Víctor de Currea-Lugo | 10 de septiembre de 2020
Bogotá ardió, bueno, no la ciudad pero sí decenas de puestos de policía llamados CAI. La sociedad está “mamada” de la policía, así de simple. A comienzos de los años noventa, la Personería de Bogotá sugirió que una medida para disminuir la delincuencia en la ciudad sería dejar a la policía en sus cuarteles, que no saliera a la calle. En parte por esas cosas decidieron modernizarla. Y cambiaron los grados, crearon siglas y nuevas estrategias de comunicación, pero no se tocó su esencia, esa de ser parte del Ministerio de Defensa, y de ser formados en la lógica de la Guerra Fría, del enemigo interno y de la seguridad nacional.
Esos cambios cosméticos no solucionaron nada. A la lista de viejas quejas, se suma una rabia creciente por la arrogancia policial cuando los graban en un procedimiento, por su persecución contra el porte de la dosis personal como si acaso estuvieran desarmando un cartel de drogas, o cómo se “enamoran” de los que tienen tatuajes, de los de pelo largo o de las de faldas cortas. Es decir, además de los grandes crímenes, es constante su ejercicio del micro-poder, su agresión contra poblaciones específicas, su racismo y clasismo.
A las lógicas doctrinales de la Guerra Fría ya citadas, se suma la lógica neoliberal de evaluar el trabajo por resultados, por indicadores: número de detenidos y otras torpezas similares (ver: De policías e indicadores), en la misma lógica que alimentó los llamados falsos positivos.
Ya teníamos una larga lista de casos dolorosos. Por ejemplo el de Nicolás Neira, de 15 años, asesinado por el Esmad el 1 de Mayo de 2005; el caso sigue abierto. En septiembre de 2018, Julián Hernando Balcero, murió precisamente dentro de un CAI, el del barrio 20 de julio. La policía dijo que se suicidó, pero su mamá sostuvo que “Si él estaba esposado y en un cuarto que es bien pequeño ¿cómo se iba a ahorcar? Además él no tenía motivos, ni instintos suicidas, a él lo mataron en el CAI”. En noviembre de 2019, Dilan Cruz fue asesinado por la policía, con armas no permitidas, en las marchas contra las políticas del gobierno. Pero estos son solo tres casos de los muchos que la sociedad conoce.
Luego vino la cuarentena por la pandemia. Y las autoridades confundieron medidas de control de salud pública con medidas policivas de abuso. Vimos los comparendos porque al policía no le valió la carta de trabajo que le mostró un empleado de una droguería para transitar, porque le pareció que esa no era hora de hacer mercado, porque una señora llevaba de la mano a su niña de 9 años, y una larga lista de hechos por demás estúpidos. A esto hay que sumar, los violentos desalojos en plena cuarentena, con destrucción de sus casas, a personas en zonas muy pobres de las afueras de Bogotá, con acompañamiento de funcionarios de la Alcaldía.
Esta violencia policial directa es sistemática y conocida por la sociedad. Está el caso de Néstor Novoa, un vendedor ambulante de 70 años, reducido por la policía como si se tratara de un peligroso delincuente en mayo pasado. Y ese mismo mes, Anderson Arboleda fue asesinado a golpes por la policía, supuestamente por violar la cuarentena. Pero fue el asesinado de Javier Ordoñez, documentado hasta el cansancio, el que despertó a una sociedad por demás cansada de un gobierno inepto.
La gente se dio cita frente a los CAI con un claro sentir social: ¡No más! De manera espontánea, hubo cacerolazos y protestas frente a prácticamente todos los CAI de Bogotá. Y en muchos de esos CAI ha habido casos de violaciones sexuales, detenciones arbitrarias, torturas. Un muchacho increpó con mucha rabia, genuina, a los policías del CAI donde estaban vinculados los policías responsables por la muerte de Javier. Él encarnaba una rabia común y un sentimiento colectivo. Duque, el presidente, se dedicó a felicitar “la gallardía policial” o algo así.
La gente está cobrando en las calles desde el miedo que nos quisieron meter en las venas en noviembre pasado hasta cada abuso policial que conoce la sociedad por décadas; el rechazo a todos esos abusos nacidos del micro-poder le pasaron factura la noche del 9 de septiembre a la Policía. Algunos recordaron cómo un presunto ladrón, esposado y reducido, era quemado por la policía en julio pasado, como lo mostró un video en las redes sociales.
