Afganistán, el lugar vacío

Dos vendedores de alimentos en un mercado de Kabul sonríen en medio de la jornada laboral. / Víctor de Currea-Lugo
Dos vendedores de alimentos en un mercado de Kabul sonríen en medio de la jornada laboral. / Víctor de Currea-Lugo

Víctor de Currea-Lugo | 22 de diciembre de 2013

A más de dos horas de Kabul, capital de Afganistán, con dirección a Pakistán, queda la ciudad fronteriza de Jalalabad. Los niños de mi guía no querían viajar conmigo porque, para ellos, todos los extranjeros son americanos y todos tienen armas, pero cuando me vieron creyeron que era uzbeko.

Jalalabad está llena de comercio, legal e ilegal y está en la zona oriente del país donde más se cultiva amapola y representa un paso para mercancías y personas desde y hacia Pakistán. Es la ciudad más próxima de Tora-Bora, la zona donde los talibán resistieron a finales de 2001 el embate de Estados Unidos. Lugareños, como Sharif Alí, recuerdan con mucho dolor la situación de los civiles durante esa batalla.

Entre 2001 y 2004 casi no hubo actividad talibán, pero la falta de políticas sociales y los excesos estadounidenses garantizaron el renacer talibán. No estaban muertos, estaban entrenando. Un pastún local me dice que el error de Estados Unidos fue “haber apoyado a los señores de la guerra y no a la gente”.

El opio marca la economía de la región, tanto por ser fronteriza como por ser una de las más productoras de opio del oriente del país. Un local me decía que “Afganistán es un país agrícola sin agricultura”. Sólo el 12% de la tierra es cultivable y en 2007 sólo 0,2% de la tierra tenía cultivos permanentes.

En el mercado local conviven las fotos de Nayib, presidente impuesto por la Unión Soviética; Masud, el gran héroe contra los soviéticos, y Karzai, el presidente impuesto por Estados Unidos. El día de nuestra visita hubo dos ataques suicidas: uno hacia la frontera y el otro en el centro de la ciudad.

Ser médico en Kabul

El doctor Mohamed Azim nos recibió en su modesta oficina del departamento de salud pública del “Hospital de Urgencias Ibni Sina”. Estamos en un hospital universitario de alto nivel, pero sus pasillos oscuros, sus habitaciones precarias y su falta de equipos demuestra que trabajan con las uñas.

En comparación con la época talibán hay dos diferencias: más equipos y más acceso para las mujeres. De hecho el doctor Azim luce una blusa médica con la bandera de Corea, señal de que “la salud depende más de la cooperación internacional que del gobierno”. Ahora las mujeres pueden ir fuera de casa sin compañía y eso les permite llegar a los hospitales, pero ese no es el único problema que tienen.

A pesar de que en los últimos años los logros para mostrar son en materia de salud y educación, el médico no tiene fe en el futuro. Como si supiera el tango, nos recita: “aquí cualquiera es un doctor: aquí la proliferación de facultades privadas de medicina está sacando médicos ineptos”. Como médico no ve futuro, no ve capacidades locales. El 20% de los niños mueren antes de cumplir los cinco años, lo que significa una de las peores tasas de mortalidad infantil del mundo.

Como ciudadano es igual de pesimista, nos dice que Estados Unidos, Pakistán, Europa, “todos ellos quieren imponer su agenda a Afganistán y nuestro gobierno es débil”. Visitamos el servicio de urgencias y los consultorios donde los afganos pacientemente esperan ser atendidos. “Ahora hay medicamentos, pero no siempre hay dinero para comprarlos” nos dice un paciente en urgencias.

El debate del vaso medio lleno

Para el 70% de los afganos, el desempleo y la pobreza son las mayores causas del conflicto. Para otros, lo importante es que ahora hay más de 100 medios de comunicación, 8.000 kilómetros de carreteras asfaltadas, y cientos de centros educativos para niñas.

