Víctor de Currea-Lugo | 28 de mayo de 2021
El balance del primer mes de paro es doloroso: 59 muertes presuntamente a manos del Estado, 87 casos de violencia de género, 866 personas heridas (incluyendo 51 lesiones oculares y 70 por armas de fuego), 346 desaparecidas, 2.152 detenidas y 1.192 denuncias por la violencia policial.
Y los hechos del 28 de mayo son dicientes: un manifestante de primera línea asesinado a quemarropa por un agente del CIT que después murió a manos de la turba dolida y otros muertos que, en total, sumarían 7 no confirmados.
Además tuvimos la Alcaldía de Popayán en llamas, policías y civiles armados atacaron la Universidad del Valle, un estudiante de música torturado y disparos a periodistas. En Bogotá, la represión a las protestas de la noche previa dejaron más de un centenar de heridos.
Pero esa brutalidad estatal la habíamos visto el 9 y 10 de septiembre de 2020 en Bogotá, y en noviembre de 2019 en todo el país. La vimos también antes con los falsos positivos, las desapariciones y las torturas, salvo que ahora es más evidente, frente a las cámaras y en zonas urbanas.
El Gobierno insiste en discutir las consecuencias del paro nacional y no las causas. Duque decidió mover 7.000 militares a Cali, la ciudad donde las formas urbanas de paramilitarismo campean. En otras palabras, Duque le declaró la guerra a la ciudadanía en Cali y, por ahí derecho, al país. Un comunicado del Centro Democrático lo deja claro: represión, represión y represión.
Garrote, dilación y zanahoria
Hay cosas demasiado claras, por ejemplo, que quien no quiere negociar es el Gobierno, es así de claro; negarlo no solo es mentiroso sino ruin. Tampoco es sensato cómo el Gobierno empuja a la violencia al desconocer todas las vías jurídicas de reclamar ante el Estado, obliga a las vías de hecho a la población, para luego salir a decir que “con bloqueos no hay negociación”.
Por eso, el debate de los mal llamados bloqueos (como muy bien aclaró el Comité de Paro) no se puede ver como una cosa accesoria del derecho a la protesta, ni reducir el análisis de la inconformidad a su validez jurídica. Es decir, la violencia requiere un contexto, no para justificarla sino para explicarla.
El punto de comienzo define mucho de la postura: hay quienes ven en esto el resultado de décadas de exclusión y hay quienes solo quieren hablar desde el 28 de abril hasta nuestros días.
Y también, qué entendemos por violencia: porque si un bloqueo intermitente es violencia terrorista urbana de baja intensidad (como dijo Duque), mientras “la gente de bien” tiene el legítimo derecho a defenderse, fusil en mano, entonces, no hay siquiera margen para la discusión.
Lo mismo sucede al momento de explicar la violencia y llamar a la paz: hay quienes lo hacen solo para condenar las acciones de los manifestantes, quienes mezclan manifestantes con infiltrados en un todo, quienes solo llaman a la paz cuando el Estado es agredido, quienes comparan el “vandalismo” de un grafiti con un disparo en la cabeza, quienes justifican todo tipo de violencia porque la víctima es manifestante, quienes olvidan que la fuerza pública tiene límites, y un largo etcétera.
No se trata de un debate abstracto desde una supuesta superioridad moral que repite la idea de que “toda violencia es mala”, se trata de leer lo que pasa en la calle. No es cierto que el paro nacional se está desgastando, eso quiere el Gobierno que creamos pero las calles, por ejemplo, de Barranquilla muestran otra cosa.
No es decente un debate sobre el vandalismo que no empiece por reconocer la sistemática acción de civiles armados (algunos policías) con el apoyo de la policía uniformada en marchas y en sitios de bloqueos. Hay una preocupante naturalización de ese tipo de prácticas, dignas de un Estado que actúa con lógica paramilitar.
Algunos citan con vehemencia las agendas ocultas. Claro que en las manifestaciones se observan también los poderes fácticos de mafias y combos, como en Cali, pero ¿eso invalida la protesta? No. No esperemos una protesta como en Suecia cuando tenemos mafias colombianas y mexicanas controlando parte de Colombia.
Además, no me extrañaría que salgan “vínculos” con guerrillas urbanas sin pruebas, pero nada con relación a la gente de bien que sigue usando abiertamente sus armas, hombro a hombro con la policía, para atacar manifestantes.
El Gobierno le está tomando el pelo al Comité Nacional de Paro, solo busca dilatar para desgastar la protesta y resolver lo que se mantenga a punta de policía. Así el Estado sigue probando con garrote y dilación, sin nada de zanahoria. Eso claramente se desprende de las declaraciones de Archila.
¿Por dónde avanzar?
