A propósito de una carta

Víctor de Currea-Lugo 12 de enero de 2017

En días pasados, luego de una reunión con Eduardo Pizarro Leongómez, decidimos publicar una carta colectiva. Nuestra preocupación central era (y es) el estancamiento de la negociación Gobierno-ELN.

Luego de un debate fraterno llegamos a un texto de consenso que fue suscrito por más de cien personas, de diferentes regiones y tendencias políticas, así como respaldado por un número importante de organizaciones. La carta fue publicada y reseñada en los más importantes medios y hasta respondida por el gobierno de manera pública.

Pero de manera pública como privada, numerosas personas conocidas (y desconocidas) se fueron lanza en ristre contra la carta. Una persona políticamente muy activa en el país declinó firmarla diciendo: “No creo un gramo en la voluntad del ELN para negociar, sería hipócrita de mi parte suscribirla”. A esto respondí agradeciendo, ante todo, la honestidad. Otra persona, que apoyaba el contenido, no la suscribió por el tono poco diplomático del mensaje.

Una vez hecha pública llovieron críticas de muchos lados, porque decía mucho o bien porque decía muy poco sobre tal o cual tema. Para unos era una carta de intelectuales cómplices del terrorismo (como lo registra los comentarios de los lectores de El Tiempo), y para algunos de izquierda la carta fue una “caja de resonancia del gobierno”.

No creo que los no firmantes sean enemigos de la paz, agentes encubiertos del gobierno o testarudos del ELN, sino ciudadanos que ejercen su derecho de decirle no a la carta, así como otros ejercemos nuestro derecho a firmar.

Tanta algarabía merece algunas consideraciones. Primero, construir una carta midiendo exactamente el número de palabras en contra del uno, y luego el número en contra del otro, para parecer neutral, no es una alternativa viable para crear consensos. Las cartas colectivas son también un ejercicio de negociación donde las partes ceden en las formas para tratar de coincidir en lo esencial.

Segundo, lo que más llamó la atención a una de las partes fue precisamente la pluralidad de voces. Dentro de los firmantes hay académicos, intelectuales, trabajadores de DDHH, líderes sindicales, líderes sociales de diferentes regiones del país, artistas, feministas, sacerdotes, senadores y representantes a la Cámara, víctimas, periodistas, abogados, ambientalistas, etc.

Y no todos pertenecen a una sola corriente de pensamiento político. Sin ser voceros de la sociedad, sí son una parte de la sociedad, esa misma sociedad que el gobierno y el ELN quiere que participe en la construcción de la paz.

Tercero, el tono de la carta no es esencialmente un homenaje a la diplomacia, pero tanto el momento político como el camino andado en la negociación obligaban a optar por un lenguaje claro y directo.  Las cartas complacientes son para otro momento político pero no para el actual.

Cuarto, los firmantes responden por aquello que han firmado y no por el uso que hagan los medios. Aunque en la carta hablamos de insurgentes algunos medios optaron por calificar al ELN como un grupo terrorista. Asimismo, los firmantes fueron definidos como “intelectuales”. Ni llamamos terrorista al ELN ni nos autodenominamos Intelectuales, esto último sería una contradicción con la pluralidad de oficios de los firmantes arriba mencionada.

Ese riego de renombrar y malinterpretar una carta pública es, por definición, un riesgo de todo documento. La única manera de evitarlo es no haciendo público documento alguno, lo que sería renunciar a nuestro derecho a la libertad de expresión.

Quinto, la carta generó malestar en las dos partes, pero el gobierno fue más audaz en responder citando lo que le convenía y desechando lo que le afectaba (hasta el momento no hemos recibido comunicación del ELN). Pero ese es el juego de la política, es ingenuo pensar que el gobierno va a salir a mostrar en público su malestar con una iniciativa que tiene tanto respaldo. Al contrario, no caen en la trampa de confundir lo ideológico con lo político y hacen uso mediático de la carta en su provecho.

Finalmente, basta decir que una carta es una carta. Que juzgar, por ejemplo, a los sacerdotes firmantes únicamente por esa misiva es incorrecto e injusto. Habría que mirar los compromisos más allá de la carta que han tenido algunos de los firmantes antes de emitir juicios.

El gobierno debe entender que no puede, irresponsablemente, patear una mesa de paz que tanto esfuerzo ha costado construir y que refleja una necesidad clara en el país. No basta firmar con las FARC ni ganarse un Nobel. Incluso, falta la agenda social desatendida y el desmonte del paramilitarismo. Y el ELN debe entender, parafraseando a Enrique IV, que la paz bien vale un secuestrado y, al mismo tiempo, ratificar que la sociedad a la que invita a participar no es solo la de sus simpatizantes.

La carta aparece en un momento difícil: hace más de nueve meses el gobierno y el ELN nos anunciaron una agenda que está esperando; hace más de dos meses nos quedamos en Quito esperando la instalación de una mesa que no fue; y hace pocos días nos llegaron mensajes pesimistas que hacen temer la ruptura del proceso.

Sabemos que la carta hizo pensar a las dos delegaciones, ese era nuestro objetivo. Como hayan interpretado la carta las delegaciones, su uso mediático y sus interpretaciones, sobrepasan nuestra responsabilidad. Si esta paz prospera esperamos haber contribuido, pero si se rompe dejamos constancia de nuestro llamado. Y eso, no es poca cosa.

PD: En un país donde nos sacamos los ojos por una parranda de fin de año con las FARC, pelearnos por una coma parece un motivo “justo”.