Víctor de Currea-Lugo
En la puerta de la penitenciaria hay un gran letrero puesto por el sindicato del Inpec que reza: “hacinamiento desbordado”. Mientras espero a Mateo hablo con un detenido de las FARC quien me dice: “nos dijeron que saldríamos antes de diciembre y ya llegamos a abril” quejándose de las demoras en la implementación de los Acuerdos de Paz. Y concluye diciendo: “a los presos políticos de las FARC nos están dejando de últimas”.
Por fin llega Mateo. Mientras le escucho su relato, redescubro unos gestos sutiles iguales a los que suele hacer Omar, su papá. Me cuenta que lo detuvieron varios policías de civil en Unicentro, aparentemente para una requisa. Luego llegó un carro con cuatro agentes de la Sijín al mando del capitán Torres quien le leyó la orden de captura. Mateo está acusado de terrorismo, porte ilegal de armas, hurto y concierto para delinquir. Como en muchos otros casos, no lo imputan el delito de rebelión, una vieja táctica para evitar rebajas de penas y conexidad de delitos.
Lo llevan a las instalaciones de la policía de la calle sexta con avenida Caracas, donde se le acusa de haber puesto unas bombas panfletarias en septiembre de 2015 y una bandera del MRP, un grupo del que hoy poco se sabe. El día siguiente legalizaron su captura.
La prueba principal (y si entendí bien, la única) contra Mateo es un retrato hablado hecho por la persona del apartamento donde desplegaron la mencionada bandera. En el proceso, formalmente, nunca se ha dicho nada de computadores ni de llamadas, mucho menos de relación alguna con la bomba del barrio La Macarena, delito atribuido a Mateo de manera informal, por algunos medios de comunicación,
El testigo de excepción hizo el retrato hablado el 16 de enero de 2017, por hechos ocurridos el 18 de septiembre de 2015, es decir: 16 meses después. Lo curioso es que antes, en 2015, el mismo testigo describió ante las autoridades judiciales el perfil físico de otras dos personas y ninguna de las dos se parece a Mateo. El nuevo retrato hablado es resultado de la revisión de un archivo de fotografías y no de la memoria del testigo. El ministro de Defensa lo acusó de haber participado en más de diez atentados, vulnerando el debido proceso, la presunción de inocencia y el respeto a la independencia del poder judicial.
Ya bajo detención, a Mateo le ofrecen “colaborar con la justicia” a cambio de mejores condiciones carcelarias e incluso de dinero. Finalmente, se legaliza su captura y la medida de aseguramiento el 24 de febrero de 2017, así como su traslado a la Cárcel Nacional Modelo. No se le permitió hablar con su abogado previamente. Allí, en el patio 2A, la Sijín le informó al Inpec que Mateo era del ELN.
Lo más duro para Mateo ha sido la comida, él es de buen comer. Allí está acompañado de un grupo de detenidos de las FARC que, si se cumplen los Acuerdos de La Habana saldrían en poco tiempo, dejando a Mateo desprotegido.
Mateo hablaba y yo tomaba notas; era el mismo ritual de mis clases en la Universidad pero al revés: ahora él contaba las historias y yo trataba de ordenarlas en un papel. Me conmovió su forma de responder: a cada pregunta sobre su situación personal en la cárcel, contestaba en plural. Enfatizaba en compañeros de patio que llevan más de siete años sin una visita, en los más pobres que no tienen para pagar una celda y duermen en los pasillos y en un “sistema penitenciario que criminaliza la pobreza”. Concluye diciendo que: “a la sociedad no le importan sus presos”.
Lo más chévere, si hubiera algo chévere en medio de la pérdida de la libertad, es darse cuenta que los intelectuales viven en otro mundo, no sirven para un trabajo sencillo, como pintar una pared o poner una repisa, me dice Mateo, “por eso los presos desprecian la actividad intelectual, pues esos debates en la vida de un preso no le sirven para nada”. Y recalca su idea preguntando: “¿para qué sirve un posdoctorado si no saben cocinar un arroz?. Para los presos, la universidad no es una posibilidad en sus vidas”.
Lo más duro, todas las injusticias de la justicia y la complicidad de algunos abogados. Por ejemplo, uno de sus compañeros de patio intentó robar un bus con una pistola de plástico “y el abogado dejó que le metieran porte ilegal de armas”. Lo importante me dice Mateo, no es esclarecer la verdad sino condenar. Por eso se insiste tanto en la autoinculpación. Y lo más feo, fue la primera noche. Estaba lloviendo mucho en las celdas primarias, donde alojan a los recién llegados y se le mojaron los zapatos y la colchoneta.
Mateo no es el único procesado por esos hechos, el otro detenido es un muchacho de Bosa, que abandonó la universidad para trabajar de taxista y que, al parecer, tuvo la mala suerte de estar en el momento y lugar inadecuado.
Mateo agradece la solidaridad que lo ha acompañado. Hay profesores y estudiantes que le han hecho saber de su apoyo, el Departamento de Sociología publicó una declaración, pero la Universidad como tal no se ha pronunciado. Más allá de un pronunciamiento, lo que le preocupa a Mateo es el afán de algunos académicos por separar los temas políticos de la vida universitaria. Insiste en que el problema no es solamente su caso, “puede que yo salga pero ahí queda ese sistema judicial”.
Antes de terminar la visita, hablo con otros presos, quienes me cuentan la historia de un guerrillero de las FARC que colocó una tutela para conseguir una cirugía de próstata y el Inpec apeló la tutela. Cuando pregunto por sus rutinas, pareciera que los presos se congelaran en el tiempo y, en medio de sus precarias condiciones de vida, practicaran el arte de no hacer absolutamente nada.
La ruta de salida es conocida: abrazos de despedida, revisión de sellos, entrega de documentos y finalmente la calle. La cárcel es, entre otras cosas, un corral de chivos expiatorios de una sociedad que no se quiere mirar al espejo y, como en el caso de Mateo, un espacio de reclusión de quienes son víctimas de las injusticias de la justicia.