Víctor de Currea-Lugo | 24 de agosto de 2022
Bastan tres elementos: el impulso suicida, el culto a la imagen y la promesa de los 15 minutos de fama para crear un suicida, a nombre del islamismo o del cristianismo, del nacionalismo o de cualquier ismo.
Primero, el impulso: la gente se suicida, lentamente o de un solo tajo, eso ha pasado siempre. Por las razones que sean, alguien, incluso ahora mismo, está tomando en la soledad de su cuarto un simple estilete (diría Hamlet) para poner fin a los dolores de este mundo.
Segundo, la cotidianidad de hoy: de imágenes de lo privado expuesto en escenarios públicos. Facebook, Instagram, Snapchat y los “realities”, comparten una esencia: lo íntimo al servicio de la comunicación con los demás, pagar el precio que sea para figurar; una especie de: “me siguen (en las redes), luego existo”.
Y tercero, la gente quiere sus quince minutos de fama: sin importar si es en el Salón de la Justicia o en el Pabellón de los Villanos. “En el futuro, todos serán famosos mundialmente por quince minutos”, dicen que dijo Andy Warhol. Desde los programas de cacería de estrellas hasta la prensa amarillista convierten a los anónimos en estrellas, así sea por quince minutos.
Ahora, juntemos esos tres elementos y tenemos al terrorista suicida. ¿Qué faltaría? Una noticia que actúe como excusa, puede ser una masacre, una oleada migratoria, una discurso nacionalista o una exhortación a la defensa de la patria; cualquier cosa sirve, desde una caricatura hasta un gesto de solidaridad.
Esas acciones no incluyen una vía de retirada luego del crimen, porque no hay deseo de una retirada, hay una vocación suicida. Esas acciones son promocionadas con antelación en las redes sociales para garantizar los quince minutos de fama.
El Estado Islámico, Al-Qaeda y, paradójicamente, sus enemigos, están enseñando a los suicidas del mundo que pueden morir abrazando una causa (no importa cuál) y que su muerte saldrá mañana en los periódicos, tan grande será el titular como el número de muertos, tan duradera la noticia como el daño causado a la sociedad.
Enemigos declarados de los musulmanes, como los asesinos de Nueva Zelanda o el autor de la masacre de decenas de jóvenes en Noruega, repiten el mismo camino de los radicales islamistas que dicen combatir.
Por eso, mirar al radicalismo es necesario, pero insuficiente. Habría que mirar qué hay detrás de un veterano de la guerra de Afganistán (que además no tiene que ser musulmán), un tunecino en Italia (que puede actuar a nombre del Estado Islámico sin pertenecer a él), o de un muchacho alemán deprimido en Múnich (que culpa de sus desgracias a los inmigrantes).
No se puede culpar a las redes sociales, ellas reflejan lo que la sociedad vive; no podemos seguir pensando en el camino fácil de la islamofobia y la persecución de inmigrantes. El mundo parece un lugar de desesperados lobos solitarios dispuestos a morir, pero ya no en la soledad de la habitación con un simple estilete, sino con luces y cámaras, y ellos ponen la acción, así sea solo por quince minutos.
Así se configuran los asesinos de Sri Lanka y de Nueva Zelanda que atacan musulmanes, el radical islamista en Irak o en Siria, el cristiano que masacró jóvenes en Noruega, el tunecino que arremetió en el sur de Italia, o los fascistas que atacan migrantes hasta el paroxismo suicida.
Pero la respuesta a la pregunta de ¿por qué alguien se inmola? no está en el impulso ni en la imagen ni en los 15 minutos. Está más allá, en una frustración humana que trasciende el credo y el color del pasaporte, no es solo la fatalidad de nuestro tiempo, ni la liquidez de las banderas que dicen algunos. Tal vez tiene que ver con que los ismos terminan por adquirir vida y muerte propia a través de las personas. Y lo demás, son solo accidentes.
Publicado originalmente en Revista Raya