Víctor de Currea-Lugo | 22 de junio de 2011
Más grave que empezar una guerra es no saber cómo terminarla. Y en el caso de Afganistán, a Obama le toca terminar una guerra que no empezó, pero a la que tampoco se opuso. En julio, Obama anunciaría el comienzo de la salida de los cien mil soldados de los Estados Unidos de Afganistán.
Casi diez años después de la ocupación de los Estados Unidos a Afganistán, en el marco de la guerra contra el terror, pareciera que los Estados Unidos no saben qué hacer. Con la excepción de la muerte de Bin Laden (que sucedió en Pakistán), la guerra contra el terror, el control de Afganistán, y una larga lista de metas, implícitas o explícitas, no han tenido éxito.
Nuevas metas como la lucha contra la producción de opio, o el establecimiento de normas y prácticas democráticas, tampoco se han cumplido. La agenda ha cambiado estrepitosamente: de construir un Afganistán democrático y próspero, los Estados Unidos y sus aliados se conforman con crear una policía y un ejército afgano que cubra la salida de las tropas extranjeras y que trate –por lo menos que trate- de mantener a raya a los Talibán, la producción de opio y a los señores de la guerra. Los pocos logros de la cooperación se reducen a educación básica y atención primaria, programas que tampoco han llegado a todo el país.
Durante el período 2001-2006, el triunfalismo casi que insinuaba la extinción de los Talibán, pero esos avances no se acompañaron de políticas sociales, ni de construcción de democracia. Karzai, presidente impuesto desde 2001, perdió todas las oportunidades de hacer de Afganistán un país más decente: su poder depende de los señores de la guerra, entre los que se encuentra su hermano. El país es, según un antiguo ministro de finanzas, un “Estado fallido narco-mafioso”, donde la corrupción campea.
En ese panorama, la conclusión era obvia: el resurgir Talibán. En 2008, los Talibán ya hacían presencia en el 72% del territorio con un gran poder militar. Drogas, impuestos a los comerciantes locales, obras de reconstrucción, y hasta las contribuciones de los donantes internacionales han enriquecido a los diferentes grupos armados.
El gasto total de los Estados Unidos en la guerra ha sido de 2 mil millones de dólares al día. En un informe del Senado sobre la evaluación de la ayuda de los Estados Unidos a Afganistán (junio 8 de 2011, considerado el reporte más completo en esta materia) muestra que el 80% de los recursos de ayuda, a través de la agencia USAID, son gastados en el sur y el oriente de Afganistán, sólo el 20% ciento va al resto del país; y ese 80% se destina principalmente a proyectos de corta duración.
Pero el problema es que la guerra es ahora la fuente de ingresos del país (sin contar el opio). Actualmente, el 97% del PIB de Afganistán deriva de los gastos relacionados con la presencia militar extranjera y la comunidad de donantes, por lo cual el país podría sufrir una severa depresión económica, cuando las tropas extranjeras se retiren.
La agenda ideal pasaría por aceptar que el Afganistán de hoy no es aún una nación, sino que dentro de este territorio existen y conviven distintas tribus; entender la relevancia de sus fuertes lazos con Pakistán (de donde llegan tanto bienes como males) y reconocer que la gran cantidad de civiles asesinados por las fuerzas de ocupación, solo han servido para “alimentar” a los Talibán.
Colombia ha mirado a Afganistán como campo de aprendizaje: Es curioso el “intercambio” de experiencias: Colombia envió militares para que enseñaran allá la mecánica del fracasado “Plan Colombia” para erradicar cultivos ilegales, y trata de incorporar aquí la famosa estrategia de “winning heart and minds” (ganar corazones y mentes) que ha fracasado en Afganistán.
Entonces, si los Estados Unidos se retiran, se afecta la economía y el país podría caer de nuevo en manos de los Talibán y de los señores de la guerra, si se quedan, el país seguiría condenado al caos de los últimos diez años. Malo si se van, peor si se quedan.
Fotografía: Palacio presidencial de Kabul / U.S. Secretary of Defense
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