Víctor de Currea-Lugo | 21 de junio de 2024
Imaginémonos tomando un café para mitigar el invierno, en un bar en la ciudad sueca de Lund, a finales de 1941. Imaginémonos que en ese momento estamos al tanto de las últimas noticias de la Segunda Guerra Mundial y del avance del fascismo (sin pensar todavía en Palestina).
Parte de Europa ya está ocupada por el nazismo y otra parte bajo amenaza. Las tropas de Hitler controlan Polonia, Francia, Bélgica, Holanda, Noruega y Dinamarca. Inglaterra sufre bajo bombardeos constantes, y el pacto entre Alemania y la Unión Soviética había roto.
Desde 1940 ya se estaban llevando a cabo deportaciones masivas, ejecuciones y detenciones en los territorios ocupados. Al tiempo, grupos de resistencia, que recurrían a acciones encubiertas y actos de sabotaje, crecían en Noruega, Francia y hasta en la propia Alemania.
En Varsovia, el gueto que se había consolidado y día a día, semana a semana, ahora se iba despoblando sin que se supiera el destino final de sus habitantes. Los no arios en los territorios ocupados viven la expropiación de sus propiedades, la segregación y la imposición de restricciones cada vez más severas.
Volvamos a Lund; los arreglos navideños ya empiezan a asomar. Al norte, en Noruega, y al suroccidente, en Dinamarca, el fascismo ha hecho presencia produciendo muerte y destrucción. Los campos nazis proliferan en varios países.
Tomamos un café o un vaso de vino caliente con frutos secos, y miramos los periódicos nuevamente. Teorizamos sobre lo que podría pasarle a Suecia; pero, inmediatamente, alguien recordará que no deberíamos preocuparnos: Suecia vende hierro a los alemanes, dejó pasar tropas alemanas hacia Noruega y se ha declarado neutral.
Es posible que discutamos sobre discursos y palabras, claro, sin comprometernos; lo que precisamente explica la expresión “hacerse el sueco”. Describiremos los hechos de manera aséptica, como si habláramos de la caída de la nieve o de los días oscuros que se vienen.
Los más radicales -oímos decir- han convocado una conferencia por la paz. En el fondo, ellos saben que no hay tiempo para mentir y que esa reunión no sería más que una forma de desviar el debate real del olor a muerte.
Otros, los más conservadores, dirán que es mejor mantenernos lejos de los rojos, de los soviéticos; que no son aliados ni gente de fiar. Que si tenemos que seguir un ejemplo es mejor mirar a Jean Paul Sartre y su tibieza amparada en la bohemia, y no a Albert Camus radical y medio anarquista.
Algunos de otra mesa hablan de dar ayuda humanitaria a las víctimas: llevar comida a los campos nazis, por ejemplo, para que los futuros muertos entren con algo en el estómago a las cámaras de gas. Nosotros ni siquiera llegaremos a tanto, siendo ese tanto muy poco.
Acusaremos a los partisanos de terroristas, de que no entienden que la violencia solo genera violencia. Cerraremos los puertos a los barcos de los Aliados y restringiremos el comercio con ellos; aunque sabemos que algunos pocos suecos apoyan a la resistencia de Noruega. Nos hemos ido convenciendo de que nuestra neutralidad oficial es lo políticamente correcto.
Diremos que hay que preservar la paz, proteger la soberanía nacional, centrarnos en la ayuda humanitaria, evitar víctimas suecas, promover mejor el diálogo, y agradecer a la neutralidad que nos pone a salvo de la furia del fascismo.
Celebraremos la navidad de 1941, daremos regalos, miraremos el cielo frío y despejado de enero, iremos al mercado, limpiaremos la casa del olor a fiesta ya pasada, y miraremos los noticieros tranquilos. Pero en 10 años diremos que todos hicimos parte de la resistencia; o nos excusaremos diciendo que el fascismo estaba allá lejos, en Alemania y no en Suecia.
De Lund a Bogotá (vía Palestina)
Volvamos al presente, a Bogotá en 2024. Hay un genocidio en curso, los bombardeos sobre Palestina son constantes, los papeles inundan la ONU, las mentiras alimentan los noticieros y los académicos toman café contra el frío de la mañana.
Miramos el periódico, nos desentendemos de algo que pasa lejos, y decimos que eso no nos toca. Preguntaremos por los detalles detrás de las masacres; mientras nos apresuramos otro café. Condenamos a los de la resistencia, insistimos en lo humanitario, elaboramos teorías absurdas, defendemos (en parte) el DIH, mientras viene a nuestra mente el fascismo en Europa de 1941. Juramos que -si hubiéramos estado en ese momento- nos habríamos incorporado sin pensar en la lucha contra la barbarie.
Sabemos que no somos árabes, ni mucho menos musulmanes. Creemos que el Oriente Medio es algo que está más allá del África, más cercano al otro lado del mundo que a nuestra mesa de comedor.
Diremos que nuestros gobiernos tienen que centrarse únicamente en nuestros problemas, lo que pasa más allá de nuestras fronteras no es nuestra pelea. Daremos cátedra a los más ignorantes que nosotros; o mejor dicho, tan ignorantes como nosotros, pero menos soberbios. Confundiremos el mar Rojo con el estrecho de Ormuz, Líbano con Libia y a Irak con Irán.
Puede ser que citemos a un autor posmoderno, de esos que leyeron a Sartre. Pagamos el café y vemos cómo el noticiero pasa de una masacre a la sección de deportes. Ni siquiera parpadeamos entre una noticia y la otra. Pensamos en la otra Navidad que nos espera y nos vamos caminando, ensimismados en un debate sobre el sexo de los ángeles.