Los casos de periodistas golpeados por la policía, vendedores ambulantes a quienes les robaron sus pocos bienes, habitantes de la calle humillados, mujeres abusadas en carros de la Policía, transexuales víctimas de violencia, muchachos golpeados, son casos explican el miedo creciente de la sociedad hacia la policía. Según el informe «Bolillo, Dios y Patria» de la ONG Temblores, en el período 2017-2019, hubo 639 homicidios, 40.481 casos de violencia física y 241 de violencia sexual, en los que, basados en informes de Medicina Legal, hay un presunto miembro de la fuerza pública involucrado. Solo en el primer trimestre de este año se abrieron este año por abuso policial, ocho procesos al día. En el primer semestre la policía abrió 3.674 casos, 1.474 por presunto abuso de autoridad. ¿Y los no denunciados? De este número de casos, solo 10 policías han sido destituidos.
En estos momentos de crisis, uno no puede irse a ver ballenas. O estamos con los manifestantes o estamos con la policía. Es así de simple. El acumulado de violencia policial y militar es tan grande, la impunidad tan obvia y la complacencia de las instituciones tan vergonzosa, que jugar al neutral es por lo menos timorato. Varios tuiteros decían “que arda todo”. No, no es un acto de vandalismo donde unos pocos se enfrentan, sin causa ni motivo, a las fuerzas policiales. El lenguaje políticamente correcto es un desfase. Grafitis versus cadáveres, no es un análisis muy “académico” para insinuar que toda violencia es igual. Las paredes se pintan, los muertos no resucitan.
No sé qué dirían a las familias de Dilan, Néstor y Julián; ¿les proponemos un “abrazatón”? Los abrazos y las flores a la policía tuvieron un momento, pero ya lo único viable es su reforma estructural. Esto implicaría tocar la estructura de un sistema que no ve la protesta como un derecho, pero sí a los civiles como enemigos. Por eso, no se trata de que ahora cambien el color de los uniformes del Esmad, pongan otra sigla o juzguen a unos pocos. Hay que entender que, en el fondo, la Policía sirve para cuidar bancos y poderosos. En suma, la pregunta por la democratización de la Policía está en saber si están dispuestos a “cuidar la polis” o solo a un puñado de privilegiados.
La conducta de la Policía el 9 de septiembre, día de los derechos humanos, dejó claro que su comportamiento es colectivo, su mandato de violencia es institucional, su lenguaje anti-ciudadano es una constante. No son manzanas podridas, es el árbol. Vimos policías poniéndose la chaqueta al revés para evitar la identificación, dando armas a personas de civiles para que dispararan contra manifestantes, rupturas de botellas en la cara de las personas, golpes con palos a los ciudadanos que grababan sus procedimientos, detenciones arbitrarias y más personas asesinadas. ¿Necesitamos más ejemplos? Un informe preliminar habla de 24 heridos, 19 de ellos con arma de fuego, y 5 posibles casos de homicidio por parte de la policía. En uno de los casos, la Policía no permitió el ingreso de una ambulancia.
No me sumo a los que dicen a los manifestantes: “bruscos no”. Hoy no. Como dijo Ricardo Quevedo en Twitter: “La impotencia y la falta de soluciones reales generan ganas de quemarlo todo. Hay gente que siente que cambia el mundo a punta de cacerolazo, pero pues en la calle las cosas funcionan distinto”. No caigamos en el juego tramposo de sugerir que la no condena de las protestas es complicidad. Complicidad es quedarnos callados cuando el Estado policial manda en las calles y agrede cotidiana y sistemáticamente a las personas. Fin del comunicado.
PD: Sin entender nada de lo sucedido, el Ministerio de Defensa hace el siguiente anuncio: «Desde este momento se reforzará dispositivo de Policía Bogotá con 750 uniformados, más 850 que llegan de otras regiones del país. Asimismo, 300 soldados de la Brigada 13 del Ejército apoyarán la labor de seguridad en la capital del país». La ciudad amanece militarizada. Eso se llama: echarle leña al fuego.