La futura construcción de un oleoducto entre Turmekistán y Pakistán aumenta la esperanza. Para otros, la seguridad y el empleo siguen siendo lo más importante y, precisamente, lo que no tienen. El número de desplazados y refugiados se mantiene.

La corrupción es un asunto del que todos hablan pero a nadie juzgan. Un político de Kabul me decía “todos están untados, sin excepción. Desde el presidente hasta todas las autoridades judiciales”. El mismo coronel contaba las presiones que recibe “de arriba” y de los líderes de las etnias sobre las investigaciones en curso.

Ser periodista en un país donde tres de cada cuatro no sabe leer ni escribir es arar en el mar, “pero vale la pena el esfuerzo por esos pocos” nos dice el librero Ahmad Shah Wahdat. En la época talibán había solo una estación de radio y un periódico: Sharía (que significa: ley islámica). La persecución a la prensa en todo caso persiste, mediante amenazas telefónicas y presiones en Kabul, mediante ataques directos en las zonas rurales. Acceder a fuentes fiables es muy difícil. Las autoridades son muy paranoicas.

Las elecciones de 2014 son un aire de esperanza para muchos, pero la cultura política existente, basada en lealtades de etnias, solo permitirá reacomodos del poder sin grandes cambios. De hecho, uno de los grandes candidatos es el hermano del presidente.

En un ataque de pragmatismo económico temen caer bajo el control de algún país vecino o no poder sobrevivir sin los dólares que les llegan, los muertos poco cuentan a la hora de hacer cuentas. Hay dos agendas en pugna: las de las naciones dentro de Afganistán y la de los países que hacen presencia a través de sus ejércitos, a la que se suma la de sus vecinos.

El lugar vacío

Afganistán se queda allí, estancado en su guerra. Según la ONU, han aumentado un 23% las víctimas civiles, en comparación con 2012. El cierre progresivo de bases militares de las fuerzas extranjeras se ha visto acompañado de un aumento de las acciones militares.

Los actores armados no son sólo los talibán, incluyen desde milicias locales y tribales, hasta grupos paramilitares, pasando por: la Red Taqqani, el Partido del Islam, el Movimiento Islámico de Uzbekistán, la Unión de la Jihad Islámica, y otros grupos que siguen en armas.

Atrás quedan los cientos de carteles con la cara de Masud, el héroe nacional que luchó contra los soviéticos y contra los talibán. Atrás quedan las embajadas convertidas en búnkeres y los mendigos que muestran sus prótesis. Atrás el hotel que, sin exagerar, tenía más seguridad que algunas cárceles. Finalmente no supe si son optimistas por convicción o por necesidad.

Atrás queda el gobierno de Karzai, que hace equilibrio entre sus lealtades cruzadas con los líderes locales (incluyendo señores de la guerra y talibán) y con Estados Unidos. Atrás las montañas que rodean Kabul habitadas por pobres y desplazados. Atrás las filas de jóvenes varones frente a los consulados pidiendo una visa para huir.

Allí queda el miedo de que con la salida de Estados Unidos el país pierda inversiones. Recientemente han hallado petróleo y gas, pero no hay capacidad local para extraerlo ni ganas extranjeras de arriesgar. Cocinar y calentarse en el invierno depende de la madera. Estados Unidos invadió un país en quiebra y ahora quiere irse como si nada. Un afgano me decía en un restaurante “aquí no hay ocupación, mire que los americanos viven encerrados, no salen de sus cuarteles, no controlan nada”.

Un profesor definía a Afganistán como “el lugar vacío” y tiene razón si nos atenemos a que dos tercios de sus montañas no tienen casi nada de vegetación. Pero, como diría el poeta sobre Ítaca: Afganistán me brindó un hermoso viaje. Sin él no habría emprendido el camino. Si no tiene nada que ofrecerme, no me ha engañado. Con esta experiencia, creo haber entendido qué significa Afganistán.

Publicado en: https://www.elespectador.com/noticias/elmundo/afganistan-el-lugar-vacio-articulo-465612