldados.