Víctor de Currea-Lugo | 24 de enero de 2019
La jornada del 23 de enero significó un giro importante en la política venezolana, en el marco de manifestaciones a favor y en contra, y la decisión de varios países de reconocer a Juan Guaidó como presidente. Ya con este primer párrafo, la inmensa mayoría de venezolanos estará en desacuerdo porque “las marchas no fueron iguales”, porque “la decisión de Trump fue correcta o incorrecta”, etc.
Aclaremos, aquí no trato de repetir los discursos de alguno de los dos polos que coinciden en su radicalidad visceral. Intento presentar mis consideraciones ante el futuro inmediato de la crisis. Aquí también lloverán críticas porque en ambos extremos me he encontrado con áulicos para los que la consigna es absoluta: o estás conmigo o estás contra mí. Y toda crítica es, solo en el mejor de los casos, tildada de falsa neutralidad, de ser tibio, dirían en Colombia.
Dejando de lado los comentarios de potenciales lectores, vayamos al grano: la desgracia de Venezuela es una suma de factores acumulados desde hace décadas, más los recientes de los últimos años. Y detrás de esos factores no está solo el imperialismo yanqui ni solo el llamado castro-chavismo. Pero el debate aquí no es el análisis del pasado, ni el porcentaje de responsabilidad.
Mi punto es que Venezuela tiene en sus calles y plazas una actitud política tan virulenta que hace imposible si quiera un diálogo reposado, ni en la academia ni al interior de las familias. No parece que haya cultura de diálogo, sino de la derrota del otro. No recuerdo fácilmente un escenario donde alguno reconozca si quiera algo positivo del contradictor, absolutamente nada; ni mucho menos se presente una auto-crítica. Así son.
El problema es que esa cultura política hace imposible el diálogo social. La salida negociada de la innegable crisis es imposible: por falta de vocerías, por falta de escucha, por falta de agenda, pero sobre todo por falta de voluntad política de ceder así sea en lo más mínimo. Si una sociedad no está madura para asumir el desafío de un diálogo nacional, eso podría fracasar así lo firmen las élites. El caso de Ruanda y de Mali son dos ejemplos palpables.
Pero en la experiencia venezolana no hay una historia de violencia política organizada reciente que haga pensar en el estallido a corto plazo de una guerra civil, salvo la guerra de guerrillas de los años 1960, expresiones populares pero puntuales como “El Caracazo” y las recientes Guarimbas de 2017. Esto no es una vacuna para el mediano y largo plazo. Hay focos aislados de violencia pero eso no sirve para mantener o cambiar gobiernos, sino para alimentar la incertidumbre.
Me aparto también del simplismo de comparar de manera mecánica las situaciones de Afganistán, Siria y Libia con la situación de Venezuela, porque eso es desconocer de plano todas las tensiones internas reales y sus particularidades. No hubo tropas extranjeras en Libia (aunque hubo bombardeos de la ONU), ni lo de Siria fue simplemente una conspiración creada por la CIA. En lo que sí coindicen es en que dichas agendas locales (válidas o no) terminan siendo desplazadas hasta el olvido por una agenda internacional, donde los reyes locales se convierten en peones de una ajedrez internacional que no controlan.
Si miramos Siria, allí se vivió una rápida militarización de las revueltas locales (justas, en mi consideración), precipitando un conflicto brutal, en el que la vía militar no logró éxitos tempranos y se desvió a la degradación. Pero al pueblo sirio no le es ajeno la guerra: sus choques con Israel (1948, 1967 y 1973), el involucramiento en la guerra civil de Líbano (1974-1989), así como el impacto de la guerra vecina de Irak (2003). En Venezuela hay un alto nivel de homicidios, pero eso no es igual a un conflicto armado.
Unos piden la salida inmediata de Maduro y otros, gracias en parte a la presión internacional torpe y rayando en la injerencia, cierran filas en su defensa. Es verdad que el 23 de enero hubo miles en las calles en contra de Maduro, pero hubo miles a favor. Creer que el chavismo no existe (a pesar de sus tendencias internas y hasta sus fracturas), es un pésimo error de cálculo político.
El problema no es solo si Maduro sigue o si Maduro se cae, el problema es que no hay un escenario alternativo. Las oposiciones (porque son muchas y hasta en contradicciones) no les une más allá del deseo de tomar el poder, pero no han mostrado al pueblo venezolano su opción. El caudillismo del que se acusa a la izquierda latinoamericana, lo repite la derecha venezolana. Y un salto al vacío puede ser un deseo de un grupo de personas en la calle, pero no es una agenda política responsable.
Quiero resaltar que en la inmensa mayoría de análisis no aparecen ciertos elementos: la hiperinflación inducida, el bloqueo económico, etc. No para explicar todo a partir de estas otras variables, sino para mirar todas las aristas. Observo además que las explicaciones jurídicas hoy no son relevantes. Caer en un debate de abogados sobre la legalidad de los “dos presidentes” solo sirve para el público de cada uno, pero no es válido para el contradictor, con lo cual esto no significa ni un argumento ni una vía de acercamientos. Ni siquiera en lo internacional el derecho ayuda mucho, pues en nombre del derecho internacional se pisotea la autodeterminación.
El debate es que el conflicto venezolano llegó a un dilema: o es de los venezolanos o es de la comunidad internacional. Ese dilema no es un problema de formalidades, según se responda se va a definir el futuro a medio plazo del país. ¿Qué queda? Decidir y ayudar a que sean los venezolanos quienes definan su futuro. Eso no quiere decir necesariamente que opten por el camino del diálogo, porque la violencia política ha ido en aumento. Pero dejar la decisión a la comunidad internacional es el peor de los escenarios.
Primero, porque ni Rusia y China, ni mucho menos Estados Unidos, están genuinamente preocupados por la suerte de la señora que vende arepas en Chacao para sobrevivir o del señor que lava carros en Maracaibo. Las agendas locales de ambos lados quedarán eclipsadas como sucedió en Siria. Segundo, porque la disputa mundial entre Rusia y Estados Unidos ya va 3-0: Osetia del Sur, Ucrania, Siria y ahora van ambos por Venezuela. Tercero, porque esas potencias no descartan el uso de la violencia con las terribles consecuencias de esto para el pueblo venezolano (y también de manera directa para el pueblo colombiano). Cuarto, por menos se han empezado más guerras: ante escenarios con menos recursos naturales la opción militar se ha impuesto; nada haría pensar que fuera diferente ante los grandes yacimientos de oro de Venezuela y, sobre todo, por ser el país con más petróleo en el mundo.
En esa alineación internacional en bloques, con respecto a Venezuela, es crucial la postura de Brasil y Colombia; países geográficamente cercanos, con gobiernos de derecha y con una clara agenda en contra de Maduro.
La internacionalización genera, paradójicamente, una mayor sensación de poder de las partes al interior de Venezuela y por tanto estarán más reacios al diálogo. Por ejemplo, los ataques públicos de Estados Unidos y las amenazas, fortalecen al gobierno de Maduro pues ante el enemigo externo muchos venezolanos cierran filas. El uso político de la oposición desde fuera de Venezuela es un ejemplo de ello. Lo mismo pasa con las medidas económicas que nunca han funcionado (Irak, Irán, Siria, Corea del Norte, etc.).
No creo que la capacidad militar venezolana sea suficiente para resistir, pero hay otros dos elementos en juego: el eventual apoyo de Rusia y de China y la (ahora sí creciente) constitución de milicias populares, de civiles prestos a defenderse ante una ocupación. Las grandes potencias no pondrían toda su carne en el asador, pero un escenario de milicias (hoy por hoy no 100% articuladas a las Fuerzas Armadas venezolanas) nos llevaría a pensar en el escenario de Irak desde 2003.
Una internacionalización mayor no es 100% una guerra, pero casi; un retorno a la autodeterminación no es 100% garantía de diálogo, pero casi. A veces la mejor manera de ayudar es no estorbar pues cualquier intervención internacional en Venezuela está envenenada, pero se requiere que la sociedad venezolana se apropie de su futuro, más allá de construir caminos cerrados o agendas imposibles. Definir el futuro de Venezuela con solo una parte de ella, es la forma más simple de garantizar que el conflicto se mantenga. Y dejarlo a la comunidad internacional es, hoy por hoy, abrir la puerta a la guerra.
PD: una guerra en Venezuela no será solo en Venezuela sino que prendería toda la región y afectaría a Colombia en particular.