Víctor de Currea-Lugo | 5 de junio de 2018
Prácticamente, todo proceso de paz tiene disidencias. Pero su tamaño y agenda dependen también del proceso mismo de negociación. Lo realista de la agenda, los alcances del proceso y el nivel de cumplimiento amplifican o disminuyen el contexto para que algunos sigan en la guerra o para que otros vuelvan a ella.
Vale aclarar, de cara a posibles malas interpretaciones de ésta columna, que mi apuesta es por la paz. Pero eso no implica negar las causas reales de las disidencias en Colombia. Es cierto que algunos permanecen, o han vuelto a la guerra, por el negocio del narcotráfico. Y otros lo hacen simplemente como una opción para sobrevivir en medio del abandono rural, donde la promesa de la paz todavía no ha llegado. Pero, aunque duela decirlo, el tamaño de las disidencias en Colombia ha superado las expectativas incluso de los más pesimistas.
Las FARC le cumplieron al país, aunque los enemigos de la paz siguen repitiendo lo contrario. Les pidieron a las FARC una agenda realista; les pidieron que firmaran dejando una cantidad de puntos esenciales archivados en los llamados “refrigeradores”, les pidieron que concentraran sus fuerzas en unas zonas determinadas, y lo hicieron; les pidieron que entregaran los niños que habían en sus filas, y así lo hicieron, les pidieron que entregaran el oro, las fincas y otras propiedades; y finalmente que entregaran todas sus armas y municiones. Pero ésta serie de pasos no satisfizo a los enemigos de la paz.
Después de la firma, varios han sido asesinados, ellos y algunos de sus familiares. Jesús Santrich ha sido víctima de un montaje judicial, como el que hace años hicieron contra Simón Trinidad. Vale recordar que los dos juicios en Estados Unidos, Contra Simón Trinidad ya extraditado, sentenciaron a su favor, por lo que le montaron un tercer juicio, ya no por narcotráfico sino por secuestro, para poder condenarlo. Esos antecedentes, más todas las violaciones al debido proceso en el caso de Santrich, alimentan las disidencias.
Los combatientes de a pie, empezaron su tránsito hacia la vida civil en unas Zonas Veredales ausentes de los más básicos, aunque ellos estaban llenos de esperanzas. Pero pasaban los días y no llegaban ni las ayudas, ni los proyectos. Por eso, a finales de noviembre pasado ya el 55% de estos guerrilleros, que habían cumplido con la desmovilización y la entrega de armas, habían abandonado las Zonas Veredales, para irse a buscar un mejor futuro.
No todos los que dejaron las Zonas Veredales volvieron a la guerra, de hecho muchos tratan de rehacer su vida, sin ayuda del Estado en condiciones precarias. Las respuestas burocráticas no sirven. Las demoras en la cedulación y bancarización de combatientes no ayudan. Los tiempos de las personas necesitadas de medios de vida y deseosos de cambiar, no se pueden responder con los tiempos largos e improductivos de las instituciones. Al día de hoy no hay un solo proyecto productivo en curso financiado por el Estado para la reincorporación de excombatientes.
Las zonas que antes estaban en manos de las FARC, no fueron llenadas oportunamente por el Estado, un Estado que sabía desde hace varios años que tendría un reto, de esa naturaleza, en el post acuerdo. Esos nuevos espacios vacíos fueron siendo paulatinamente controlados por nuevos actores, que reemplazaron la figura del poder dejada por las FARC. Así llegaron paramilitares, guerrillas, y grupos de narcotraficantes. Incluso, hubo comunidades que abiertamente llamaron a algunas guerrillas a controlar su territorio, pues preferían su presencia al caos.
La primera vuelta electoral en Colombia dejó varias conclusiones: la constatación de que el país está polarizado; la certeza de que la tensión entre guerra y paz sigue vigente, no tan poco como algunos quieren, ni tanto como el país lo merece. Los sectores de la sociedad que luchan por una paz quedaron decepcionados de candidatos, como Humberto De la Calle (Antiguo jefe negociador del Gobierno para con las FARC) quien en una segunda vuelta pareciera alejarse de la defensa de la paz; y las elecciones dejan dos opciones frente al proceso de paz: defenderlo como plantea Petro o “hacer trizas los Acuerdos de Paz” como ha anunciado el uribismo.
En estos últimos días, hay dos cosas que evidencian la tensión que vivimos: la entrevista del candidato Duque sobre el futuro de la paz y la reunión en Caquetá de aproximadamente 20 excomandantes de las FARC, preocupados sobre el futuro de los acuerdos. Ambas posturas muestran claramente que el dilema paz-guerra no es menor, y se confirma la sentencia de que en un proceso de paz nada es irreversible.
Por un lado, Duque ya fijó su posición: con el argumento de la “impunidad” promete desandar la construcción de paz, especialmente en lo relacionado con la JEP: la Justicia Especial para la paz, acordada en La Habana. Duque buscará enviar a los excombatientes a la justicia ordinaria, extraditar a los excomandantes y proteger a empresarios y otros civiles que financiaron la guerra en Colombia.
Cualquiera que haya leído los Acuerdos, sabe que no hay impunidad, pero Colombia es un país que no lee, por eso se impone la interpretación del Mesías, antes que el análisis de lo acordado. Duque limitaría aún más la participación de las FARC en política, el único espacio en la que las antiguas FARC sienten que han ganado algo.
Duque abre, con sus declaraciones, la puerta a futuras extradiciones de excomandantes de las FARC bajo el delito del narcotráfico, muy en la línea de la DEA, de Donald Trump y del Fiscal colombiano, Néstor Humberto Martínez. La paz parece condenada al fracaso si gana Duque.
Por otro lado, en Caquetá, al sur del país, la reunión de excomandantes de las FARC centra sus debates en las preocupaciones sobre el futuro de la paz. Observan el fenómeno de disidencias (repito, no de grupos dedicados al narcotráfico) como una realidad en las regiones de: Guaviare, Meta, Caquetá, Nariño, Cauca, Arauca y Antioquia.
Ya es conocido por el país que el excomandante de la Columna Teófilo Forero, de las FARC, Hernán Darío Velásquez (también conocido como “el paisa”), se ha adentrado en la selva, y que en su antiguo sitio, ahora está Iván Márquez, comandante de las FARC que (según el Wall Street Journal) también podría ser pedido en extradición. Es de suponer que a Iván Márquez le preocuparía correr la misma suerte que Santrich y que Simón Trinidad. Según algunas fuentes, hay grupos de FARC “con la mochila casi al hombro” en Santander, Caquetá y Nariño, “en alistamiento por si esto se revienta”.
Por eso, decir que el 17 de junio se vota por el futuro de la paz, no es alarmismo ni oportunismo político. Las cartas están sobre la mesa. El pueblo colombiano no puede repetir la vergüenza del 2 de octubre de 2016, cuando prefirió votar por la guerra.
Publicado originalmente en teleSUR