¿Estamos entonces condenados a no protestar porque nos asustan con “la correa” de la conmoción interior? Ya tenemos madres, sacerdotes y profes de la primera línea. La idea de que el 29 de mayo marchen con banderas blancas permitiría lanzar un mensaje de unidad en torno a la primera línea como símbolo y, a la vez, un rechazo al intento del Gobierno por criminalizarlos.
Pero eso es una tarea puntual. Lo que urge es escuchar a los jóvenes, esta idea por más simple y repetida no deja de ser la más acertada. No es ir a decirles qué deben hacer, ni siquiera sacar algunos para que vayan a una mesa, ni enseñarles formas “políticamente correctas” de protesta dentro de ese ánimo de infantilizarlos que ha hecho carrera. Escucharlos y tomarlos en serio.
El Comité Nacional de Paro tiene una legitimidad que no podemos desconocer, pero este debe aceptar que no tiene la representación de toda la protesta. O se amplía o va a terminar perdiendo apoyos, así de simple.
Los partidos políticos están caídos, si llegan como tal corren el riesgo de ser rechazados por oportunistas (como pasó en Jordania). La Coalición de la Esperanza no ha estado a la altura, y el Pacto Histórico tampoco; han caído en lo que los gringos llaman “too little, too late” (muy poco y muy tarde). No digo que varios de sus militantes no estén comprometidos, digo que no aparecen como interlocutores válidos con la calle; eso es un hecho, no un deseo.
Los partidos políticos pueden ser un canal, pero el problema es el cómo: si aparecen como salvadores y ponen la protesta al servicio de su calendario electoral o si se ponen al servicio de lo que dice la calle (que fue el gran dilema de la protesta en Egipto).
Y el mismo problema lo tienen algunos gobiernos locales que no logran conectar con la gente, porque además se han dejado atrapar entre el conflicto social que se vive. Claro que ellos no son Duque, pero se pueden hundir con él. Un alcalde que no es jefe de policía pues no tiene el monopolio de la fuerza y, en rigor, es más un administrador de un gobierno central que un alcalde.
La salida es pasar del “orden público” como definición de la protesta actual, a la aceptación del conflicto social; sin eso, pues seguiremos en una escalada de violencia cuya discusión, además, desplazará por completo la agenda original del paro.
El Gobierno quiere incendiar, porque sabe que eso podría fracturar a la sociedad, incluso a la del paro, porque el debate de formas supera en Colombia la realidad de las agendas. Lo estético desplaza a lo ético.
El eterno debate del método
Responder a ese deseo del Gobierno de incendiar el país nos lleva a un debate de métodos. El problema de usar un método ineficaz es moralmente discutible (decía Mandela). Y en Colombia el Gobierno no cede ante la protesta pacífica, como muestra la realidad.
Pero la respuesta violenta sería un suicidio. Llamar a grandes marchas es loable, pero el país que está en la calle es el que va a decidir los métodos, antes que los teóricos (favor revisar, como sugerimos arriba, qué se entiende por violencia). Por el momento urge, categóricamente, evitar más muertos, necesitamos que esa muchachada esté viva mañana.
Supongamos que superado ese debate, se logra concretar una negociación: ¿El Gobierno dilatará como hace ahora con el Comité Nacional del Paro? ¿Si se firma, desconocerá el compromiso firmado como acabó de hacer con lo firmado con la comunidad de Buenaventura? ¿O simplemente incumplirá como ha hecho con los cientos de acuerdos a los campesinos y los más de mil a los indígenas?
Queda otro escenario, probable como lo es hoy cualquier cosa en Colombia: que la gente pase la barrera del miedo y ya no vayan por tumbar una reforma sino el Gobierno mismo, como pasó en Túnez y en Siria.
Sin duda, el Gobierno apostará al desgaste, a ahondar la crisis para luego tratar de surgir como el salvador, una especie de pirómano bombero que, para cumplir su labor, echará mano de todo lo que pueda basado en una leguleyada, que bien puede ser la declaración de una conmoción interior (una fuente muy fiable me informó que el decreto está listo, con él bajo el brazo viajó Duque a Cali, no lo anunció esta vez, pero no por ello deja de estar esa opción sobre la mesa; por eso puse un tuit al respecto).
La legitimidad está, por ejemplo, en la Minga, algunos sectores de la Iglesia y en el liderazgo social. No se puede haber dejado abandonado al pueblo durante años de políticas neoliberales, quejarse cuando el pueblo sale a la calle, satanizar su protesta y luego querer ser el salvador de la crisis. Creo que, como gritan en las calles, a esos el pueblo ya “no les copea”.
Lo que venga, como conmoción interior, aplazamiento de elecciones, un golpe militar o un Gobierno de transición de ellos mismos, no puede usarse como un espantapájaros para desmovilizar a la gente. Aplazar la protesta no es una cosa que esté en el vocabulario de la gente en las calles, mucho menos de los jóvenes.